“Que cualquiera le meara, si no le viera la cruz”

Arnulfo Herrera*[1]
arnulfoh8@yahoo.com.mx
 

Ejemplar de Floresta española, de apotegmas o sentencias, sabia y graciosamente dichas, de algunos españoles, edición de 1607. Imagen procedente de los fondos de la Biblioteca Nacional de España.
 

EN SU EXITOSÍSIMA FLORESTA ESPAÑOLA (1574), el toledano Melchor de Santa Cruz cuenta un ingenioso chiste de origen popular que, al parecer, se desdobló en otras anécdotas que corrieron entre la gente con enorme fruición. El chiste se halla en el capítulo seis de la tercera parte, donde tienen lugar los cuentos que juegan con el sentido de alguna figura o con las letras de un acrónimo o de una sigla; se titula “de enmiendas y declaraciones de letras” y dice:
 

Cerca de un pueblo, entre dos ventas, pusieron una cruz. Viéndola un caballero, dijo a otro con quien iba: “Mira dónde acertaron a poner la cruz, en medio de dos ladrones”. Oyéndolo el uno de los dos venteros, quejóse, diciendo: “Siendo yo tan servidor de vuestra merced, mal me trata”. Respondió el caballero: “sed vos el bueno”.[2]
 

El chiste no está cerca de nuestras referencias cotidianas, pero tampoco es difícil entenderlo si poseemos una mínima formación cristiana. Según el Evangelio de San Lucas (23, 39-43), Cristo fue crucificado entre dos ladrones. A uno de ellos se le conocería como “el buen ladrón” porque reclamó al otro su impiedad y su falta de temor a Dios, puesto que, incluso en medio del tormento, el mal ladrón le recriminaba de manera airada a Jesús por no hacer algo para salvarse a sí mismo y salvarlos a ellos. El buen ladrón reconoció que ambos eran bandoleros y pagaban merecidamente por sus delitos, mientras que Cristo era inocente. Además, le pidió que, como Dios que era, se acordara de él cuando llegase a su reino. Jesús le aseguró que ese mismo día estaría con él en el Paraíso.

No se dice más en el texto canónico, pero los detalles de este pasaje se encuentran en los Evangelios apócrifos. Por el Evangelio de Nicodemo sabemos que los nombres de los ladrones eran Dimas y Gestas (IX, 12), y que el primero fue crucificado a la derecha del Cristo, mientras que Gestas quedó en el lado izquierdo (X, 1). Por el Protoevangelio de Santiago hemos llegado a saber que esto del buen ladrón y el malo tenía un fondo histórico, pues no se debió únicamente a la piedad final de Dimas (elevado después a la categoría de santo), sino a la crueldad que Gestas solía desplegar contra las víctimas que asaltaba en los caminos. Los mataba, colgaba a las mujeres de los pies para cortarles los pechos, se bebía la sangre de los niños (“Declaración de José de Arimatea”). Poseía una maldad ingénita; era un sociópata, como diríamos hoy. Y en el capítulo veintitrés del Evangelio árabe de la Infancia, se narra el ataque contra la Sagrada Familia que en algún momento perpetraron unos salteadores de caminos. Uno de ellos, Tito, intercedió para defender a las víctimas, mientras que Dúmaco, el Mal Ladrón, se obstinó en hacerles daño. La Virgen María bendijo a Tito y el niño Jesús profetizó la muerte de los forajidos:
 

Madre mía, de aquí a treinta años me han de crucificar los judíos en Jerusalén y estos dos ladrones serán puestos en cruz juntamente conmigo. Tito estará a la derecha y Dúmaco a la izquierda. Tito me precederá en el Paraíso.
 

La clave del chiste que hace Melchor de Santa Cruz se encuentra en la fama de ladrones que se habían ganado con creces los venteros[3] y en la cruz que unas manos (seguramente anónimas) pintaron en medio de las dos ventas. Para poner un ejemplo contundente de la clase de pillos que solían ser los dueños de las ventas y los mesones, recordemos la descripción que hace Cervantes del ventero que aparece desde la primera salida de don Quijote (I, 2). Como sabemos, en su extraña locura, el caballero manchego confundió la venta con una fortaleza y al ser recibido por el ventero “que por ser gordo era muy pacífico” pero sumamente socarrón, le siguió el juego y, haciendo un gran esfuerzo para no reírse, de manera comedida le ofreció posada. Entonces don Quijote, respondiendo a la generosa humildad del convite, le dijo:
 

—Para mí, señor castellano, cualquiera cosa basta, porque “mis arreos son las armas mi descanso el pelear”, etcétera.
 

Como en muchos otros casos, las palabras de don Quijote rememoraban un romance con el que se sintetizaba perfectamente el oficio que se había empeñado en profesar y los propósitos que deseaba cumplir en sus andanzas por el mundo:
 

Mis arreos son las armas
mi descanso el pelear,
mi cama las duras peñas,
mi dormir siempre velar;
las manidas son oscuras
los caminos por usar,
así ando de sierra en sierra
por orillas de la mar,
a probar si en mi ventura
hay lugar donde avadar;
pero por vos, mi Señora,
todo se ha de comportar.
 

Bien entendió el ventero la referencia al anónimo romance que seguramente era de dominio común porque le respondió con una irónica paráfrasis de los dos siguientes versos que don Quijote dio por sobreentendidos:
 

—Según eso, las camas de vuestra merced serán duras peñas, y su dormir, siempre velar, y siendo así bien se puede apear, con seguridad de hallar en esta choza ocasión y ocasiones para no dormir en todo un año, cuanto más en una noche.
 

Jan Snellinck, La Crucifixión con los dos ladrones, entre 1597 y 1638.
 

En sus adentros —detalla Cervantes— “pensó el huésped que el haberle llamado castellano había sido por haberle parecido de los sanos de Castilla, aunque él era andaluz, y de los de la playa de Sanlúcar, no menos ladrón que Caco, ni menos maleante que estudiantado paje”. Los “sanos de Castilla” eran, según el Vocabulario de Juan Hidalgo, los “delincuentes disimulados” (algo parecido a los “delincuentes de cuello blanco” actuales). En oposición a los “castellanos”, considerados gente honrada, se contraponía a los “andaluces” a quienes regularmente se les tenía por belitres, pillos y malvivientes, de manera especial a los que operaban en la playa de Sanlúcar, un lugar lleno de delincuentes y vagabundos. Para ratificar estas consideraciones sobre los andaluces, recordemos la sentencia del Estebanillo cuando relató la forma en que las mujeres andaluzas lo embaucaron y le menguaron su mercancía en las villas de Aguilar, Cabra y Lucena:
 

al andaluz, hacerle la cruz; a las andaluzas, para librarse de sus ingenios, les habían de hacer un calvario de ellas[4]
 

En el siguiente capítulo de la novela, Cervantes (I, 3) detalla aún más la biografía picaresca del ventero. Cuando dispone los elementos con que habría de armar caballero andante a don Quijote, refiere
 

que él, ansimesmo, en los años de su mocedad, se había dado a aquel honroso ejercicio [de la caballería], andando por diversas partes del mundo, buscando sus aventuras, sin que hubiese dejado los Percheles de Málaga, Islas Riarán, Compás de Sevilla, Azoguejo de Segovia, la Olivera de Valencia, Rondilla de Granada, playa de Sanlúcar, Potro de Córdoba y las ventillas de Toledo y otras diversas partes, donde había ejercitado la ligereza de sus pies, sutileza de sus manos, haciendo muchos tuertos, recuestando muchas viudas, deshaciendo algunas doncellas y engañando a algunos pupilos y, finalmente, dándose a conocer por cuantas audiencias y tribunales hay casi en toda España; y que, a lo último, se había venido a recoger a aquel su castillo, donde vivía con su hacienda y con las ajenas.
 

En efecto, los venteros vivían de sus bienes y de los ajenos y esta mala reputación era un precepto generalizado entre los viajeros de la España aurisecular. En el capítulo VI de la Vida de don Gregorio Guadaña (1644) se puede comprobar esta opinión común, cuando el personaje cuenta que, al salir de Carmona, su comitiva fue conducida a “una venta que saltea en Sierra Morena” y que
 

saliónos a recibir o a robar, que todo es uno, el ventero; descendiente por línea recta del mal ladrón, pero él era el mayor, y mejor de su linaje […] Era el príncipe de los salteadores, pues venía de caza con su arcabuz en la mano […] Al primero que saludó fue al escribano, y no sé si se conocían, ellos lo saben, y yo también. Doña Beatriz se desmayó de verle; el juez, dijo, de buena gana mandara yo colgar a este ladrón. El arbitrista respondió “el mundo se ha de perder por un ventero, si el Estado no los quita del mundo”. El filósofo replicó, “si nació debajo del signo de Mercurio, déjenlo”. El soldado, dijo, “por vida del Diablo, que estoy por hacer una buena obra al alma de este ventero sacándola de su mal cuerpo”.[5]
 

Había ventas de señalada mala fama. Como la de Viveros, que el Buscón tilda de “siempre maldita” y describe al huésped con una metonímica caricatura: “el ventero era morisco y ladrón, que en mi vida vi perro y gato juntos con la paz que aquel día”.[6] Y, como puede apreciarse por las palabras de Gregorio Guadaña, los venteros eran descendientes por línea recta de Gestas, el “mal ladrón”. Quevedo lo enfatiza con el canto del ventero Corneja:
 

Ventero murió mi padre
Satanás se lo llevó,
porque no piense el infierno
que hubo solo un mal ladrón.[7]
 

Por lo que respecta a la cruz que pusieron entre las ventas en el gracejo de la Floresta española, está claro que se trata de una “hic excomunicatur”, la leyenda implícita casi siempre por conocida que advertía de la excomunión fulminante a quienes aliviaban sus vejigas o sus vientres en el sitio donde se hallaba la cruz. Más que respeto, había un gran temor a los crucifijos callejeros aun cuando su figuración fuera simple e improvisada con cualquier almagre. Normalmente las cruces indicaban esta prohibición y otras veces señalaban el lugar donde había muerto alguien, como lo consigna Francisco Santos en la glosa transcrita en alguna de sus crónicas:
 

Aquí dio acero cruel
a un hombre muerte precisa,
y este epitafio te avisa
que ruegues a Dios por él…[8]
 

Pero debió ser más frecuente aún el uso de las cruces pintadas en las paredes para inhibir a los bellacos que defecaban en las calles. Recordemos la referencia del comendador Hernán Núñez en sus Refranes glosados:
 

“Pusiéronle cruz, porque no le measen.” (Como hacen en los rincones de casa de señores y de monasterios.)[9]
 

En el tercer capítulo de la Propalladia (1517), Bartolomé Torres Naharro hace una diatriba de Roma donde, a través de algunos de sus versos, nos deja atisbar el uso más común de las cruces que se ponían en las calles de otras ciudades europeas:
 

Veis, sin pena,
por Iglesias, más que arena,
“hic jacet, hic occultatur”;
cada calle mala e buena,
no hay pared que no esté llena,
de “hic excomunicatur.”[10]
 

Las paredes de una corrompida Roma que Torres Naharro llama “cueva de pecadores”, “escuela de pecar”, donde es “el oro siempre su Dios”, “la plata Santa María”, y otras lindezas, tenían llenas las paredes de cruces para ahuyentar a los transeúntes que gestionaban sus evacuaciones fisiológicas al aire libre.
 

Juan van der Hamen (atribuido), Francisco de Quevedo, mediados del siglo XVII. Instituto Valencia de Don Juan.
 

Por algunos testimonios, sabemos que también se llegaron a pintar imágenes de un San Antonio en llamas que representaba la “enfermedad de San Antón” como amenaza para disuadir las bellaquerías callejeras de los incontinentes que iban de paso. Se puede encontrar la prueba más convincente de esta costumbre en la frase de Gonzalo Correas y su glosa:
 

Pintar santantones en rincones y llamas. (Como en las escaleras de escuelas mayores de Salamanca, para amenazar al que se atreviere a mear en tal lugar.)[11]
 

Así, el chiste de los venteros ladrones colocados a izquierda y derecha, de una buena persona o de una cruz, a la manera de Dimas y Gestas, se extendió a otros oficios. Por ejemplo, en la miscelánea del manuscrito de Alonso de Fuentes se consigna la siguiente anécdota que exhibe las rapacerías que solían cometer los jueces:
 

Don Juan de Ulloa viendo ir a un caballero entre dos jueces díjole así:

—Así, señor, agora vais en vuestro lugar, entre dos ladrones.[12]
 

Con estas cruces conjuradoras de bellaquerías vayamos a un tiempo y a una geografía determinados: el ocho de febrero de 1618, la fecha en que se otorgó a don Francisco de Quevedo el hábito de Santiago. Fue un premio y una distinción que causaron enorme envidia en la república de las letras y, sin duda, la máxima expresión literaria de esa envidia se materializó en el cruento soneto que Góngora le asestó a don Francisco. El texto está lleno de donosas anfibologías, donde el cordobés comparó al madrileño con un peregrino que hace el camino de Santiago provisto de los arreos propios de un piadoso romero, pero aludiendo simultáneamente a la afición por el trago que padecía Quevedo y, con un vocabulario de tono popular, orientado hacia los paradigmas de la dipsomanía, se mofaba de su recién adquirido hábito de Santiago.
 

Cierto poeta, en forma peregrina[13]
cuanto devota,[14] se metió a romero,[15]
con quien pudiera bien todo barbero[16]
lavar la más llagada disciplina.[17]

Era su benditísima esclavina,[18]
en cuanto suya, de un hermoso cuero,[19]
su báculo[20] timón del más zorrero[21]
bajel, que desde el Faro de Cecina[22]

a Brindis,[23] sin hacer agua,[24] navega.
Este sin landre claudicante Roque,[25]
de una venera justamente vano,[26]

que en oro engasta, santa insignia aloque,[27]
a San Trago[28] camina, donde llega:
que tanto anda el cojo como el sano.[29]

Diego Velázquez, Luis de Góngora y Argote, 1622. Museo de Bellas Artes, Boston.
 

Quevedo habría movido bien sus cartas para alcanzar una meta que muy pocos hombres de la época consiguieron, y los más influyentes y ambiciosos como Rodrigo Calderón, el privado del duque de Lerma, la obtuvieron con muchísimos esfuerzos y cochupos. Las grandes sumas de dinero que Quevedo condujo desde Italia y el trabajo que desempeñaba al servicio del duque de Osuna, le valieron que el rey elevara la propuesta al consejo de órdenes para que se hicieran las averiguaciones pertinentes y se le concediera el hábito de Santiago. Era una facultad que los reyes españoles manejaron con habilidosa cautela política. Como sabemos, a partir de 1476, Fernando el Católico había obtenido el maestrazgo de la orden de Santiago de manos del papa Sixto IV. Muertes y renunciaciones de los maestres, gestiones diplomáticas y otros factores hicieron que las órdenes de Calatrava y Alcántara también cayeran en el control monárquico. Al margen de la ganancia política que la Corona española haya obtenido con esta prerrogativa, el rey tuvo el privilegio de proponer la concesión de los hábitos a todos aquellos hombres que, según su criterio, habían destacado en el servicio de la Corona. Así fue como alcanzó la cruz de Santiago aquel cortesano de nombre Antonio del Rincón que había servido al rey don Fernando como pintor de cámara. En premio de su notable habilidad (nos dice Palomino), el Rey Católico le concedió el hábito y el nombramiento de su ayuda de cámara.[30] Hizo una carrera notable de cortesano y se sabe que murió a la edad de cincuenta y cuatro años. Pero lo importante de este personaje es que, ante las envidias y las mofas de otros cortesanos y aludiendo a su apellido, el pintor solía decir al rey “su majestad me ha concedido la cruz para que no se meen en este Rincón”.

Esta facecia tiene un origen más conocido. En la Carta del bachiller de Arcadia al capitán Salazar, atribuible a Diego Hurtado de Mendoza, junto a otros despropósitos, el narrador le notifica a su corresponsal:
 

aquí se ha dicho por cosa cierta que su Majestad os quiere dar el hábito de Santiago sin que toméis el trabajo de hacer probanzas en recompensa de lo que habéis servido y de lo mucho que habéis trabajado en componer vuestro libro, tan lleno de doctrina y de tan bello estilo que acaban de proponerlo para enseñar por él a hablar a los mudos de la nación.[31]
 

Y lo conmina a aceptar el don que pretende darle el rey por el “enorme valor” de su crónica:
 

pillad vuestro hábito y advertid que cuando se lo dio la Reina Católica a Rincón el viejo, él dijo: “Su Alteza me ha hecho poner esta cruz porque no se meen en mí”.[32]
 

De aquí pudo haber salido, unos cien años después, la famosa letrilla de Góngora que parece referirse a otro personaje distinto al pintor y ayuda de cámara del rey Fernando el Católico:
 

A don Diego del Rincón,
cojo, ciego y corcobado
un hábito el Rey le ha dado
con encomienda en León.
Bien le vino al andaluz;
que en tal Rincón, cosa es clara,
que cualquiera se meara
si no le viera la cruz.[33]
 

Francisco Polanco, Santiago el Mayor, entre ca. 1633 y ca. 1665. Museo de Bellas Artes de Sevilla.
 

Volviendo a los méritos de Quevedo y aunque tenemos muchas incógnitas sobre los oficios que el poeta madrileño desempeñó para el duque de Osuna en los virreinatos de Sicilia y de Nápoles, hemos reunido una buena cantidad de indicios que revelan la importancia y la delicadeza de sus misiones diplomáticas. Por un lado, fungió como embajador de los parlamentos de Sicilia y de Nápoles en 1615 y 1617 para llevar los donativos de esos reinos para Felipe III, así como algunos regalos personales para el duque de Uceda, pero, por el otro, Quevedo sirvió en misiones secretas a don Pedro Téllez Girón para llevar a trasmano dádivas y cohechos destinados a algunos otros personajes de la corte con el fin de que apoyaran con acciones muy concretas la política beligerante de Osuna contra los venecianos. A finales de 1615 o principios de 1616, en una carta al duque, don Francisco se preciaba de traer tras de sí a toda la corte en espera del más mínimo beneficio:
 

A todos los tengo con esperanzas: hágoles gestos de dádivas; hablo palabras con barriga, preñadas; y sospecho que, si vuestra excelencia me envió treinta mil, le he de volver treinta mil y tantos […] juro a Dios que, con solo amagarles con los treinta mil, no me ha de quedar hombre en pie […] gran cosa es, aunque no se dé, saber que lo hay.[34]
 

Unas líneas antes, en la misma epístola, Quevedo le informaba a Osuna con crudeza y jactancia sobre el éxito que estaba adquiriendo su embajada en Madrid:
 

Ándase tras mí media corte, y no hay hombre que no me haga mil ofrecimientos en el servicio de Vuestra Excelencia, que aquí los más hombres se han vuelto putas, que no las alcanza quien no da […] Juro a Dios que parece que hay jubileo en mi casa, según la gente entra y sale: más séquito tengo yo que un consejo entero, y hame sido de grande autoridad y reputación el negociar.[35]
 

Se encontraba en su mejor momento político y parecía gozarlo sin barruntar siquiera que muy pronto, apenas cuatro años después, Osuna perdería sus privilegios, caería en desgracia y, muerto Felipe III, Olivares lo mandaría a prisión.

Mientras don Francisco se regodeaba, podemos atisbar lo que sucedía en la vida de Góngora por esos mismos días. No cabe duda que, como dice el proverbio latino, la buena suerte es compañera de la envidia.[36] Mientras don Luis acababa de llegar a la corte como capellán real (como “bufón a lo divino”, diría Quevedo), y suponía ingenuamente que la “capellanía de su majestad a quien los tutelares dan nombre de llave maestra a mayores ascendencias”[37] le daría satisfacción a sus expectativas, que eran apenas dos modestas pretensiones, una chantría en Córdoba que nunca consiguió y un hábito clerical para su sobrino, mientras le empezaban a desconsolar las antesalas de los potentados, don Francisco medraba en las más altas esferas de la política europea y traía a la corte comiendo de su mano. Junto a la gracia que Góngora solía desplegar para todo cuanto lo rodeaba, debió latir, en efecto, el rescoldo de una envidia que no se pudo silenciar y con ese sentimiento le escribió el famoso soneto del camino de “San Trago”. Y seguramente se rio mucho del “claudicante Roque” que, como el divino Gil Toribio de Villamediana, bebía hasta dejar el jarro sin gota, y con los dudosos pies que llevaba por la ciega noche, podía perder el paso y quedar “derribado por los humos del vino”, inconsciente en la calle. E imaginó, en un ingenioso acto de su chocarrería cordobesa, que la “santa insignia aloque”, la cruz colorada de Santiago que Quevedo llevaba en el pecho, lo mantendría a salvo de las bellaquerías, porque como había cantado en su letrilla de tiempos más felices, al verlo “cualquiera se meara / si no le viera la cruz”, tal como lo confirmaba el refrán consignado por Hernán Núñez: “pusiéronle cruz, porque no le measen”.

 

Bibliografía

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Cervantes, Miguel de, Don Quijote de la Mancha, Barcelona, Crítica, 2001.

Correas, Gonzalo, Vocabulario de refranes y frases proverbiales, ed. digital de Rafael Zafra. Pamplona, Universidad de Navarra, Edition Reichenberger, Kassel, 2000.

Fradejas Lebrero, José, Más de mil y un cuentos del siglo de oro, Universidad de Navarra-Iberoamericana Vervuert, 2008.

Góngora, Luis, Obras completas, Madrid, Aguilar, 1972.

González, Esteban y Luis Vélez de Guevara, Vida y hechos de Estebanillo González, en Obras en prosa festivas y satíricas de los más eminentes ingenios españoles, Barcelona, Narciso Ramírez, 1862.

González Maya, Juan C., “De Cruce Christi representationes in Aureum Saecolum: Valencia, Patón, Calderón, et alii”, en Hispania Sacra, LXVIII, núm. 138, julio-diciembre 2016, pp. 631-641.

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Palomino, Antonio, El museo pictórico y escala óptica, t. I, Theorica de la pintura, en que se describe su origen, essencia, especies, y cualidades, con todos los demás accidentes, que la enriquecen, e ilustran. Y se pruevan, con demonstraciones methematicas, y filosoficas, sus mas radicales fundamentos, Madrid, Lucas Antonio Bedmar, 1715.

, El museo pictórico y escala óptica, t. II, Noticias, elogios y vidas de los pintores, y escultores eminentes españoles, Madrid, Juan García Infanzón, 1724.

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Persio, Aulo Persio Flacco, traduzido en lengua castellana, por Diego López…, Burgos, Juan Baptista Varesio, 1609.

Quevedo, Francisco de, “Entremés de la venta”, en Obras escogidas de D. F. de Quevedo y Villegas, colección de los mejores autores españoles, t. XXVII, París, Baudry, Librería europea, 1842.

, Epistolario, México, CNCA, 1989.

, Historia de la vida del buscón llamado don Pablos, ejemplo de vagabundos y espejo de tacaños, Madrid, Castalia, 2001.

Real Academia Española, Diccionario de la lengua castellana, Madrid, Francisco del Hierro, 1726. (Diccionario de Autoridades, DA).

Santa Cruz de Dueñas, Melchor de, Floresta española de apotegmas o sentencias, sabia y graciosamente dichas, de algunos españoles, Madrid, Juan de Castro, 1576.

Santos, Francisco, Día y noche de Madrid. Discursos de lo más notable que en él pasa, en Tesoro de novelistas españoles antiguos y modernos, París, Baudry, Librería europea, 1847.

Torres Naharro, Bartolomé, Propalladia, Nápoles, Juan Pasqueto de Sallo, 1517. I
 

Ejemplar de Floresta española, de apotegmas o sentencias, sabia y graciosamente dichas, de algunos españoles, edición de 1607. Imagen procedente de los fondos de la Biblioteca Nacional de España.

 

*Investigador del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.

 

Inserción en Imágenes: 21 de junio de 2022.

Imagen de portal: Portada de Floresta española, de apotegmas o sentencias, sabia y graciosamente dichas, de algunos españoles, edición de 1614. Biblioteca Nacional de la República Checa 

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[1] Agradezco las orientaciones del profesor Ignacio Arellano, director del GRISO (Universidad de Navarra), para completar la información que utilicé en este texto.

[2] Floresta española de apotegmas o sentencias, sabia y graciosamente dichas, de algunos españoles, de Melchor de Santa Cruz de Dueñas, Madrid, Juan de Castro, 1576, p. 90v. La primera edición es de Toledo, 1574. Hay otra edición de ese mismo año en Salamanca, Pedro Lasso, 1574. Hay una edición más de esta misma imprenta de 1592. Hubo muchas ediciones dentro y fuera de España, como las de Bruselas, 1598 y 1605.

[3] Las anécdotas y los refranes sobre sus timos son muy numerosos y podrían hacer una nutrida antología de la literatura picaresca española de los siglos de oro.

[4] González y Vélez de Guevara, Vida y hechos de Estebanillo González, p. 52.

[5] Henríquez Gómez, El siglo pitagórico y vida de don Gregorio Guadaña, p. 100.

[6] Quevedo, Historia de la vida del buscón llamado don Pablos, ejemplo de vagabundos y espejo de tacaños, pp. 103-104. El juego de Pablos consiste en dos conocidas equivalencias coloquiales: “morisco” (perro) y “ladrón” (gato).

[7] Íd., “Entremés de la venta”, p. 477.

[8] Santos, Día y noche de Madrid. Discursos de lo más notable que en él pasa, en Tesoro de novelistas españoles antiguos y modernos, p. 119.

[9] Hernán Núñez, p. 92.

[10] Torres Naharro, Propalladia, cap. III.

[11] Correas, Vocabulario de refranes y frases proverbiales. Ver el núm. 181380. La idea de evitar con imágenes sagradas atemorizantes que los viandantes evacuaran sus excrementos en los rincones apartados o en las calles oscuras o poco transitadas, viene de muy lejos, entre los grecolatinos ya existía. Los comentaristas de estos hechos refieren a la primera sátira de Persio, quien alude a pintar dos serpientes (pinge duos anges) para sacralizar un lugar (sacer est locus) y evitar que faxit oletum… El traductor y comentarista Diego López dice que “entendamos, que es lugar sagrado, porque la culebra era dedicada al dios Genio, en cuya figura decían los antiguos, le veían muchas veces. O también, porque era consagrada al dios Esculapio, inventor de la medicina, pues dice Persio, no quieres que orine en tus versos, y me ensucie en ellos, pinta dos culebras para que demuestren que es lugar sagrado, extra mejite, orinad fuera. Véase, Aulo Persio Flacco, traduzido en lengua castellana, por Diego López…, pp. 52-53.

[12] Lebrero, Más de mil y un cuentos del siglo de oro, p. 203.

[13] En forma “peregrina”, es decir “extraña”, “única”, “singular”. Obviamente se refiere a que va ataviado como Santiago peregrino, una advocación que alterna con “Santiago matamoros” y “Santiago apóstol”.

[14] “Devota” de “devoción” y “de bota” porque llevaba su cantimplora o bota de vino. La cantimplora de los peregrinos de Santiago es parte importante del arreo y se solía representar con una calabaza horadada.

[15] “Romero” o “peregrino”, alguien que marcha en una procesión hacia un santuario. También alude al “romero” como planta medicinal que se utilizaba para curar las llagas.

[16] Los barberos también hacían trabajos de cirujanos y de curanderos; hacían sangrías y aplicaban sanguijuelas.

[17] En las procesiones solía haber “disciplinantes”, es decir, romeros penitentes que se iban lacerando las espaldas con alguna penca hasta hacerse llagas. De ahí que interviniera el barbero para lavar la disciplina (la herida causada por los azotes) “más llagada”. Lavaba las heridas con una infusión de romero y con vino.

[18] La esclavina es la túnica de cuero que viste a los penitentes. Pero era “benditísima” porque los bebedores suelen bendecir los jarros del vino que se van a beber.

[19] La esclavina era de cuero, pero como se trata de la prenda de Quevedo, era “de un hermoso cuero”, el chiste radica en que “cuero” significa “borracho”. Alguien que había bebido mucho vino era un “verdadero cuero”, porque el vino se almacenaba en cueros como los que acuchilló don Quijote (I, 35).

[20] El báculo es otro instrumento importante en los enseres del peregrino. Lo hace equivalente al timón de un pesado bajel que se quedó rezagado entre la flota.

[21] “Zorra”, dice el Diccionario de Autoridades, “llaman asimismo en estilo familiar la borrachera”. Y “zorrero” “se aplica a la embarcación pesada en la navegación; y que por eso sigue con dificultad a las otras”. El “más zorrero bajel” es el que se atrasa y se queda al final de la flota.

[22] El “Faro de Cecina” por el “Faro de Mesina”, una ciudad importante de Sicilia que está situada frente a Calabria y forma con ésta el estrecho de Mesina. La cecina o carne salada de algún animal corriente se utilizaba en las tabernas para instigar la sed de los parroquianos.

[23] Bríndisi, una ciudad portuaria situada casi a la entrada del Adriático.

[24] Tomando en cuenta los sentidos que podía tener la frase en aquellos años, “hacer agua el navío” es que se le meta el agua al barco, pero también “hacer aguas” es “frase que usan los muchachos en las escuelas o estudios para pedir licencia para ir a orinar” (Aut.). Hay otro sentido “hacer uno agua” significaba “metafóricamente jactarse y hacer vanidad o vanagloriarse” (Aut.). Tal vez el sentido que más le acomoda al sujeto que va del brindis a la cecina, bebiendo vino, es el segundo, porque bebe o navega de una a otra parte sin “hacer agua”.

[25] San Roque tenía poco tiempo de haber sido canonizado (1584), era peregrino y por tanto protector de los peregrinos. Tenía la pierna izquierda llagada (con landre), de ahí que fuera “claudicante” (caminaba cojeando). Quevedo también era cojo y patizambo, aunque no tenía llagas en las piernas y su cojera, según Góngora, se acentuaba con el consumo del vino. En otro soneto (“Anacreonte español, no hay quien os tope”), don Luis dice que tiene “pies de elegía” (los dísticos elegiacos se conforman de un exámetro y un pentámetro).

[26] Otro de los enseres propios del peregrino de Santiago es la venera. Casi siempre una concha de almeja o vieyra en el sombrero. En la iconografía del Santo también aparece la venera en el pecho, en un escapulario o en un morral de viajero colocado hacia adelante. Los peregrinos que hacían el camino de Santiago, solían comprar conchitas de moluscos y las llevaban de vuelta como recuerdo de su viaje.

[27] La cruz de Santiago, de color rojo heráldico (gules), apuntada como si fuera una espada, con el puño rematado en pomo de hoja y el arriaz o cruz o guarda terminada con flor de lis en sus extremos, es la “santa insignia aloque”, por el color parecido al vino “clarete” o, como se decía entonces, “aloque”, una mezcla de vino tinto y vino blanco.

[28] San Trago por Santiago.

[29] Gonzalo Correas comenta este dicho en el refrán 4416: “El camino de Santiago, tanto anda el cojo como el sano”, y se dice que “en cosas de virtud tanto puede el flaco como el esforzado”. Correas agrega “sacamos esta moralidad: que los flacos y de menos poder, con su poco a poco y con industria y maña, pasan y hacen tanto como los poderosos, a lo menos con Dios”.

[30] Palomino, El museo pictórico y escala óptica, t. I, Theorica de la pintura, en que se describe su origen, essencia, especies, y cualidades, con todos los demás accidentes, que la enriquecen, e ilustran. Y se pruevan, con demonstraciones methematicas, y filosoficas, sus mas radicales fundamentos. Tomo primero, Libro Segundo, párr. IV, p. 152. Y en “Noticias, elogios y vidas de los pintores, y escultores eminentes españoles”, Tomo tercero, p. 235.

[31] Hurtado de Mendoza, Carta del bachiller de Arcadia y respuesta del capitán Salazar, p. 31. El editor se pregunta si se refiere al pintor de los Reyes Católicos, sin mencionar el nombre, pero más adelante cita la letrilla de Góngora donde el poeta cordobés lo llama Diego del Rincón.

[32] Idem.

[33] Góngora, Obras completas, “Letrillas atribuibles”, XLIV, p. 438.

[34] Quevedo, Epistolario, México, CNCA, 1989, p. 142.

[35] Idem.

[36] Eminentis fortunae comes invidia.

[37] Góngora, epístola dirigida a fray Diego de Mardones, 4 de julio de 1617. “Epistolario”, pp. 901-902.