Los relojes literarios

Arnulfo Herrera*
arnulfoh8@yahoo.com.mx

 

A Ignacio Arellano
 

Guido Cagnacci, Alegoría de la vida humana, siglo XVII.
 

MUY POCOS MEXICANOS desconocen el bolero de Roberto Cantoral (1935-2010) que actualiza un subgénero poético cuyo contenido tópico denominamos en los estudios literarios impertinens relox. Un ejemplo de gran alcurnia teatral está en Shakespeare: Romeo y Julieta deberán separarse al amanecer y el molesto reloj (representado por el rumor de las aves y el inminente esclarecimiento del cielo nocturno) les advierte a cada momento que la hora se acerca o que ya es llegada.[1] Casi siempre la presencia de esta máquina de medir el tiempo está implícita en la voz de otra ave: el canto del gallo, que también tiene la capacidad de disipar los fantasmas de la noche que asustan a Hamlet y a todos los miedosos. Como sea, el canto del gallo o los murmullos de las aves son un reloj natural que anuncia el arribo de la mañana y con ella la inexorable separación de los amantes. Claro que en la tragedia de Shakespeare vendrá otra vez, al renovarse la noche, la posibilidad de que los jóvenes amantes vuelvan a encontrarse, así sea furtivamente; en cambio, en la canción de Roberto Cantoral aparece un misterioso impedimento que cancela la ocurrencia de una nueva reunión de la pareja.
 

Reloj no marques las horas
Porque voy a enloquecer;
Ella se irá para siempre
Cuando amanezca otra vez.

Nomás nos queda esta noche
Para vivir nuestro amor
Y tu tic-tac me recuerda
Mi inevitable dolor.[2]
 

El éxito de esta melodía popular debe hallarse en el entrañable ingrediente neorromántico que tanto suele atraer a las almas cursis de las masas. El sentimiento trágico socava las miserias cotidianas, sublima los ocios y se regodea con los amores truncos creados por una fantasía masoquista explotada sin cuartel por la publicidad que difunden los medios de comunicación. Esos fantasmas bufos (por falsos) de la imposibilidad amorosa recreados por el pueblo descienden directamente del más genuino Werther, o tal vez de más atrás; como nos ha enseñado Denisse de Rougemont (El amor en Occidente, 1938) de Tristán e Isolda, pareja condensadora de las terribles frustraciones de otras parejas anteriores a Romeo y Julieta: Eos y Titón, Píramo y Tisbe, Hero y Leandro, Orfeo y Eurídice, Adonis y Afrodita, Abelardo y Eloísa y tantos otros que se pierden en la multitud de relatos creados a lo largo de la historia cultural europea, especialmente en el Romanticismo. Estos héroes trágicos condimentan de sal a la separación, ya sea por la muerte accidental de alguno de los miembros de la pareja o de ambos, por el suicidio, por la castración o, mucho más doloroso aún, por la imposibilidad de unirse, por la necesidad de respetar los principios sociales, como Carlota y Werther. Habrá que separarse después de una temporada de encuentros abiertos o furtivos o, al menos, después de haber pasado una última noche juntos, pero habrá que poner distancia de por medio: al final la separación es inapelable e irremediable.

El psicoanalista Igor Caruso ha señalado en su bellísimo libro (clásico sobre el tema) que la separación forzosa de los amantes es la vivencia más dolorosa que pueden experimentar los seres humanos. No la separación ocasionada por la muerte de alguno de ellos, ni la separación del amor extinguido por cualquier causa (desilusión, hartazgo, infidelidad), sino la separación de mutuo acuerdo obligada por un principio de realidad; algo impuesto por las circunstancias que supera a los protagonistas, se les impone y les cancela el futuro, un factor aciago que no les deja ni la esperanza remota de volver a encontrarse. En este sentido, el sufrimiento sólo puede compararse a la experiencia “de la muerte en vida”:
 

la separación puede ser escogida “libremente” —por consideración a las reglas morales, las convicciones religiosas, las situaciones sociales, las prohibiciones legales y otras más—, sin embargo, la aceptación de estas razones obligantes se pone en duda precisamente por el conflicto interno, y, a despecho de toda elección libre, contradictoriamente ésta se resiente como una compulsión.[3]

Es sabido que muchos amantes liquidan con el suicidio el hecho de la separación. Se objetará que en estos casos se trata de individuos neuróticos o psicópatas. Este juicio a posteriori no puede encubrir el hecho de que la separación amorosa conduce a la pareja a una catástrofe única, que ya “tiene algo que ver” con la muerte y que quizá son precisamente los “psicópatas” y los “neuróticos” quienes no están en condiciones de defenderse del carácter mortal de la catástrofe. Y veremos cómo la separación amorosa y la muerte son cómplices; la primera se nos presentará como precursora y símbolo de la última. Estudiar la separación amorosa significa estudiar la presencia de la muerte en nuestra vida.[4]
 

Pese a que una ruptura de esta naturaleza puede ser tan acerba y traumática, la sociedad occidental ha formulado un enorme cúmulo de historias que reiteran la dolorosa experiencia. Acaso lo ha hecho para conjurar la desgracia, lo cierto es que, mientras tanto, el transcurrir de los instantes previos a la separación ha sido especialmente mitificado; los últimos minutos de la última noche se han consagrado en el arte, en la literatura y en la música popular; la agonía ha quedado codificada en los textos y, a pesar de la enorme pena, produce una extraña fruición que alimenta el imaginario social.
 

Jacques-Louis David, El amor de Helena y Paris, 1788. Col. Museo de Louvre.
 

Lo sabemos; así sea de una forma oscura: no hay nada más ingrato que aguardar la llegada de un punto inexorable del tiempo en que vendrá la despedida, dejaremos para siempre esta relación que nos complace, la vida que nos anima o, peor aún, dejaremos algo menos contundente pero más doloroso porque vamos a seguir con vida, arrastrando la pena: vamos a dejar a la persona amada y la vamos a llevar interiorizada como un cadáver sepultado en nuestras conciencias. Del mismo modo ocurrirá en la contraparte: vamos a permanecer como muertos en la memoria del ser amado. De ahí, de todas esas penosas consecuencias que suponemos con certeza infusa, nace el enorme dolor de tener que separarnos una vez llegada la hora. Si la aproximación de esa hora fatal (conocida por los condenados al patíbulo en la noche previa a su ejecución) es acentuada por una máquina contadora del tiempo, la última noche sería como “estar en capilla” donde la tortura de los instantes previos a la muerte puede resultar enloquecedora.

Hay una sutileza en la separación que refiere el bolero de Cantoral y no es un asunto de poca importancia: “ella se irá para siempre/ cuando amanezca otra vez”. Al separarse de común acuerdo, los amantes deberían partir en direcciones opuestas y así evitar las posibilidades de un nuevo y doloroso encuentro. Sin embargo, la pareja se desenvuelve en un ámbito que ella va a dejar cuando amanezca “otra vez” (ese “otra vez” significa que al menos ya amanecieron juntos una vez). En la separación, uno de los amantes se queda y “ella”, se va. Tenemos la impresión de que, para quien permanece en el mismo sitio, se presenta un horizonte clausurado, inmóvil, con muy pocas posibilidades de encontrar una nueva pareja. A diferencia del amante que se va. Su errancia le da una ventaja: le permitirá recorrer un mundo abierto, donde las oportunidades de encontrar un nuevo amor son mucho mayores. Entonces no sólo entra en juego la separación, sino el abandono y, por tanto, la condena, la carga de sufrimiento, es mayor para el que se queda, el “yo” del discurso poético.

A pesar de su obstinada presencia en las estaciones de radio y de su obligada reproducción en las noches de copas, los mexicanos no hemos reparado en la cantidad de reminiscencias cultas (seguramente involuntarias) que tiene el bolero de Roberto Cantoral. La más llamativa está en las diferentes arquitecturas con que se han facturado los versos de la llave y la contrallave. Esta diferencia suele ocultarse a la vista (que no al oído) en el registro equivocado de la letra que consignan las revistas comerciales donde se imprime la letra con los acordes dibujados para la guitarra. Por atender el contenido, nos mantenemos sordos ante la expresión. Los octosílabos que conforman las dos primeras estrofas se agrupan en unidades de cuatro versos cada una, con rima asonante en los versos pares; en tanto que la segunda parte (la contrallave) no está construida con dos cuartetos cuyo tercer verso se sale de madre, como suelen consignarla en el papel los tratadistas ingenuos (y como, al parecer, solía escribirla el propio autor), sino que está integrada por dos quintetos que introducen un peculiar quebrado agudo en el cuarto verso y que resalta como señal fosforescente puesto que, precedido de un calderón en la cantada “pronuntiatio” del bolero, este quebrado se encarga de preparar el cierre de la frase melódica con la frase sintáctica unidas en un empate perfecto (y tal vez por eso tan conmovedor). El sintagma (o la oración lingüística) del quinto verso y la frase musical que lo anima, conforman una unión precisa:
 

Reloj, detén tu camino
porque mi vida se apaga,
ella es la estrella que alum-
bra mi ser
yo sin su amor no soy nada.

Detén el tiempo en tus manos,
haz esta noche perpetua,
para que nunca se va-
ya de mí,
para que nunca amanezca.
 

Frank Dicksee, Romeo y Julieta, 1884.
 

En el siglo XX, la tiranía del estructuralismo nos enseñó (entre otras cosas invaluables) que la forma también es contenido y este axioma no se restringe solamente a lo que hemos apuntado. Tanto por el tema anecdótico de la canción (el amante suplicando al reloj que se detenga como si de éste dependiese el correr de los acontecimientos, de manera similar al Leandro de Marcial que “en amoroso fuego todo ardiendo” pide a las alborotadas ondas marinas que le concedan el paso para llegar con Hero;[5] plegaria a deidades sordas, fetichismo creado por la ingenuidad sentimental), como por la forma en que se alternan los versos graves con los agudos en los dos cuartetos de la llave, aun cuando se trate de octosílabos, dejan escuchar reminiscencias de la alternancia entre los exámetros y los pentámetros de los dísticos elegíacos grecolatinos. Y no es que quiera yo comparar a Tibulo, Propercio u Ovidio con Roberto Cantoral por más elegiacos que parezcan sus versos en la forma y el contenido; sin embargo no es posible eludir el hecho de que sus personajes poéticos tienen tantas coincidencias en la actitud enajenada de la realidad social que las resonancias de los versos clásicos parecen insoslayables y dejan percibir sus ecos en los humildes versos que canta el pueblo en compás de cuatro cuartos durante sus alcoholizados ritos sentimentales.

El logro artístico es innegable. Roberto Cantoral consiguió que esta canción, adscrita a un género popular, penetrara en ese ámbito de la fama donde muy pocos autores pueden llegar. Con su canción acuñó en moneda corriente un tópico muy antiguo que al parecer no pierde vigencia en el gusto de las sociedades occidentales. Su reloj condensa una constelación de resonancias que viene de muy lejos en el tiempo y se acomoda de tal forma al sentimiento popular que la gente de todos los estratos sociales lo canta con enorme placer, sin sospechar siquiera la cauda literaria que podría llevar consigo la letra. Lo triste es que, habiendo conseguido fama, fortuna y reconocimiento profesional, el autor y muchos de sus admiradores no hayan comprendido el valor cultural de su logro. Fabricio Cifuentes relata el origen de este bolero en una nota fechada el 6 de marzo de 2015:
 

Encontrándose en el Hospital de Beneficencia Española en Tampico, cuando era atendida su esposa, el galeno le informó a don Roberto Cantoral que la ciencia había realizado todo lo que estaba a su alcance… y la señora no pasaría de esa noche.

En las paredes de dicho hospital, había un reloj, al que no dejaba de ver, como testimonio del anunciado desenlace; así nació esta célebre composición que se convertiría en un himno sentimental de Latinoamérica.[6]
 

No importa si la anécdota se ajusta o no a la verdad. Lo cierto es que, con este relato, se destruye buena parte de la tragedia inserta en el imaginario social. Por salvar las buenas costumbres, la fidelidad masculina y tal vez en aras de rescatar la ortodoxia matrimonial burguesa, el valor artístico de la canción se ve disminuido considerablemente. En cambio, la entrevista que relata Ricardo Brown en una nota del 23 de octubre de 2009 se ajusta más a la esperada historia que refiere la canción porque recupera el ingrediente romántico de una separación forzosa, el elemento que le da fuerza literaria al bolero:
 

una tarde logramos acordar conversar por unos minutos con Roberto Cantoral, que iba a viajar ese mismo día a Tamaulipas, su tierra natal. Roberto, antes de ir al aeropuerto, iba a almorzar con miembros de la Sociedad de Autores y Compositores de Música de México en el Hotel María Isabel Sheraton en el Paseo de la Reforma. Allí nos vimos y tuvimos una entrevista excelente para nuestra serie sobre el bolero. Roberto me contó cómo escribió “Reloj” y “La Barca”. Escribió las dos canciones en una sola noche, al final de una gira por Estados Unidos que concluyó en Washington. Una mujer había sido parte de esa gira y Roberto y ella habían vivido uno de esos romances en que la pasión y la ternura se convierten en la misma cosa. Se separarían después de aquella noche.[7]
 

Está claro sin embargo que tampoco esta anécdota tiene los ingredientes que desearíamos. Porque el encuentro de los amantes se reduce a una historia frívola, a una aventura más sexual que sentimental; no llegaron a desarrollar un lazo amoroso lo suficientemente fuerte para que la separación se convirtiera en un evento trágico. Y además le sumaron a esta historia la composición de “La Barca”, otro exitoso bolero que alude al mismo tema, aunque con un artificio empalagoso. En vez de engrandecer la fama de la canción, la arruinaron. Podemos decir que los comentaristas perdieron la oportunidad de quedarse callados.
 

John William Waterhouse, Tristán e Isolda con la poción, ca. 1916.
 

Por deformación profesional, recupero el tópico del impertinens rélox en otra inevitable coincidencia: la de los apellidos. Roberto Cantoral y el vallisoletano Jerónimo de Lomas Cantoral (ca. 1540-ca. 1599) podrían ser parientes remotos, como lo somos todos los hombres en tanto que descendemos de Adán, pero si quitamos el “trago” romántico de la separación de los amantes que jamás volverán a encontrarse, iremos directamente al primer siglo de oro de la literatura española y retornaremos al tema de la separación temporal que trae la luz de la mañana, cuando la noche ya no cobija con su manto oscuro las relaciones prohibidas o los vínculos que deben conservarse ocultos por las razones que sean, ni tampoco mantiene a salvo la necesaria intimidad de la pareja, regresaremos entonces al reloj impertinente de Romeo y Julieta y daremos con el punto de encuentro entre los dos Cantorales: un reloj poético constituido por la lamentación ante el inexorable surgimiento de la mañana y la suspensión temporal de los momentos placenteros.
 

¡Ay!, nunca vuelva a descubrir el día
el alba, mas perpetua y ciega noche
cubra este fresco valle, y sea la noche
a mis ojos aurora, sol y día.

Mueran otros por ver llegar el día,
que yo mil días trocaré a una noche,
serena, amiga y sosegada noche,
¿cuál como tú jamás podrá ser día?

Así con Filis, solo, a media noche,
cantaba alegre Melibeo el día
puesto en olvido por tan dulce noche,

do ambos creyendo que no hubiese día,
embebecidos, se pasó la noche
y descubriólos el contrario día.
 

Este soneto de dos rimas machihembradas (“unisonancia” le llamo Caramuel en su Rythmica [8]), junto con algunos otros textos de Lomas Cantoral (“Santa y amiga noche, que en tu olvido”, “¡Oh, dulce sueño! ¡Dulce acertamiento!”, “Detén tu blanca luz al mundo cara”, “El mar y el aire estaban sosegados”, etcétera) han hecho que algunos críticos lo llamen “el poeta de la noche” y digan a la vez que es un petrarquista olvidado, como si no hubiera en ello una contradicción de principios. Un petrarquista que goza todas las noches a su amada o que por lo menos ha gozado una vez el cuerpo de su amada, así sea en sueños, dejará de serlo casi por definición. La continencia sexual es la base del idealismo amoroso que prevaleció en la poesía renacentista escrita bajo la sombra de Petrarca. Él vio a Laura una sola vez, el 6 de abril de 1327, viernes santo, y jamás volvió a verla. Lo único destacable es que estos poemas, (también “relojes” en tanto que resaltan la cuenta del tiempo para llegar a un punto), despojados del componente neorromántico que se incluye en la separación irreversible, están más cerca de la literatura picaresca que del amante suspendido por los desdenes de una amada arisca o indiferente: enajenados en su placer, “creyendo que no hubiese día, embebidos” fueron sorprendidos por la claridad de la mañana.

Los “relojes” literarios se han explotado más como correlatos de la muerte. Al señalar los instantes que conducen velozmente al final de la existencia, estos instrumentos se convierten en auténticos verdugos y enemigos de la tranquilidad humana. Son de manera especial famosos los relojes del barroco hispánico, los de Góngora y los de Quevedo destacan entre todos. Una sola cosa es evidente: los relojes que anuncian la muerte, presagian la oscuridad total, nos dicen que dejaremos de ser de manera irremediable, pero una vez llegada la oscuridad dejaremos también de sufrir; realmente esos relojes se reducen a una advertencia que no pasa de mantenernos inquietos. Empero los relojes que anuncian la separación del ser amado son más terribles, porque ésos no anuncian el fin de nada, por el contrario, nos anuncian la condena de seguir viviendo una existencia atroz, de llevar por el resto de la vida el alma mutilada y con un dolor que será superior a nuestras fuerzas y nos conducirá a la locura. De manera paradójica son estos relojes, los que anuncian el sufrimiento, los que debieran permanecer ocultos, los que debiéramos temer como a monstruos indeseables, sin embargo ocurre lo contrario: estos relojes desfilan exitosos por el arte con pasmosa felicidad, como si en el fondo nos complaciese el dolor que llevan consigo. I
 

Jan van Beers (1852-1927), Los amantes.

 

*Investigador del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.

 

Inserción en Imágenes: 23.12.17.

Imagen de portal: Josef Schuster (1812-1890), Naturaleza muerta con antigüedades y reloj de mesa.

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[1] Acto tercero, escena V, versos 842-848.

[2]Puede escucharse en la siguiente dirección: <www.youtube.com/watch?v=pjECmEyguiI&feature=related>. Hay una canción anterior (unos cuatro años), casi tan popular como El reloj de Roberto Cantoral que, con un lenguaje artificial y empalagoso, trata el mismo tema, pero no consigue la misma densidad cultural: Lágrimas de amor de Raúl Shaw Moreno. Se puede escuchar en la interpretación de Olimpo Cárdenas en la siguiente dirección: <https://www.youtube.com/watch?v=DcH2ZLgVjzY>.

[3] Esta compulsión que lleva al cuestionamiento de las normas sociales puede convertirse en abierta rebeldía. Por eso los amantes a quienes se les ha prohibido su relación se adentran más en ella, caen en la desobediencia y resultan peligrosos para la sociedad porque llegan a subvertir el orden establecido. La nota es mía.

[4] Igor Caruso, La separación de los amantes, México, Siglo XXI, 1979, p. 6.

[5] Hero esperaba en una torre a Leandro quien cruzaba a nado un tramo del mar para permanecer con ella unas horas. Ella encendía una luz que le servía al amante para orientarse en la oscuridad de la noche. Pero un día, el temporal les dificultó la maniobra; la luz se apagó, Leandro perdió la orientación, se agotó por lidiar contra la tormenta y la mañana puso al descubierto el cuerpo ahogado del muchacho. Al ver a su amado muerto, Hero se suicidó. Marcial hizo al menos tres epigramas que se refieren a esta tragedia y en todos destacó la idea de que, antes de morir, mirándose vencido por el trabajo de luchar contra las olas, “clamabat tumidis audax Leandros in undis / «mergit me, fluctus, cum rediturus ero»” (“Clamaba Leandro audaz a las soberbias ondas «sumergidme, olas, cuando esté de regreso»”, Liber XIV, Sive Apophoreta, CLXXXI). Es un sarcasmo, sabemos que las olas no podrían escucharlo. Como el sordo reloj de Roberto Cantoral del que, además, no depende el avance el tiempo.

[8] Juan Caramuel, Primer cálamo, tomo II. Rítmica, Universidad de Valladolid, Universidad de Murcia, Universidad de Educación a Distancia, Junta de Castilla y León, 2007, pp. 57-59.