Las mujeres fatales

Arnulfo Herrera*
arnulfoh8@yahoo.com.mx

 

A Citlalli, la viajera

 

Alexandre Cabanel (1823-1889), Cleopatra (estudio), s/f, óleo/tabla. Museo de Bellas Artes de Béziers, Francia.

HABRÍA QUE SEÑALAR, PRIMERO, que las mujeres fatales o vampiresas pertenecen a la cultura urbana. Y no es que en los ambientes pastoriles, entre los elementos propios del campo, no puedan surgir este tipo de mujeres. Recordemos tan solo, para poner un ejemplo ilustre traído de la literatura bucólica, a la pastora Marcela, hija de Guillermo el Rico, que tenía perdidos detrás de sí a muchos hombres y causó la muerte del joven Crisóstomo en la primera parte del Quijote.[1] Porque una mujer de éstas, portadora de un amor que consume la vida si se da, y mata si se niega, pude surgir en el momento menos esperado y puede hallarse casi en cualquier sitio de nuestro anchuroso mundo. Claro que, como todo invento artístico, la literatura pastoril es una creación citadina, atribuida al alejandrino Teócrito[2] y cultivada por el refinamiento de las sociedades altamente urbanizadas, surgida acaso de la nostalgia por la vida modesta, la candidez, la pureza y la sinceridad atribuidas a los hombres del campo, características que supuestamente no tiene el comercio hipócrita de la vida citadina o cortesana.

Las Cleopatras, Salomés, Dalilas, Circes, Medeas, Lesbias, Mesalinas o Lucrecias no son exclusivas de una época ni de una nación, son más bien creaciones míticas del imaginario masculino, de esa mitad del mundo que tradicionalmente ostenta el papel de depredador sexual y que, yendo por su presa, resulta cautivado con las artes de la seducción y luego enajenado y degradado en su humanidad para, finalmente, ser devorado o consumido por las diferentes formas en que concluyen las pasiones mal llevadas.[3] La pasividad asesina de las mujeres disfrazadas de presas o la irresistible agresividad de las que son abiertamente activas y andan ataviadas con pieles de fieras, aparecen desde la más remota antigüedad, en la historia, en la literatura y en el arte de todas las sociedades patriarcales. Sin embargo, el momento histórico más álgido de la codificación de estos mitos se dio en el mundo occidental a partir de la segunda mitad del siglo xix. Francia, Inglaterra, Alemania, Bélgica, Holanda, Rusia, los países nórdicos y los países latinoamericanos cultivaron el gusto morboso por los amores letales de las mujeres que encarnaban de distintos modos a estas vampiresas. La abundante proliferación de las imágenes que contenían alusiones a estos mitos nos obliga a colegir que realmente hubo algo de enfermizo y obsesivo en la cultura finisecular. Preparados por el romanticismo, los caminos que recorrió este sentimiento social se transformaron de una forma asombrosa. Desde la Carlota de Goethe que indirectamente conduce a Werther al suicidio (1774) hasta la fantástica Aurelia de Nerval (1855) y de ésta hasta la histórica Salambô de Flaubert (1862), la corrompida Wanda von Dunajew de Sacher-Masoch (1870) y más tarde la agresiva Salomé de Beardsley (1893), la pervertida Circe de Félicien Rops (1897) o la lasciva Judith de Klimt (1901), observamos una línea que se tiende desde la afectividad equivocada hasta el morbo y la perversión, desde la pasión amorosa hasta la más cruda sexualidad, desde las pequeñas averías funcionales de la mente hasta las patologías más monstruosas e inconfesables de la intimidad; para decirlo en términos de movimientos artísticos, desde el romanticismo hasta el simbolismo.
 

Gerard van Honthorst (1590-1656), Sansón y Dalila, ca. 1615, óleo/tela. Museo de Arte de Cleveland, Ohio.

Todo este ambiente que hoy podemos apreciar gracias a las artes plásticas y la literatura tenía en realidad un trasfondo social muy directo. Hacia 1870 se inició la década de la “Gran depresión”. Los países industrializados estaban viviendo una recesión que los llevaría a una intensa búsqueda de mercados para sus productos más allá de los lugares tradicionales. La colonización de Asia, África y Oceanía se encontraba en todo su apogeo. En aquellos tiempos resultaba mucho más fácil hacer la guerra y anexarse los territorios de las naciones débiles, que invertir grandes capitales para el desarrollo de las economías locales y convertirlos en proveedores de mano de obra barata, exportadores de materias primas y potenciales consumidores. Por otro lado, la revolución industrial había creado inmensos ejércitos de obreros y de desempleados que comenzaron a organizarse y a luchar por los derechos más elementales. La importancia de este numeroso sector propició que las diversas doctrinas socialistas los involucraran en los roles protagónicos de la historia como redentores de la humanidad. La organización obrera permitió que las mujeres también participaran de manera formal en el trabajo asalariado y que se les empezara a ver fuera del ámbito tradicionalmente reservado para ellas: el hogar. Con la industrialización de las sociedades, el crecimiento de la población urbana aumentó de manera considerable. Si las ciudades europeas habían venido creciendo desde el siglo xvi gracias al auge comercial del Mediterráneo y la expansión de los viajes marítimos, en el xix el incremento fue desmesurado por la demanda de obreros y por el consiguiente desarrollo de los sectores de servicios. La “acumulación originaria de capitales” no sólo propiciaba que los siervos se integraran a la industria, sino también los pequeños propietarios de tierras que acababan paulatinamente desposeídos. El tránsito del campo a la ciudad se fue acelerando desde finales del siglo xvi y se volvió escandaloso al finalizar el xix. No se puede comparar el tamaño de una ciudad renacentista, por muy importante y activa que fuera, con una ciudad de la era del progreso que en promedio podía ser entre diez y veinte veces mayor. Claro que este crecimiento condujo a problemas y necesidades de todo tipo: obras de infraestructura urbana (vivienda, iluminación nocturna, drenaje, caminos y mantenimiento de los caminos, transporte), provisión de agua y alimentos, prevención de delitos, orden y policía, salubridad, etcétera. La prostitución, usualmente confinada en zonas marginales, durante la segunda mitad del siglo xix creció también de manera alarmante hasta invadir los espacios públicos más respetables. Producto del crecimiento urbano y de la miseria en que vivían las clases desprotegidas, entre las que destacaban los recién emigrados del campo, la prostitución encontró un aliciente en la crisis moral de la época. Los valores tradicionales estaban cediendo su lugar a las nuevas perspectivas del mundo, y la misma religiosidad que otrora dominara la vida cotidiana, pasaba a un plano secundario o desaparecía por completo en los círculos de los científicos y de los intelectuales humanistas. “Nadie tiene hoy su fe segura” exclamaría José Martí[4] en una frase que denota el desfallecimiento de las creencias religiosas, pero también la nostalgia de una seguridad cósmica perdida. A su vez, el incremento de la prostitución era síntoma de otras patologías sociales, fundamentalmente de la pobreza, pero llevaba consigo una serie de males aledaños: el alcoholismo, las drogas, el juego, el desenfreno, la criminalidad, y la propagación de las enfermedades venéreas, especialmente la sífilis que causó un inmenso número de víctimas y el pavor incontrolable de todos los sectores de la sociedad. Los decimonónicos temieron a la sífilis como temieron a la tuberculosis, aunque debido a las limitaciones de las ciencias médicas, terminaron aceptándolas con la resignación propia de los males que, sin mediar un milagro, no tenían cura. Las adicciones, principalmente al alcohol, también causaron estragos en la población urbana, aunque éstas no fueron vistas como enfermedades sino clasificadas entre los vicios que, como el apego a las mujeres malas, destruyen la voluntad del hombre y lo aniquilan.

Hay otro factor de importancia que colaboró en el surgimiento del culto a las vampiresas: los movimientos feministas (algunos muy furibundos) y la reacción antifeminista de muchos pensadores encabezados por los filósofos Schopenhauer (1788-1860) y Nietzche (1844-1900).

Erika Bornay, en su sugerente libro Las hijas de Lilith, hace una buena síntesis de la forma en que todos estos fenómenos sociales contribuyeron al mito de la mujer fatal, citémoslo para una primera recapitulación:

a) Temor del hombre al nuevo papel de la mujer en el trabajo y en la vida pública.

b) Alarma y desconfianza ante los movimientos feministas.

c) Relieve y presencia en la sociedad de las prostitutas, cuyo número y extensión se reveló como un fenómeno no sólo inquietante, sino también desconocido hasta esa fecha.

d) Un acentuado temor a las enfermedades venéreas, especialmente a la sífilis, que se propagaba alarmantemente como consecuencia de la práctica de las relaciones extramatrimoniales y de la prostitución.

e) Y, como consecuencia y colofón, la influencia de unas teorías de carácter profundamente antifeminista... que intentaron racionalizar y dar “autoridad” socio-filosófica y científica a aquellas reacciones y actitudes masculinas misóginas.[5]
 

Eugène Cyrille Brunet, Mesalina, 1884, mármol. Museo de Bellas Artes de Rennes, Francia. Foto: Caroline Léna Becker/Wikimedia Commons.

 

Hans Dammann (1857-1942), Salomé, ca. 1913, escultura.

Tal vez no haya un siglo con ejemplos más ilustres de irregularidad femenina que el siglo xix. Sólo por hacer memoria, mencionemos unas cuantas de aquella pléyade de astros que deshonraron a sus maridos y que sin embargo la fama no tuvo más que admiración y elogios para ellas. Podríamos empezar con la mujer de Bonaparte, Marie-Josèphe Rose Tascher de la Pagerie, la célebre Josefina, que integró, junto con madame Tallien o Teresa Cabarrús, el dueto de las “Maravillosas”, “Nuestra Señora de las Victorias” y “Nuestra Señora de Termidor”, respectivamente, y que engañaron a sus maridos y a sus amantes cuantas veces pudieron. Debieron haber sido muy hermosas puesto que durante una época se les consideró las mujeres más cortejadas de Francia. Decía el compositor Auber de madame Tallien que, cuando penetraba a un salón, penetraban con ella el día y la noche; el día para ella y la noche para las demás mujeres.

Existen muchas más, entre las que destacan las amantes de los escritores. Pauline de Beaumont, la amante de Chateubriand, luego desdeñada y finalmente engrandecida con un mausoleo que le costó al escritor toda su fortuna; lady Carolina, vizcondesa de Melbourne, amante de Lord Byron; la lánguida Elvira, amante de Lamartine; la condesa de Houdetot, Elizabeth Sophie, que había sido la musa de Rousseau en La nueva Eloísa y en Las confesiones, y que fue amante del poeta Saint-Lambert; la maternal Laura de Berny, educadora y protectora de Balzac; la desinteresada y amorosa actriz Marie Dorval, amante del desdeñoso De Vigny y luego de Dumas; la escritora Louisse Colet, temperamental y comprensiva para con el arte de Gustave Flaubert; madame Biard (Léonie d’Aunet), la esposa del pintor August Virad, quien la demandó y la encarceló por haberla descubierto en adulterio con Víctor Hugo, y la otra, la abnegada Juliette Drouet, amante del mismo Víctor Hugo durante cincuenta años... La lista en este rubro de mujeres ligadas a la vida de los escritores puede hacerse inmensa, pero no tanto como la de las mujeres que estuvieron ligadas a los políticos: desde Jeanne Bécu, la condesa Du Barry, amante de Luis xv, hasta Virginia Oldoini Castiglione, condesa de Verasis di, amante de Napoleón iii, pasando por mademoiselle Marguerite George (Joséphine Wymer), amante de Napoleón y del zar Alejandro, entre otras celebridades, y por la inquietante lady Hamilton, querida del almirante Nelson, la lista parece infinita. Estamos en el siglo de “las hijas de Lilith”, donde la vida privada se iluminaba con los reflectores de la vida pública y donde, al parecer, nada se escondía a los ojos de los hechos que conformarían la historia. Tal vez las mujeres independientes, las que destacaron por sus propios méritos en el mal –recordemos que no estamos hablando para nada de las mujeres virtuosas–, las que no estuvieron asociadas a los grandes hombres, constituyan el tipo social más cercano a la mitología de la mujer fatal. Para sólo mencionar unos cuantos ejemplos, casi extraídos de la nota roja, recordemos a la condesa Lara (Eva Cattermole), escritora, asesinada por uno de sus numerosos amantes; la estafadora Mariana Clarke; Jenny Colon, la actriz y cantante que sirvió de inspiración a Nerval (ella sí, buena, aunque el fanatismo esquizofrénico de su admirador, no); Elizabeth Charrière, cabeza de un salón literario, que “no podía vivir ni con amor ni sin amor”; la baronesa de Feuchères (Sophie Dawes), quien desde los más humildes orígenes llegó a acumular una gran fortuna gracias a su pericia para despertar la generosidad de sus amantes; la señora de Pouch-Lafargue (Marie Fortunée Capelle), envenenadora de dudosa inocencia; la actriz y aventurera Lola Montes, de quien se cantaba la copla:

Tiene en sus ojos puñales
Y va matando con ellos
A los hombres más cabales.

Y tantas otras que, por su extraordinario carácter, merecen mucho más que los adjetivos que de pasada les vamos dejando.

Como mujeres hermosas, tanto virtuosas como casquivanas, existen en todas partes, es necesario suponer que también en México hubo muchas de ellas. Quizás estén ocultas por esa forma tan almidonada con que los liberales construyeron la historia patria y mantuvieron tras bambalinas la doble moral de políticos y artistas, muchos de los cuales engrosaron la lista de próceres. Pero México no escapó a ningún influjo extranjero, mucho menos al francés que logró imponer una corte y un imperio. Por lo tanto, es lícito suponer que en este contexto habitaron las vampiresas mexicanas cuyos nombres y milagros están por descubrirse.[6] Porque si nos atenemos a las dos mujeres más conocidas del siglo xix, como son María Ignacia Rodríguez de Velasco (alias la Güera Rodríguez) y Rosario de la Peña, caeremos en la cuenta de que estaban muy distantes de este tipo social. Dicho sea esto sin menoscabo de su belleza, de su personalidad y de su éxito con los hombres de su tiempo.
 

Pierre-Paul Prud'hon (1758-1823), Retrato de la emperatriz Josefina, 1805, óleo/tela. Museo del Louvre.

De la Güera Rodríguez es difícil creer toda esa cantidad de patrañas que Artemio de Valle Arizpe le atribuyó. En todo caso, no era una mujer mala. Se conjuntaron en ella la belleza, la fogosidad y la simpatía. Sus maridos la gozaron y no tuvieron ni la fuerza ni el carácter para impedir que buscara los brazos de otros amantes. Pero jamás se convirtió para ellos en la arpía que les chupó la existencia. Tampoco es posible que entre estos amantes figuraran notables próceres como el barón de Humboldt, el canónigo y bibliógrafo Beristáin y el jovencísimo Simón Bolívar; entre estos supuestos hechos y la probable realidad, hay bastante distancia para el sentido común. De Iturbide y de los otros todo puede creerse, pero no de estos respetables hombres, uno de los cuales era conocido homosexual y el otro clérigo reaccionario de alta jerarquía. Parece mentira que haciéndola casi heroína de la Independencia (la Güera estaba bien metida en la conspiración de Hidalgo), don Artemio hubiera podido ligarla a Beristáin y luego a Iturbide. Claro que Iturbide pudo estafar a todo el mundo y tal vez haya podido engañar también a doña Ignacia.

De Rosario de la Peña tampoco puede decirse que haya entrado al selecto grupo de mujeres vampiro. Si, entre otros, el viejo Nigromante y Manuel Acuña le dedicaron algunos de sus poemas, si la admiraron y tal vez la amaron con resignada desesperanza, su negativa no fue causa de sufrimientos y ostentosos suicidios. Sabemos que Acuña se mató por otra dama y que sus tendencias suicidas tenían antecedentes familiares. En cuanto a Ignacio Ramírez, hizo lo que pudo para conquistarla, si no es que sólo apostó a las exageraciones de una galantería que muchos escritores actuales quieren ver como los desfiguros de un anciano sátiro que va detrás de una ninfa a la que jamás alcanzaría. “Buen intento” fue el álbum que confeccionó para que todos los admiradores de Rosario de la Peña consignaran las ideas y sentimientos que les suscitaba: “Ara es este álbum / esparcid cantores, / a los pies de la Diosa / incienso y flores”. Y después de la conminación que muchos poetas seguirían gustosos, el propio Nigromante dejó ver su coraje de Tenorio jubilado en un magnífico soneto cuyo tópico no ha sido frecuente en la literatura de lengua española[7] y que le ha valido al poeta su inclusión en todas las antologías de la poesía mexicana:

¿Por qué, Amor, cuando expiro desarmado,
De mí te burlas? Llévate esa hermosa
Doncella tan ardiente y tan graciosa
Que por mi oscuro asilo has asomado.

En tiempo más feliz, yo supe, osado,
Extender mi palabra artificiosa
Como una red, y en ella, temblorosa,
Más de una de tus aves he cazado.

Hoy, de mí, mis rivales hacen juego,
Cobardes, atacándome en gavilla,
Y, libre yo, mi presa al aire entrego;

¡Al inerme león el asno humilla!
Vuélveme, Amor, mi juventud, y luego
Tú mismo a mis rivales acaudilla.

Como quiera que sea, Rosario no le deshizo la vida a ninguno de nuestros próceres literarios. En cambio, es seguro que no tuvo una vida amorosa feliz o exitosa. Su novio (un militar, Juan Espinosa de los Monteros) murió a finales de 1868 en un duelo; en 1874, Rosario conoció al poeta Manuel María Flores con quien tendría unos amores imposibles porque él estaba sifilítico después de haber amado a más de medio centenar de mujeres. Rosario de la Peña no es, por tanto, una de estas vampiresas que dejaron en ruinas a los hombres después de un atormentado sufrimiento psíquico y una vergonzante agonía social, no es Doña Diabla, el personaje que setenta y tantos años más tarde encarnó en María Félix como si hubiera sido su álter ego. Estas sirenas, mitad fantasía artística (o deseo inconsciente de una masculinidad medrosa), mitad carne diabólica de mujer, debieron surgir en México como surgieron en otros países aun cuando no haya quedado un testimonio literario refulgente de su paso por el siglo.
 

Gustav Klimt, Judith I, 1901, óleo/tela. Galería Belvedere, Viena, Austria.

Las mujeres fatales fueron encumbradas en las fantasías oníricas de los románticos (que gustaban de exaltar sus pesadillas), y siguen existiendo en nuestros días porque no son el producto de una moda superada, sino el depredador natural de los tenorios en las sociedades patriarcales. Andan por el mundo paseando su temible humanidad a sabiendas de que nada ni nadie se les puede resistir.

 

*Investigador del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.

 

Inserción en Imágenes: 31.07.14.

Imagen de portal: Angelica Kauffmann, Circe seduciendo a Ulises, 1786.

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[1] Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, Barcelona, Planeta, 1980, pp. 112-126 (Cap. xii).

[2] Siglo iii a. de C. Se puede decir que los tópicos campiranos ya están en Homero y en Hesíodo, pero el género bucólico, con todas sus artificiosas convenciones, como escenario amoroso, se da con Teócrito, donde la vida pastoril está muy lejos del realismo que pudo tener entre los poetas épicos.

[3] También este tópico ya está en la Odisea (Rapsodia x). Circe transforma en cerdos a los hombres de Ulises, lo cual significó para los renacentistas que, como la gran puta, los hacía revolcarse en su lujuria y los degradaba a la más baja condición de animales. Sólo Odiseo, con la ayuda de la hierba “molly” que le dio Hermes y los consejos de Atenea, logró quedar inmune a los encantos de Circe. No obstante, le fue imposible desprenderse de ella de inmediato; cohabitó con la bruja durante casi un año sin padecer el apego amoroso y logró que la hechicera le diera la clave para descender al Hades y consultar a Tiresias.

[4] Prólogo a “El Poema del Niágara”, de Juan Antonio Pérez Bonalde, Nueva York, 1882. Reproducido en la Revista de Cuba, t. XIV, 1883. En Obras Completas, t. 7, pp. 223-238. Véase, http://www.josemarti.info/libro/prologo_poema_niagara.html.

[5] Erika Bornay, Las hijas de Lilith, Madrid, Cátedra, 1995, pp. 16-17.

[6] Carlos Monsiváis señala que México tenía, al finalizar el siglo xix, uno de los primeros lugares en el rubro de la prostitución: “En el capítulo de la prostitución, México inaugura el siglo si no con récord mundial, sí con posiciones ventajosas. (120 de cada mil mujeres entre los 15 y los 30 años son prostitutas inscritas. Eso sin tomar en cuenta las laborantes clandestinas, y sobre todo desentendiéndose del hecho de que la mayoría de las sirvientas domésticas son prostitutas ocasionales. En 1900 hay 128 criadas por cada mil mujeres).” Véase la crónica “II. En donde el complemento sagrado del héroe, la pasión heroica, se presenta vestida de prostituta”, en “Agustín Lara. El harem ilusorio”, Amor perdido, México, Era, 1977, p. 66.

[7] Sólo recordamos el soneto del divino Francisco de Figueroa (1530-1588) que tiene un tema idéntico pues el Nigromante también había quedado viudo cuando empezó su cortejo a Rosario: “Déjame en paz, Amor, ya te di el fruto / de mis más verdes y floridos años, / y mis ojos ligeros a sus daños / pagaron bien tu desigual tributo. / No quiero agora yo con rostro enjuto, / sano y libre cantar mis desengaños, / ni por alegres y agradables paños / trocar tu triste y congojoso luto. / En llanto y en dolor preso y cargado / de tus antiguos hierros, la jornada / quiero acabar de mi cansada vida. / Mas no me des, Amor, nuevo cuidado / ni pienses que podrá nueva herida / romper la fe que nunca fue doblada.”