Reconsideración de la tersura

Alberto Dallal*
dallal@unam.mx

 

Francisco Toledo, Murciélago de noche, fresco/panel metálico, 101.5 x 141 cm, 1988. Foto: Galería López Quiroga.
 

TODA TERSURA ES una repetición o una caricia, un sobresaliente acercamiento a la superficie de las cosas: objetos, gente, tiempos y espacios: una fina persecución de las formas. En sí misma y por sí misma la tersura es un invento, una abstracción relativa que habita (en) las mentes de los pintores: transita (transige) entre sus manos y se instala en un espacio peculiar y liso: constituye una entelequia visual. Tiene que ver con el tacto y con la mente y con la función de los ojos cuando se “construye” el cuadro pero se manifiesta sobre todo en esos diminutos elementos repetitivos que pululan o se desplazan o desfilan (si acaso existen en la materia), limpiamente, por los entresijos de la visión, por las flechas direccionales de cada mirada, por la superficie lisa de los cuadros. En el mundo de la tersura el cuadro tiene que ser recorrido por los ojos del observador, del juez, a partir de las particulares reglas que el veedor mismo resulta incapaz de enumerar porque ya se encuentran dentro del cuadro.

Más que elementos diseminados en una pista, las partículas en/de la tersura constituyen un ritmo. En cualquier espacio (un cuadro, una entelequia, los renglones de un manuscrito) la tersura es una suave e imperecedera melodía: una caricia sobre los pelos de un gato o un ritmo suave que se deposita en la tela o un verso fundacional repetido por la voz del suplicante (ante un santo o la mirada de la Virgen); la tersura es siempre la satisfacción, la lasitud del viajero durante el viaje o el reconocimiento, al regreso, de ese paisaje infinito. En los términos de cada observador, la tersura suele “salirse” del cuadro.
 

Francisco Toledo, El petate de las moscas, 1988, mixta/papel, 65 x 49 cm. Foto: Galería López Quiroga.

 

Rufino Tamayo, Figura en jarras, 1980, aguafuerte, H. C.  2/15, papel e imagen,  76 x 56 cm. Foto: Galería López Quiroga.
 

Todas estas imágenes y combinaciones mentales y visuales provienen de los cuadros seleccionados por los curadores que construyeron la actual exposición montada, por poco tiempo, en la Galería López Quiroga, en Polanco. Al reunirlos, los seleccionadores se dejaron llevar (o seducir) por esas pequeñas y lisas y casi intocadas composiciones, construidas mediante parejas, limpias repeticiones, desprendidas de los dedos y de las manos de los pintores, cuando dejan de ver lo que pintan y se sumen mentalmente en la dulce insistencia de las líneas más suaves y los puntos “en orden” que conforman líneas repetidas, en los colores más delicados y por ende en las más firmes y equilibradas construcciones (cinco óleos de Gunther Gerzso). En todos estos cuadros la instalación de las formas se convierte en una suave manipulación de elementos, redes, colores, líneas y rayas: tersas unidades aun en los cortes suavizados de la madera o de la piedra, o en la geometrizante claridad de un hachurado inscrito sobre la materia (Francisco Toledo).

La “revisión” (visiones acumuladas) de estos cuadros resulta un sorpresivo viaje impecable: aguafuertes sobre papel de Tamayo que contienen perfiles y cuerpos arraigados al color, suavizados por los amarillos y verdes y los contornos de un paisaje liso que se contiene a sí mismo (las miradas mimetizan). Las figuras ¿humanas? lo son en cuanto se expresan mediante abstracciones ahítas de colores repartidos en cuerpos y fondos y paisajes (colores que jamás engañan o violentan la vista del observador), siempre con su maestría y su lasitud (seguridad o parsimonia) creativa: la claridad de Tamayo: obras de un solo personaje, invento mental, fantasma de color, ambigua visión que descansa precisamente en la cama que le ofreció la tela a la mano del maestro. Se trata de diez cuadros (casi todos de la década de 1980) en que los personajes se desprenden o mimetizan con los ambientes de colores finos y tenues, personajes como fantasmas depositados con suavidad en la suavidad de los fondos y espacios: personajes deslizantes en disolución plena que levitan en su cerebro aunque el observador no lo sepa. Personajes con los que la vista armoniza o conversa.
 

Vicente Rojo, Escenario 42, 1996, mixta/papel, 23 x 23 cm. Foto: Galería López Quiroga.

 

Vicente Rojo, Escenario 37, 1996, mixta/papel, 23 x 23 cm. Foto: Galería López Quiroga.
 

Hay nueve obras de técnica mixta sobre papel de Vicente Rojo (variados tamaños, colores abigarrados que se acomodan muy bien a la vista del observador), zonas de partículas arraigadas en redes que se van descubriendo (ofreciendo) a sí mismas por medio de una emulación de tejidos o hachurados, conglomerados, islas de diminutos insectos u objetos entrelazados, enjambre de formas y "alambres" machihembrados que la mirada del observador no tiene más remedio que aceptar o inventariar o enumerar. Juegos del ofrecimiento. Sus suavidades “dan” tiempo. También los tamaños de sus superficies. Casi todos estos Escenarios de 1996, salpicados, acompañados de otros cuadros más pequeños cuyos “tejidos” y hachures todavía se deslizan desde la mano (¿con ojos?) diestra y firme de Rojo. Los hachures son repeticiones que se vuelven red tersa en su conjunto: cuadros que invitan a ser viajados en sus detalles (como la mente al pensarse y al volverse sobre sí misma). Penetraciones, incisiones.

Resulta un mérito notable de esta efímera exposición (se levantará pronto) que se refiera a la mostración impecable, fina, de cuadros de varios pintores que tenue pero firmemente entraron a esa etapa de componer, crear, acomodar tersuras en telas que exigían un trabajo impecable, una especial finura para sobresalir en cada tela y tamaño y mediante materiales y colores específicos. Tal vez los curadores sólo pensaron en mostrar la regularidad de las texturas (viajes y deslizamientos) en el dominio de algunas exclusivas y excelentes manos que “manipulan” y se deslizan finamente en el vasto arte mexicano.

Al llamarlos Escenarios y/o Códices Vicente Rojo desgrana los espacios fantasiosos de una realidad que no desea abandonar sino por el contrario llenar por completo en su mente a partir de sus manos: tersura acariciada, juegos desde el cerebro del artista. Realidad reconquistada, recuperada mediante la forma. Cada punto, cada rasgo en las pinturas de Rojo está moldeado a partir de la superficie de rayas equidistantes que su mente le ha asignado: las formas que se construyen son bloques de piedras y de juegos, de volúmenes que “se muestran” en camino del orden. Son, a la larga, abstracciones que construyen bloques.
 

Gunther Gerzso, Hallazgo, 1996, óleo/papel/tela, 19 x 47 cm. Foto: Galería López Quiroga.
 

Cierto sector notable de la exposición se completó con una oportuna selección de obras de Francisco Toledo. O tal vez fue una casualidad, una raya en el agua: esas formas tan estrechamente orgánicas de las que se ocupan siempre las manos de Toledo convertidas en sencillos elementos deslizantes: cada cuadro de Toledo revela, como siempre, un mundo orgánico, sensual, a veces específicamente animal o biológicamente sexual y, sí, siempre orgánico: naturaleza trascendida. En la exposición se muestran diecisiete obras de Toledo que es necesario observar despacio, como catándolas, porque se deslizan por las telas o las maderas y se “expanden” o discurren a partir de la materia. Aun unos Escorpiones en formación se desprenden de su ruda y venenosa naturaleza para, “hechos bola”, convertirse en un fino enjambre de grises y negros, nadando en grupo en un espacio aterciopelado. Naturalmente, sabemos que para la manipulación de las formas que domina Toledo estas tersas pinturas y objetos de madera y piedra no pueden ser netamente contrastes dentro de su vasta obra: las manos de Toledo siempre saben qué hacen y cómo hacerlo. Sin embargo, volvemos a la (¿racionalizada?) selección de los curadores: de Toledo, en estas muestras, localizaron los fondos suavizados del amate, la madera “tallada”, suavemente “tratada” para hacerla tela o gaza; hay afinadas sombras en el papel, sigilosos conos y metales aparentemente despostillados. Sus animales siguen alimentándose de papel y aun las sombras y formas de un lagarto podrían estarse deslizando hasta sumergirse de plano en una ciudad yacente en el agua.
 

Jorge Robelo, Transcromía núm. 131, 2007, acrílico/papel,
65 x 65 cm. Foto: Galería López Quiroga.

 

Jorge Robelo, Caleidoscomía núm. 61, 2013, mixta/papel,
30 x 30 cm. Foto: Galería López Quiroga.
 

Las formas que construye Jorge Robledo sobre el papel son claras muestras de una arquitectura limpia de volúmenes: dibujos sin sombras, los elementos flotan solamente en los espacios del papel: formas volumétricas de una sola pieza, unidades concretas,  pétreos planetas y satélites en el espacio, formas tendidas en una detallada y seleccionada claridad. Parecen una cosmogonía observada con lupa. Se trata de una detallada e inerte cosmogonía.

Por su parte, Jesús Mayagoitia ofrece tres construcciones geometrizadas, en equilibrio, pensadas, forjadas en la mente del artista como esculturas limpias, aisladas, personajes “de una sola pieza” (“dos acróbatas en vilo”) que simulan inmóviles, expectantes criaturas dentro de su encierro volumétrico. Tersas unidades que (por limpias) llenan la vida que, de manera sorprendente, ordenadamente brota de un espacio interior metálico y conceptual.

La tersura es siempre superficie rítmicamente multiplicada o repetición expuesta, ordenada en un espacio sin grumos. I
 

Jesús Mayagoitia, Dos acróbatas en vilo, 1994, acero pintado 3/9,
101.5 x 30.5 x 30.5 cm. Foto: Galería López Quiroga.

 

*Investigador del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.

 

Inserción en Imágenes: 21 de abril de 2019.

Imagen de portal: Gunther Gerzso, “M" (variación núm. 8), óleo/tela, 1969-1979, óleo/tela, 96.5 x 100 cm. Foto: Galería López Quiroga.

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