Las epidemias en la Ciudad de México durante el siglo XVI

Martha Fernández*
marafermx@yahoo.com
 

Hospital de Jesús. Escalera. Foto: Martha Fernández.
 

Las epidemias

Cuando los españoles llegaron al territorio que llamarían Nueva España, además de traer con ellos la cultura occidental, también transportaron enfermedades que, al ser desconocidas por los naturales y no contar en ese entonces con medicamentos ni tratamientos adecuados, pronto se convirtieron en epidemias que afectaron especialmente a las comunidades indígenas.

De acuerdo con Motolinía, la primera gran peste que padecieron los habitantes de México fue la viruela, contagiada a los indios por un negro que llegó a México en la flota de Pánfilo de Narváez en el año de 1520. El cronista nos informa que esta enfermedad fue conocida como “la gran lepra” o huey zahuatl, “porque desde los pies hasta la cabeza se hincharon de viruelas, que parecían leprosos […] e hoy en día en algunos que de aquella enfermedad escaparon […] todo el rostro les quedó lleno de hoyos”. Según su versión, fue tan virulenta esta enfermedad que “en algunas provincias moría la mitad de la gente, y en otras, poco menos, porque como los indios no sabían el remedio de las viruelas, antes como tienen muy de costumbre, sanos y enfermos bañarse a menudo, con esto morían como chinches”.[1]

De acuerdo con Gerónimo de Mendieta, los baños que los indios acostumbraban eran calientes, “por lo cual se les inflama más la sangre”,[2] por lo que podemos suponer que se trataba de baños de temazcal. Esto refleja una diferencia cultural importante: mientras que los españoles consideraban dañinos los baños, para los indígenas eran un recurso con el fin de aliviar la enfermedad. En cualquier caso, la mortandad entre los indios fue enorme, tanto que, según Motolinía, “en muchas partes aconteció morir todos los de una casa y otras, sin quedar casi ninguno, y para remediar el hedor, que no los podían enterrar, echaron las casas encima de los muertos, así que sus casas fue sepultura”.[3] Precisamente de viruela murió Cuitláhuac, tlatoani mexica antecesor de Cuauhtémoc.

La segunda epidemia que se presentó en el siglo XVI, registró Motolinía, fue el sarampión de 1531, cuya fuente de contagio fue un español recién llegado. Nuevamente los indios fueron los más afectados, pero según el testimonio del cronista, se les protegió más “y aun se les predicaba que no se bañasen y otros remedios contrarios a esta enfermedad”; con esto, dice Motolonía, se consiguió que no murieran tantos como había ocurrido con la viruela.[4] A esta epidemia se le llamó “la pequeña lepra” o tepiton zahuatl.

De acuerdo con Mendieta, en 1545 se produjo “la tercera pestilencia grande y general”, la cual, en sus propias palabras, “de reliquia de las pasadas debió de retoñecer”, lo que hace suponer que la viruela y el sarampión se volvieron a manifestar; sin embargo, los síntomas que explica fueron “pujamiento de sangre, y juntamente calenturas, y era tanta la sangre, que les reventaba por las narices”,[5] razón por la cual algunos investigadores consideran que pudo haberse tratado de matlazahuatl, también llamado tabardillo o tabardete.[6] A esta enfermedad se le llamó de igual modo cocoliztli y, aunque al cocoliztli se le suele identificar hoy como salmonelosis entérica y al matlazahuatl como tifus exantemático, Elsa Malvido y Carlos Viesca opinan que es el mismo padecimiento porque los enfermos presentaban síntomas muy similares; además, porque en náhuatl cocoliztli quiere decir solamente “enfermedad”, mientras que matlazahuatl se refiere a “bubas en forma de red”, es decir, una afección con una patología concreta.[7]

Esta epidemia causó gran mortandad en la Ciudad de México. Fray Agustín Dávila Padilla afirma que en los cinco meses que duró “se llevó más de ochocientos mil indios”; y explica que
 

cogíalos la muerte algunas veces de repente, que al salir de casa se les salía también el alma del cuerpo y se quedaban a la puerta tendidos, esperando quien los sepultase. Por las calles [a]parecían indios muertos, y en las casas se quedaban, si no había cuidado de sacarlos, porque solía la muerte despoblar las casas, sin dejar persona viva que pudiese sepultar las muertas. Hacíanse unas fosas grandes en los cementerios y las iglesias, a donde enterraban juntos ochenta cuerpos de indios y algunas veces ciento […] Morían muchos de solo el mal olor de los muertos, otros de hambre y otros de pura congoja, viéndose en tan extraños trabajos. Quedaron muchas casas sin morador, por habérselos llevado a todos la muerte.
 

Cirujano barbero. Anónimo: Pintura de castas: “De español y morisca nace albina”, ca. 1790. Colección particular. Foto tomada de Pintura y vida cotidiana en México 1650-1950 (s/f), México, Fomento Cultural Banamex, CONACULTA.

 

Cirujano barbero. Anónimo: Pintura de castas: “De español y morisca nace albina”, ca. 1790. Colección particular. Foto tomada de Pintura y vida cotidiana en México 1650-1950 (s/f), México, Fomento Cultural Banamex, CONACULTA.
 

Dávila Padilla añade que, como la estructura de las casas de los indios era muy débil, “faltando el morador a la casa, faltaba también ella, y se venía al suelo, causando la pestilencia lastimosa caída, no solamente de los caseros, sino de sus propias casas”. Tan grave fue la situación que el 10 de abril de 1546 Carlos V emitió una cédula dirigida a los miembros de la Real Audiencia de México, “mandándoles relevasen a los indios de tributo” por “aquellos años en que le pagaban a la muerte tan copioso”.[8]

Según Gerónimo de Mendieta, en 1564 “se levantó otra mortandad, al tiempo que el licenciado Valderrama, visitador de S[u] M[ajestad], hizo contar los indios y les acrecentó el tributo, porque no debió de agradar a Dios esta cuenta, como le desagradó la que mandó hacer el rey David, por donde envió otra tal pestilencia a su pueblo”.[9]

Entre 1576 y 1577 se volvió a presentar el matlazahuatl o cocoliztli. Mendieta afirma que en esa ocasión “murió grandísima suma de gente por todas partes, y fue de pujamiento de sangre, como las demás, y daba tabardillo”.[10] En el artículo titulado “La epidemia de cocoliztli de 1576”, Malvido y Viesca reproducen el testimonio de varios testigos de aquella peste. Resultan especialmente interesantes las declaraciones de los médicos Francisco Hernández y Alonso López, quienes, de manera muy precisa, dan cuenta de los síntomas que presentaron los pacientes. El doctor Hernández era médico de la corte de Felipe II y fue nombrado por el rey jefe de Medicina de la Indias, de modo que fue enviado a la Nueva España para estudiar el medio ambiente y, en especial, las plantas medicinales. Los síntomas que él percibió en los enfermos de matlazahuatl se pueden resumir en fiebres muy altas, mucha sed, orinas de color oscuro, el pulso cada vez más debilitado, abscesos detrás de las orejas y los ojos y, en general, el cuerpo amarillento. Por las fiebres tan altas, se producían convulsiones y delirios, temblores y angustia. También se presentaba disentería y, muy especialmente, hemorragias por la nariz y los oídos.[11]

Por su parte, el doctor Alonso López, médico del Hospital Real de los Indios, distinguió cuatro fases de la enfermedad: “la primera, fue pararse los enfermos atiriciados; la segunda fue apostemas tras las orejas; la tercera cámaras de sangre y flujo de sangre por la nariz (la cuarta).”[12]

El doctor Francisco Hernández notó que primero atacaba a los jóvenes; no obstante, después atacó a todos los grupos de la población, sin diferencia de edad y sexo. Lo mismo sucedió entre los grupos étnicos: primero a la población indígena, luego a las poblaciones habitadas por indios y “etíopes”, luego a la población mixta de indios y españoles y, finalmente, sólo a los españoles.[13]

De algunos testimonios se desprende que murieron entre uno y dos millones de indígenas. Fray Agustín Dávila Padilla dejó constancia de que “no había pueblo donde no muriesen cada día de ochenta a ciento, y en pueblos grandes, más. Cavaban hoyos grandes en los patios de las iglesias y allí los arrojaban con toda presteza para volver por otros”. Cuando los frailes iban a prestarles auxilio a los enfermos, “hallaban a unos agonizando sobre las pobres esteras, que son sus camas en salud y enfermedad; a otros hallaban muertos, y a otros que con las ansias de la muerte se habían levantado de sus camas, y se caían muertos en los patios y en las puertas de sus casas”.[14]
 

Antiguo Hospital del Amor de Dios. Academia de San Carlos, Facultad de Artes y Diseño de la UNAM. Foto: Martha Fernández.
 

Pero ésa no fue la última epidemia que se presentó en el siglo XVI. Mendieta informa que “en fin de año de noventa y cinco y entrando el de noventa y seis, […] vino otra grandísima pestilencia, mezclada de sarampión, paperas y tabardillo, de que apenas ha quedado hombre en pie, aunque por la clemencia y misericordia de nuestro benignísimo Dios, no han muerto tantos como solían en otras enfermedades”.[15]

Las que he mencionado, quizá sean las epidemias más famosas del siglo XVI, pero posiblemente no hayan sido las únicas, porque en el acta del Cabildo de la Ciudad celebrado el 10 de junio de 1588, “se trató sobre si se hacen plegarias y procesiones por la falta de agua y enfermedades que sufre la ciudad. Se comisionó a Diego de Velasco para que hable con el virrey al respecto”.[16]

 

Médicos y medicinas

Hasta nuestros días reconocemos y no hemos dejado de aprovechar los beneficios de la llamada medicina tradicional. El uso de plantas medicinales que fue la salvación para los indígenas del México prehispánico, también lo fue para los españoles, y los encargados de manejar y suministrar estas plantas eran considerados tan buenos y acertados que, por ejemplo, Motolinía explicó que los naturales “tienen sus médicos […] experimentados, que saben aplicar muchas yerbas y medicinas que para ellos basta, y hay algunos de ellos de tanta experiencia, que muchas enfermedades viejas y graves, que han padecido españoles largos días sin hallar remedio, estos indios las han sanado”.[17]

Tan importante fue la medicina indígena durante el virreinato que, entre las disposiciones que estableció Felipe II para el Protomedicato de América, se encuentra una que la rescata. En palabras del monarca, “se ha de informar donde llegaren de todos los médicos, cirujanos, herbolarios, españoles e indios, y otras personas curiosas en esta facultad, y que les pareciere podrán entender, y saber algo, y tomar relación de ellos generalmente de todas las yerbas, árboles, y semillas medicinales, que hubiere en la Provincia donde se hallaren […] De todas las medicinas, yerbas, o simientes, que hubiere por aquellas partes, y les parecieren notables, harán enviar a estos reynos si acá no las hubiere”.[18]

Como lo comenté antes, en 1570 el propio Felipe II nombró a Francisco Hernández jefe de Medicina de las Indias. De los estudios de este médico resultó el llamado Tesoro mexicano, publicado en Roma en 1648 y en España en 1651.

No debemos olvidar dos obras notables que se ocupan precisamente de las plantas y los tratamientos que se seguían con ellas: el llamado Códice De la Cruz-Badiano, escrito por los médicos indígenas Martín de la Cruz y Juan Badiano en el año de 1552, y el libro XI de la Historia general de las cosas de Nueva España, escrita por fray Bernardino de Sahagún entre 1540 y 1585, obra conocida como Códice Florentino. Para documentarlo, Sahagún se basó también en el conocimiento de médicos indígenas.

La primera disposición para regular la actividad médica en la Ciudad de México fue expedida por el Cabildo el 13 de enero de 1525, cuando se asignó “un salario de 50 pesos anuales a Francisco de Soto, barbero y cirujano”.[19] Pero pronto llegaron galenos de España para formar el Protomedicato, cuya función fue vigilar el ejercicio profesional de los médicos, cirujanos barberos, boticarios y todos aquellos que tuvieran una actividad relacionada con la salud pública. Además, en la Universidad se creó la cátedra de Prima de Medicina, y en el siglo XVII se fundó el Tribunal del Protomedicato.

Si bien los médicos formados en la Universidad fueron los responsables de los servicios de salud y atender a los enfermos en la Nueva España, no podemos olvidar a los cirujanos barberos que los auxiliaban. Ellos eran los encargados de practicar las sangrías sanadoras de entonces, vendían ungüentos, hacían las veces de odontólogos y extraían las muelas y los dientes dañados, aplicaban ventosas y ponían enemas. También fueron muy importantes los boticarios, pues ellos preparaban y vendían los medicamentos.
 

Antiguo Hospital del Amor de Dios. Academia de San Carlos, Facultad de Artes y Diseño de la UNAM. Patio. Foto: Archivo fotográfico del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.
 

La medicina que se practicó en la Nueva España era una combinación entre la herbolaria indígena y la farmacéutica europea. Gerónimo de Mendieta relata que durante una peste que se presentó entre los indios matlazincas en Texcoco, a fines de 1595 y principios de 1596, fray Juan Bautista, guardián del convento franciscano, se hizo ayudar de un boticario y en la portería practicaba sangrías a los enfermos
 

y allí reposaban un rato, y luego se les daban jarabes de cañafístola y agua templada, y lamedores a los que los había menester por la mucha tos […] a las preñadas, que no se les podían hacer sangrías, les echaban ventosas sajadas en las espaldas, y se les daba la contrayerba de su enfermedad, que en lengua de México se llama cohuanenepilli, echada en el vino blanco que hacen los indios, caliente; con que sanaban. A los niños los sajaban de las piernas y les daban el cohuanenepilli. A todos los enfermos les daban purga de una singularísima raíz que llaman matlalitzic, mucho mejor que la de Michuacan o de otra raíz que llaman ytztic tlanoquiloni, a otros se les daba cañafístola, conforme a lo que cada uno había menester, porque el mejor médico del pueblo acudía a ello y lo ordenaba. Estas purgas se les daban para que las llevasen consigo, diciéndoles cómo las habían de tomar.[20]
 

La búsqueda de remedios para aliviar enfermedades, especialmente cuando se convertían en epidemias, hizo que los médicos buscaran soluciones de muy variadas maneras. En un escrito del arzobispo Feliciano Vega y Padilla (1630-1638), reproducido por Cayetano de Cabrera y Quintero en su Escudo de Armas de México, el prelado, con evidente desesperación, afirma que “con haber médicos muy doctos, y de grande experiencia en esta tierra, nunca aciertan a curar estas pestes, aunque muden las medicinas, sino que sangrándolos y no sangrándolos, se mueren”. No obstante, admitió el empeño que algunos ponían en buscar la cura, y relata algo muy interesante para la historia de la medicina en México; de acuerdo con su versión, durante la peste de 1576, el doctor Juan de la Fuente, catedrático de Medicina de la Ciudad de México, “llamó a otros de ciencia y experiencia, en cuya presencia hizo anatomía de un indio, en el Hospital Real de México, y […] se halló el hígado inflamado y con corrupción venenosa de sangre, y advirtieron de allí adelante, con singularísimo cuidado para poner el remedio donde conocieron el daño”. Esto parece indicar que el doctor De la Fuente practicó una autopsia para conocer los órganos dañados por la enfermedad y buscar con ello la cura. Lamentablemente, no se obtuvieron buenos resultado, por lo que “la enfermedad procedía sin respecto de criaturas”, al decir del arzobispo Vega y Padilla.[21] Sin proponérselo, fray Agustín Dávila Padilla dio la razón al prelado al comentar que, “todos los accidentes, aunque fuesen entre sí contrarios, concordaban en quitar la vida a los indios. El no sangrarlos, los mataba y el sangrarlos los enterraba. Si les aplicaban cosas frías, morían y si calientes, no escapaban”.[22]

 

Los hospitales

Casi para consumarse la Conquista, se establecieron hospitales en la Ciudad de México a fin de atender a los enfermos. El más antiguo es el que se fundó con el nombre de Nuestra Señora u hospital de la Concepción, y que hasta hoy es conocido con el nombre de Hospital de Jesús. Fue fundado por Hernán Cortés hacia el año de 1521 y lo puso a cargo de fray Bartolomé de Olmos.[23] Su edificio fue objeto de reconstrucciones, ampliaciones y modificaciones a lo largo del tiempo, pero todavía hoy existe y conserva la escalera y claustros del siglo XVI y, lo más importante, la misma función para la cual fue establecido.

Además de ese hospital, en el siglo XVI se fundaron en la ciudad dos hospitales de San Lázaro para atender a los pacientes de lepra: el primero, entre 1521 y 1524, en un sitio llamado la Tlaxpana, y su fundación también se atribuye a Cortés; desafortunadamente, el oidor Nuño de Guzmán lo destruyó hacia el año de 1528,[24] y no fue sino hasta 1572 cuando pudo abrir sus puertas el nuevo hospital, gracias a los esfuerzos del doctor Pedro López.[25]
 

Plantas medicinales. Sala de medicina prehispánica. Museo de Medicina, UNAM, antiguo palacio de la Inquisición. Foto: Martha Fernández.

 

Puesto de herbolaria. Sala de medicina prehispánica. Museo de Medicina, UNAM, antiguo palacio de la Inquisición. Foto: Martha Fernández.
 

En 1531, los franciscanos fundaron el primer hospital para atender a los indios bajo el título de San José; sin embargo, hacia la segunda mitad del siglo se encontraba casi abandonado, por lo que la Real Audiencia solicitó la ayuda del emperador Carlos V y fue el entonces príncipe Felipe quien “tomó para la Corona toda la responsabilidad de crear un hospital para los naturales de estas tierras”,[26] así que en el barrio de San Juan se erigió el nuevo Hospital con el título de Real de San José, mismo que, con el tiempo, se conocería sólo como Hospital Real de los Indios o de los Naturales, ya no bajo la jurisdicción de los frailes sino del gobierno virreinal.

En 1539, fray Juan de Zumárraga, primer arzobispo de México, fundó el hospital del Amor de Dios, dedicado a los enfermos de sífilis. Él mismo dirigió la edificación de su primera sede en el año de 1540 en las calles de Moneda y Amor de Dios. En 1794 el edificio fue adquirido por la Academia de las Tres Nobles Artes de San Carlos, y la calle que llevaba el nombre del hospital comenzó a llamarse desde entonces Academia.[27]

Bernardino Álvarez, por su parte, fundó el hospital de San Hipólito, gracias a la licencia que le concedió el arzobispo Alonso de Montúfar en el año de 1566. Para atenderlo, fundó una hermandad, más tarde convertida en Congregación de los Hermanos de la Caridad.[28] El hospital atendió a los enfermos de lo que Cayetano de Cabrera y Quintero describió como “la demencia y morbosa falta de juicio”.[29]

En 1582, el doctor Pedro López, quien ya había fundado el de San Lázaro, estableció el Hospital de la Epifanía, para atender a los enfermos de razas y castas marginadas, como negros, mulatos y mestizos. Además, instauró la cofradía de Nuestra Señora de los Desamparados, formada por personas piadosas e influyentes, para amparar a niños mestizos, hijos de uniones ilegítimas que muchas veces eran abandonados, amaneciendo “muchos de ellos muertos en las calles o comidos de perros”. Josefina Muriel comenta que de esta obra caritativa nació, dentro del mismo hospital, la que se convertiría en la primera casa cuna que tuvo la ciudad. A la muerte del fundador, su hijo Jusepe López intentó mantener el hospital funcionando de la misma manera como lo había dejado su padre pero le fue imposible, así que en el año de 1604 lo entregó a los juaninos. Gracias a la fama alcanzada por la cofradía, toda la institución llegó a denominarse Hospital de los Desamparados de San Juan de Dios.[30]

 

Reflexión final

Las enfermedades y las epidemias forman parte de la vida del ser humano. En ningún tiempo nos hemos podido escapar de ellas, pero en cada momento histórico el propio ser humano ha sabido sortearlas con los medios que ha tenido a su alcance. Durante el siglo XVI la Ciudad de México se vio asediada por pestes de diferente naturaleza; sin embargo, con todas las carencias que se pudieron haber tenido en un territorio todavía no urbanizado por completo y con medios para el cuidado de la salud bastante limitados, los habitantes de la ciudad supieron salir adelante. Para ello fueron fundamentales los hospitales, los médicos indígenas y españoles, así como la medicina y la experiencia que entre todos ellos pudieron aportar. Fue una manifestación del encuentro de dos culturas que se enriquecieron mutuamente aun en tiempos de desgracia. I
 

Antiguo Hospital de los Desamparados de San Juan de Dios, hoy Museo Franz Mayer. Fachada. Foto: Martha Fernández.

 

Antiguo Hospital de los Desamparados de San Juan de Dios, hoy Museo Franz Mayer. Claustro principal, siglo XVIII. Foto: Martha Fernández.

 

*Investigadora del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.

 

Inserción en Imágenes: 25 de junio de 2020.

Imagen de portal: Hospital de Jesús. Claustro. Foto: Martha Fernández.

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[1] Fray Toribio de Benavente o Motolinía, Memoriales o libro de las cosas de la Nueva España y de los naturales de ella, 2ª ed., México, UNAM, IIH (Serie de Historiadores y Cronistas de Indias, 2), 1971, p. 21.

[2] Fray Gerónimo de Mendieta, Historia eclesiástica Indiana, 2 tt, México, CNCA, 1997, t. II, p. 197.

[3] Motolinía, op. cit., p. 21.

[4] Ibid., p. 22

[5] Fray Gerónimo de Mendieta, op. cit., t. II, p. 198.

[6] Angélica Mandujano Sánchez, Luis Carrillo Solache y Mario A. Mandujano, “Historia de las epidemias en el México antiguo. Algunos aspectos biológicos y sociales”, en Revista Casa del Tiempo, UAM, México, abril, 2003, p. 15.

[7] Elsa Malvido y Carlos Viesca, “La epidemia de cocoliztli de 1576”, en Historias, INAH, México, núm. 11, 1985, p. 32. Enlace: https://revistas.inah.gob.mx/index.php/historias/article/view/15223. Consulta: 22 de mayo de 2020.

[8] Fray Agustín Dávila Padilla, Historia de la fundación y discurso de la Provincia de Santiago de México de la Orden de Predicadores por las vidas de sus varones insignes y casos notables de Nueva España, Bruselas, en casa de Iván de Mef. R. Beque, 1625, p. 118. En la transcripción de las citas de esta obra se modernizó la ortografía.

[9] Fray Gerónimo de Mendieta, op. cit., t. II, p. 198.

[10] Idem.

[11] Elsa Malvido y Carlos Viesca, op. cit., pp. 27-28.

[12] Ibid., p. 28.

[13] Idem.

[14] Fray Agustín Dávila Padilla, op. cit., pp. 516-517.

[15] Fray Gerónimo de Mendieta, t. II, p. 198

[16] Edmundo O’Gorman y Salvador Novo, Guía de las Actas de Cabildo de la Ciudad de México. Siglo XVI, México, FCE, Departamento del Distrito Federal, 1970, p. 676, ficha 4950.

[17] Motolinía, op. cit., p. 160.

[18] Recopilación de Leyes de los Reynos de las Indias, mandadas imprimir y publicar por la magestad católica del rey don Carlos II. Nuestro Señor, Cuarta Impresión. Hecha de orden del Real y Supremo Consejo de las Indias, 3 tt, Madrid, por la viuda de D. Joaquín Ibarra, Impresora de dicho Real y Supremo Consejo, MDCCLXXXX1 [1791], t. 2, p. 139. En la transcripción de las citas de esta obra se modernizó la ortografía.

[19] Edmundo O’Gorman y Salvador Novo, op. cit., p. 13, ficha 32.

[20] Gerónimo de Mendieta, op. cit., t. II, pp. 198-199.

[21] Cayetano de Cabrera y Quintero, Escudo de Armas de México. Celestial protección de esta nobillísima Ciudad de la Nueva España y de casi todo el Nuevo Mundo, María Santtísima, en su protectora imagen del mexicano Guadalupe, milagrosamente aparecida en el palacio arzobispal el año de 1531 y jurada su principal patrona el passado de 1737, México, por la viuda de Joseph Bernardo de Hogal, Impressora del Real y Apostólico Tribunal de la Santa Cruzada en todo este Reyno. Año de 1746, libro I, cap. XV, p. 95. En la transcripción de las citas de esta obra se modernizó la ortografía.

[22] Fray Agustín Dávila Padilla, op. cit., p. 517.

[23] Josefina Muriel, Hospitales de la Nueva España, 2 tt, 2ª ed., México, UNAM, Cruz Roja Mexicana, 1990, t. I, p. 38.

[24] Ibid., pp. 6-7.

[25] Ibid., pp. 249-250. El edificio fue reconstruido en el siglo XVIII y las obras estuvieron a cargo del arquitecto Miguel Custodio Durán. Todavía subsiste parte de su iglesia y la capilla de los leprosos; desgraciadamente, en un lastimoso estado de ruina.

[26] Ibid., p. 128.

[27] La construcción tuvo, a partir de entonces, varias modificaciones. Hoy es una de las sedes de la Facultad de Artes y Diseño de la UNAM. El diseño del edificio actual fue realizado por Javier Cavallari en 1864.

[28] Josefina Muriel, op. cit., t. I, pp. 202-204. De acuerdo con la autora, la Congregación obtuvo el reconocimiento religioso de parte del papa Inocencio XIII en el año de 1700 y la colocó bajo la regla de San Agustín.

[29] Cayetano de Cabrera y Quintero, op. cit., p. 82. El edificio que se conserva es ya del siglo XVIII.

[30] Josefina Muriel, op. cit., t. I, pp. 259-261. El patio principal del edificio fue construido en el siglo XVIII y el más pequeño fue realizado por el arquitecto Cristóbal de Medina en la segunda mitad del siglo XVII. Todo el conjunto alberga hoy el Museo Franz Mayer.