El aire de la Ciudad de México o la gestación de una pesadilla

Arnulfo Herrera*
arnulfoh8@yahoo.com.mx
 

Avenida Juárez (al fondo Monumento a la Revolución), Ciudad de México, 1955. Foto: Juan Guzmán. Archivo fotográfico del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.
 

EN ABRIL DE 1958 apareció la celebrada novela de Carlos Fuentes que llevaba un título simbólico: La región más transparente. Formulado con una frase del barón de Humboldt que Alfonso Reyes pusiera como epígrafe al comienzo de su famoso ensayo de 1915 titulado “La visión de Anáhuac”, la novela se hacía eco de una larga tradición urbanófila que bien podría remontarse al segundo y al tercero de los Diálogos de Francisco Cervantes de Salazar; más atrás aún, a la segunda de las Cartas de relación de Hernán Cortés y a cronistas como Bernal Díaz del Castillo, sin olvidar las secuelas que trazaron la quinta epístola de Juan de la Cueva dirigida al licenciado Sánchez de Obregón y las cartas y los poemas de Eugenio de Salazar y Alarcón. Con este título Fuentes preparaba a los lectores para la compleja descripción de una nueva “comedia humana” situada en la Ciudad de México, heredera de una revolución social tergiversada por la clase política y poblada de personajes extraídos de diversos estratos sociales, que aparecían en mosaicos vivos como los que forjó John Dos Passos para el Manhattan Transfer y la trilogía USA inspirado en el mural de Diego Rivera. Desaparecidas las lagunas en más de tres siglos de laborioso desecamiento, no había ninguna objeción para que Fuentes coincidiera con todos sus predecesores en algo que hoy parece una exageración o un cuento de nostalgia: la atmósfera limpia y transparente, polvosa en algunas tardes, que permitía a personajes como Ixca Cienfuegos contemplar y vigilar el Valle de México entero, cercado por la sierra de las Cruces al poniente, los cerros del sur presididos por el Ajusco, los del norte que comienzan en el Tepeyac y se extienden formando la sierra de Guadalupe y los del oriente que conforman la sierra de Santa Catarina y se encuentran respaldados por la inmensa muralla de fondo que hacen el Iztaccíhuatl y el Popocatépetl.

Dice José Emilio Pacheco que La región más transparente fue la primera y la última novela sobre la Ciudad de México porque ésta desapareció para convertirse en la “catástrofe urbana” que fue el Distrito Federal. Claro que entonces la población no llegaba a los cuatro millones de habitantes y ni el enorme consumo de leña y carbón, ni las numerosas estufas y calderas de petróleo, ni las fábricas, ni los doscientos trece mil automóviles que circulaban por sus precarias calles alcanzaban a opacar la limpidez de su azulado cielo. Muy pocos habitantes de la actualidad recuerdan el reloj digital de la Torre Latinoamericana que, al comenzar la década de los setentas, se contemplaba desde cualquier punto de la ciudad. Se podía ver la hora desde el momento en que iba uno entrando a la urbe por cualquiera de las carreteras y, ya dentro de la mancha urbana, bastaba con voltear la cabeza hacia el centro para saber la hora exacta del día o de la noche. No sabemos lo que ocurrió primero, pero al terminar esa década, el reloj de la Torre Latinoamericana dejó de ser visible: tal vez porque la atmósfera se volvió opaca (por no decir turbia) o porque el artefacto fue desmantelado para una reparación de la que no volvió jamás. Junto con esta pérdida tuvimos otra que sólo notaríamos muchos años después: los volcanes del Oriente se ocultaron en la espesura de la contaminación y dejaron de pertenecer a la cotidianeidad; hoy su vista es un milagro que nos hace el viento en muy contadas ocasiones.

De los cuatro elementos primigenios que conforman el mundo y parecen estar presentes en la psicología profunda de nuestro compuesto humano, el aire es el más cercano a la vida cotidiana. Lo aprehendemos con los cinco sentidos y no sólo con el olfato o la vista como pensaríamos cuando nos llegan los olores de los sitios que cambian con las horas y cuando juzgamos la brillantez de los colores y la transparencia del paisaje. También los oídos detectan su presencia en el gemido agorero de los ventarrones y en las noches tranquilas dominadas por atmósferas serenas, cuando el aire tiene una densidad húmeda y nos trae sonidos remotos que despiertan todo tipo de remembranzas. Solemos palparlo como un sutil cosquilleo en las tardes calurosas y hacer el balance de su peso cuando una goma negra y pegajosa se estampa en los cuellos de nuestras camisas con la amenaza de volverse indeleble si no la lavamos de inmediato. El aire tiene también un gusto dulce, y a veces es agrio y otras es amargo, y no son metáforas sensitivas aplicadas por la ociosidad; el aire siempre tiene sabores.
 

José Chávez Morado, mural de mosaicos, edificio de Comunicaciones, Secretaría de Comunicaciones y Transportes, Ciudad de México, 1962. Foto: Juan Guzmán. Archivo fotográfico del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.

 

Ciudad Universitaria, vista aérea, Ciudad de México, 1953. Foto: Juan Guzmán. Archivo fotográfico del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.
 

Tal vez hace más de medio siglo, cuando salió la novela de Carlos Fuentes, las sensaciones que nos producía el aire estaban confinadas al ámbito de la intuición y rara vez emergían a la conciencia. Pero el crecimiento demográfico, la industrialización desordenada, la proliferación indiscriminada de los automóviles, la tala de árboles y la desaparición de parques y jardines en aras de las banquetas y el asfalto civilizadores han contribuido a enrarecer el aire de la ciudad, a aumentar la temperatura del ambiente y han creado una concientización que ocasionalmente se vuelve neurosis y que al menos se está consolidando entre las elites intelectuales como una pesadilla.

Frente a una realidad tan amarga como ésta, apenas podemos creer en la ingenuidad de una descripción como la de Alfonso Reyes cuando hablaba de la Mesa Central de México y veía sus llanuras quebradas por enormes montañas como se mira el Valle de México en su armoniosa distribución en los cuadros porfiristas de José María Velasco, capaz de invitar a la meditación y fomentar la espiritualidad, un rasgo característico de nuestra idiosincrasia:
 

El viajero americano está condenado a que los europeos le pregunten si hay en América muchos árboles. Les sorprenderíamos hablándoles de una Castilla americana más alta que la de ellos, más armoniosa, menos agria seguramente (por mucho que en vez de colinas la quiebren enormes montañas), donde el aire brilla como espejo y se goza de un otoño perenne.

[…]

La visión más propia de nuestra naturaleza está en las regiones de la Mesa Central: allí la vegetación arisca y heráldica, el paisaje organizado, la atmósfera de extremada nitidez, en que los colores mismo se ahogan –compensándolo la armonía general del dibujo–; el éter luminoso en que se adelantan las cosas con un resalte individual; y, en fin, para de una vez decirlo en las palabras del modesto y sensible fray Manuel de Navarrete:

Una luz resplandeciente
Que hace brillar la cara de los cielos.

Ya lo observaba un grande viajero, que ha sancionado con su nombre el orgullo de la Nueva España; un hombre clásico y universal como los que criaba el Renacimiento, y que resucitó en su siglo la antigua manera de adquirir la sabiduría viajando, y el hábito de escribir únicamente sobre recuerdos y meditaciones de la propia vida: en su Ensayo político el barón de Humboldt notaba la extraña reverberación de los rayos solares en la masa montañosa de la altiplanicie central, donde el aire se purifica.

En aquel paisaje, no desprovisto de cierta aristocrática esterilidad, por donde los ojos yerran con discernimiento, la mente descifra cada línea y acaricia cada ondulación; bajo aquel fulgurar del aire y en su general frescura y placidez, pasearon aquellos hombres ignotos la amplia y meditabunda mirada espiritual.[1]
 

Palacio Nacional, Ciudad de México, s/f. Foto: Juan Guzmán. Archivo fotográfico del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.
 

En un país como México, describir de esta forma el paisaje y su atmósfera es de una ingenuidad que invita a la ternura pero también a la vergüenza.   Lo curioso es que esta “Visión de Anáhuac” –una pieza de gran valor literario– se convirtió en una suerte de “visión oficial” que todavía prevalece entre los mexicanos y se considera como la “vera efigie” de nuestro valle. No existe la homogeneidad climática y atmosférica en los valles de la Mesa Central. Podemos darnos cuenta de que en el Valle de México (como en todas las latitudes) la calidad del aire está vinculada a la estratificación social. Los grupos más pobres de la población están condenados a respirar el peor aire de las manchas urbanas porque, además de la ignorancia y la correlativa inconsciencia, son los que tienen la voz más débil y la menor capacidad de protesta. Los políticos explotan esa debilidad y por eso los condenan a avecindarse con los parques industriales y a vivir junto a los efluvios insalubres de los desagües al aire libre, en el hacinamiento de espacios pequeños –propensos a la promiscuidad– y poblados de perros callejeros y basura. Sin embargo, en un país como México ningún habitante de las grandes ciudades está al margen de un aire que cada vez se vuelve más tóxico, corrosivo y menos repelente a los rayos solares malignos. La opacidad del horizonte, la permanente nata negra que bordea los valles urbanos, las prolongadas y abundantes inversiones térmicas, la paulatina extinción de los árboles y de los pájaros, la confirmación de la existencia de una fauna microscópica que respiramos cotidianamente, los olores sospechosos son algunos de los factores que conforman la pesadilla del aire.
 

Catedral Metropolitana, Ciudad de México, s/f. Foto: Juan Guzmán. Archivo fotográfico del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.
 

Y no es exagerado hablar de una pesadilla que se gesta en algunos de los habitantes de lo que fue el DF y hoy es la CDMX. Especialmente en aquellos que tienen la oportunidad de comparar los cielos de diferentes ciudades del mundo y volver después de una visita a los países cuya conciencia ecológica es ancestral. En el año 2005, el escritor Gonzalo Martré, de profesión biólogo, sacó un librito de cuentos donde hay uno que describe los horrores de una atmósfera contaminada por la basura. Lo importante es que no se trata de otro de esos textos de la llamada “ecoliteratura” que acaban haciendo a un lado el objetivo artístico para convertirse en propaganda ecológica de muy bajos alcances publicitarios. Martré supone el regreso a México de un becario que había pasado casi una década en Londres estudiando los ininteligibles textos de un premio nobel mexicano gracias a la generosidad de una beca concedida por la Fundación Pazcárraga que fue renovada en tres ocasiones. Al descender el avión y comenzar el aterrizaje es tal la opacidad del cielo que el capitán debe explicar a los pasajeros lo que está sucediendo:
 

La atmósfera de la Tierra –explicó doctoralmente el capitán– está compuesta por una serie de capas con determinados límites de densidad, grosor, resistencia y elasticidad. Si la primera capa, que es la tropósfera, resiente invasión masiva de objetos sólidos que desplazan a los gases, éstos se procurarán una salida haciendo presión sobre la ionósfera (capa siguiente hacia arriba) y ésta a su vez, presionará sobre la quimiósfera, la que presionará a la ionósfera, la cual finalmente presionará a la exósfera arrastrando los estorbos a su paso.

Hemos descendido a la exósfera y cruzamos la ionósfera, conocida por estas latitudes con el adecuado nombre de condonósfera, debido a hallarse saturada de tales adminículos de uso sexual. Los condones, por ser ligeros, se autoinflan con los gases calientes de la tropósfera contaminada y tienden a subir hasta las dos últimas capas atmosféricas flotando en ellas sin descender. Es de advertir que este curioso fenómeno tan sólo puede ser observado en las alturas de la Ciudad de México. En el crepúsculo y en el amanecer, cuando los rayos de sol atraviesan en ángulo obtuso el látex de los condones, se produce una difracción de la luz –similar a la ocurrida con las gotas de agua suspendidas en el aire– que recibe el nombre de condoiris, pero no presenta la forma de arco, sino la de un colosal chafarote goteante. Infortunadamente estamos en el mediodía, por lo cual amables pasajeros, no podrán admirar tan inusitado espectáculo. Aconsejamos que, cuando dejen México, compren un vuelo adecuado para disfrutar de tan excitante e insólita fiesta de la naturaleza contaminada.[2]
 

Edificios en Paseo de la Reforma, Ciudad de México, 1955. Foto: Juan Guzmán. Archivo fotográfico del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.

 

Edificios en Paseo de la Reforma, Ciudad de México, 1959. Foto: Juan Guzmán. Archivo fotográfico del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.
 

En medio de sucesos chuscos que amenizan la narración, la nave sigue descendiendo y las siguientes capas de la atmósfera van haciéndose más densas. Como si se tratase de una visita guiada por la complejidad de una atmósfera saturada de objetos sólidos, la voz del capitán vuelve a escucharse en los altavoces:
 

Ésta es la quimiósfera defeña; como ustedes pueden notar, la visibilidad es nula gracias a las bolsas polietilénicas que la pueblan. Durante algunos minutos no verán otra cosa, pero pueden entretenerse apostando por la aparición de determinada marca de producto o nombre de tienda. Son Waltmart y la Carrefour las responsables de esta formación pero la BOAC dará un premio a quien identifique, señale y posicione alguna bolsa de charritos. Son pequeñas y esparcen polvillo picoso de maíz frito a su alrededor.

El paso de la bolsósfera a la tampósfera –anunció impertérrito– será precedido de una turbulencia seria. Por favor, permanezcan en sus asientos, apaguen sus cigarrillos y recen tres padresnuestros, porque la alta densidad de la tampósfera ha sido causa de varios accidentes. Como ustedes ya saben, pues lo advertimos al abordar, el aeropuerto internacional Carlos Salinas es el más traidor del mundo debido precisamente a su tampósfera.[3]
 

Le llama tampósfera por los objetos que abundan en esa parte del aire donde también hay otros tipos de toallas higiénicas femeninas y pañales desechables que flotan merced a los vientos y a diversos fenómenos físicos que permiten el vuelo permanente de estos objetos. El caso es que aquella región más transparente ha quedado sepultada por la basura repugnante que flota en la espesura de una nata aérea:
 

Lo que ustedes ven en sus pantallas, damas y caballeros, es quizá el Defe. En el siglo pasado fue conocida como la región más transparente del aire, pero ya al comienzo del presente siglo, cuando fue imposible sacar la basura del Defe, por el inmenso tonelaje que representa, el aire fue sustituido por una nata color gargajo gris de 150 metros de altura en forma de domo, al año 2030 que corre, alcanza ya los 200 metros de altura sobre el nivel del Zócalo, cubriendo hasta el rincón más recóndito. Suponemos que debajo de esa nata inmunda que ustedes ven, se halla aún el Defe, de acuerdo con los instrumentos de nuestra nave; pero hemos visto tantos fenómenos raros en otros vuelos sobre esta ciudad, que pudiera ser que la imagen indicada por el radar y la computadora maestra sólo sea un eco del recuerdo grabado en su memoria, y que debajo del gran gargajo sólo hallemos una inmensa montaña de basura. Todo es posible.[4]
 

Adamo Boari, Edificio de Correos, Ciudad de México, década de 1950. Foto: Juan Guzmán. Archivo fotográfico del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.
 

El complemento de este medio ambiente tan degradado y hostil son esos seres defeños que seguramente han sufrido ya las mutaciones genéticas necesarias para mantenerse con vida a pesar de la adversidad de su atmósfera:
 

No se sabe de qué materia están hechos los defeños, pues se han adaptado extraordinariamente bien a esta situación, aunque, claro, es mi deber advertir que la tasa de mortalidad por enfisema pulmonar, diarreas pútridas y parasitosis es la más alta del mundo, pues el reciclaje de aguas residuales para convertirlas en potables no es confiable. Por eso, y en atención a su salud, nuestras lindas aeromozas pasarán a venderles su paquete preventivo medicinal, por tan sólo lo módica suma de 30 libras; incluye el último modelo de máscara provista de un efectivo anticontaminante mamuchizado.[5]
 

El narrador agrega:
 

Compré la mía, desde luego, abroché mi cinturón y puse el respaldo en posición vertical […]. Si había dudado de hallarme en México lindo y querido, recobré la compostura y el orgullo de ser mexicano; no cabía duda, ¡estaba en México! Lloré, aunque no estoy muy seguro fuese de alegría, más bien porque fui lento en ponerme la máscara mamuchizada y el aire ácido hirió mis ojitos pizpiretos.[6]
 

Las caricaturas son siempre una exageración que tiende a amplificar los defectos de los personajes y las situaciones, pero no conviene en este caso suponer que estamos lejos de una realidad tan atroz. Sin necesidad de recoger nuestras experiencias traumáticas de algún triste regreso por vía aérea a nuestra ciudad, limitémonos a recordar que hace pocos años, al volver por carretera al DF o CDMX procedentes de Puebla, después de pasar la caseta de San Marcos y antes de llegar a la Calzada Ignacio Zaragoza, se cruzaba por un largo tramo de tiraderos de basura que expelían por los aires olores excrementicios y proyectiles inmundos de polietilenos y papeles de todos los colores y grosores; donde las bolsas de plástico y otros objetos volátiles se estrellaban inevitablemente en los cristales de los autos. Este problema de los “meteoritos de Chalco” (como los llamó algún gracioso impertinente) fue resuelto de manera preventiva, pero se mantiene latente y se deja ver en las tardes calurosas y secas en que el viento levanta la tierra corrompida. Ahí está la pesadilla y ninguno de nosotros, ni siquiera los defeños de mayor prosapia, podemos decir que la atmósfera contaminada donde corren estos vientos corruptos nos hace “lo que el aire a Juárez”.
 

Ciudad de México, 1955. Foto: Juan Guzmán. Archivo fotográfico del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.

 

*Investigador del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.

 

Inserción en Imágenes: 18.03.16.

Imagen de portal: Augusto H. Álvarez, Torre Latinoamericana desde el hotel Hilton, Ciudad de México, 1959. Foto: Juan Guzmán. Archivo fotográfico del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.

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[1] Alfonso Reyes, “La visión de Anáhuac”, en Obras completas de Alfonso Reyes, México, FCE, 1956, vol. II, pp. 16-17.

[2] Gonzalo Martré, “Cuando la basura nos tape”, en Misión en China, México, UNAM-Escuela Nacional Preparatoria, 2005, pp. 158-159.

[3] Ibid., pp. 160-161.

[4] Ibid., p. 162.

[5] Ibid., p. 166.

[6] Ibid., pp. 166-167.