Egipto: un viaje al origen de la Historia

Martha Fernández*
marafermx@yahoo.com

 

Giza. Pirámides de Keops, Kefrén y Micerinos. Foto: Martha Fernández, 2018.
 

EGIPTO ES, SIN DUDA, uno de los lugares más visitados y estudiados a lo largo de la historia de la humanidad. Gracias a su riqueza natural, histórica, artística y cultural atrapa a quien lo visita y conoce y lo transporta al origen mismo de la civilización. Egipto también ha despertado interés por la gran cantidad de memoria que guarda para sí y que no nos ha permitido conocer, así que viajar por Egipto también significa adentrarse en un laberinto de misterios.

Heródoto afirmó en el siglo I a. C. que Egipto existía antes de la aparición del delta del río puesto que, según él, éste era “un terreno nuevo y adquirido que salió ayer de las aguas por decirlo así”. De hecho, escribió: “egipcios hubo desde que hombres hay, quedándose unos en sus antiguas mansiones, avanzando otros con el nuevo terrero para poblarlo y poseerlo.”[1] Tan antiguos eran que, antes que los hombres, los dioses reinaron en Egipto, “morando y conversando entre los mortales, y teniendo siempre uno de ellos imperio soberano. El último dios que reinó allí fue Oro, hijo de Osiris, llamado por los griegos Apolo”.[2]

Del delta, en el Bajo Egipto, hacia el sur, en el Alto Egipto, siempre a la vera del Nilo, se levantan los más impresionantes monumentos de esa antigua cultura: templos, palacios y tumbas que poseen una monumentalidad y una riqueza casi impensables. Todos, manifestaciones de los avances científicos y de la sofisticación artística y cultural que alcanzaron los habitantes de la región entre el año 5500 y el año 30 a. C.[3]
 

Giza. Esfinge. Foto: Martha Fernández, 2018.
 

Los egipcios desarrollaron la aritmética, el cálculo, la geometría, la astronomía, la escritura. De acuerdo con Heródoto, “los egipcios fueron los primeros hombres del mundo que descubrieron el ciclo del año, dividiendo su duración, para conformarlo, en doce partes”, es decir, doce meses. De esto se desprende que tuvieron que conocer también la astronomía, pues, como afirmaba el historiador, para alcanzar tal logro se guiaron por las estrellas.[4] La medicina también tuvo un enorme desarrollo; el mismo autor escribió que poseían medicina especializada, “reparten en tantos ramos la medicina, que cada enfermedad tiene su médico aparte, y nunca basta uno solo para diversas dolencias. Hierve en médicos Egipto: médicos para los ojos, médicos para la cabeza, para las muelas, para el vientre; médicos, en fin, para los achaques ocultos.”[5] Gracias a estos avances y a los estudios sobre las ciencias químicas, lograron realizar dos más famosos experimentos y su aplicación concreta: el embalsamamiento y la momificación, porque para los egipcios la vida después de la muerte era la más importante, era la verdadera vida.[6] De ahí la cantidad de sarcófagos egipcios dispersos por museos franceses, británicos y norteamericanos. Como es sabido, su escritura pudo ser descifrada gracias al descubrimiento de la Piedra de Rosetta, en el año de 1799, durante la famosa “Campaña francesa en Egipto” capitaneada por Napoleón. La Piedra fue tallada en tres escrituras distintas: egipcia, demótica y griego antiguo por órdenes de Ptomoleo V, hacia el año 196 a. C., y pudo ser descifrada por el historiador francés Jean Francois Champillion, quien hizo el anuncio de sus logros en París en el año de 1822.

Es sabido que la sociedad egipcia se hallaba jerarquizada, desde el punto de vista social: en la cima estaba el faraón, humano, pero imbuido de la divinidad; de ello dan cuenta los muchos títulos con los que se le bautizaba y se coronaba, de ahí el desarrollo de un panteón verdaderamente amplio e importante, tanto que sus dioses fueron después adoptados por los propios griegos y en ellos se situaría, según Heródoto, el origen de la religión helénica.[7] A ellos dedicaron altares y templos que dieron origen a muchos de sus monumentos arquitectónicos, así como a la escultura, los relieves y la pintura con la que cubrieron los muros. Como en toda sociedad de la misma naturaleza, seguían en jerarquía social la nobleza, los sacerdotes, los guerreros, los campesinos y los esclavos, pero también ocupaban un lugar destacado los escribas y los artesanos. Tradicionalmente se pensó que los artistas eran los esclavos, consideración que se ha replanteado en vista del grado de perfección que alcanzaron en todas sus manifestaciones, lo cual es muy sencillo apreciar a lo largo del Nilo, concretamente, en un recorrido río arriba hacia el sur del país, comenzando por El Cairo.
 

Respaldo del trono de Tutankamón. Museo Egipcio de El Cairo. Foto: Martha Fernández, 2018.
 

La ciudad capital es interesante, aunque aglomerada. El centro tiene multitud de tiendas que suelen cerrar a altas horas de la noche; siempre está lleno de autos, autobuses y motocicletas. Hay pocos semáforos, por lo que su tránsito suele ser bastante caótico. Sus edificios no son especialmente destacables, salvo los que datan de finales del siglo XIX o principios del siglo XX, como es el caso del actual Museo de Antigüedades Egipcias o Museo Egipcio, ubicado en la plaza Tahrir, que fue diseñado por el arquitecto francés Marcel Dourgnon e inaugurado en el año de 1902; es de estilo neoclásico, pero con elementos que lógicamente permiten reconocer el eclecticismo imperante en esa época en el mundo occidental. A través de sus piezas puede recorrerse la historia de Egipto desde la época arcaica (3100 a. C.) hasta el dominio del imperio Romano (30-395 d. C.), pasando por las etapas imperiales (Imperio Antiguo, Medio y Nuevo), aunque lo que todo el mundo visita es el famosos y rico tesoro de Tutankamon (1336-1327 c. C.), que ocupa la mitad de la planta alta del edificio. La riqueza de lo encontrado en la tumba del llamado “rey de oro”, el faraón más joven de la historia de Egipto, es impresionante; más allá de la máscara de oro con incrustaciones de piedras preciosas, están los tronos, las sillas, las joyas, los vasos canopes, las tres cajas cubiertas de chapa de oro y labradas por dentro y por fuera donde se guardó el sarcófago con su cuerpo momificado, que hoy se encuentra a la vista de todos en su propia tumba, en el Valle de los Reyes. Todavía a principios de marzo de 2013, Mohamed Atwa, director del Museo de Luxor, anunció que “encontró en el almacén del recinto una caja con objetos perdidos de la tumba de Tutankamon”, piezas que se extraviaron en 1973 y ahora serán expuestas en el Gran Museo Egipcio que se construye en Giza y será inaugurado el próximo año.[8]
 

Iconostasio de la iglesia de los santos Sergio y Baco. Barrio Copto de El Cairo. Foto: Martha Fernández, 2018.
 

De acuerdo con un conocido pasaje de la Biblia, cuando Herodes determinó matar a los niños por miedo a que el Rey nacido entre ellos llegara a despojarlo de su poder, José y María se vieron obligados a emigrar a Egipto, donde se refugiaron en distintos sitios; así, en el barrio copto de El Cairo, en medio de sus callejuelas angostas, se encuentra uno de esos lugares donde, según la tradición, estuvo escondida la Sagrada Familia. Se trata de una cueva, sobre la cual se erigió la iglesia dedicada a los santos Sergio y Baco, soldados sirios martirizados en el año 303 por haberse convertido al cristianismo. No es clara la cronología de la construcción de esa iglesia, no obstante que los especialistas consideran que la fundación pudo haber ocurrido en el siglo VII, entre los años 685 y 686; la zona es conocida como Abu Serga.[9] La facha del templo es muy sencilla: simplemente un paramento de piedra, pero el interior es extraordinario. Es una basílica de tres naves separadas por doce columnas de granito que han sido vinculadas con los apóstoles; una de ellas se diferencia de las demás por ser de granito rojo sin basa ni capitel, por lo que se la ha relacionado con Judas. Su techumbre es una armadura de madera a dos aguas y lo que más llama la atención es el iconostasio de marquetería decorado con figuras geométricas realizadas en marfil. En el interior, hacia el presbiterio, techado por medio de una bóveda, se levanta un baldaquino cubierto por una cúpula y decorado con pinturas del siglo XVIII.

No se puede visitar El Cairo sin pasar por Giza, donde se levanta una de las siete maravillas del mundo antiguo, esto es, la Gran Pirámide de Keops. En medio del desierto que, sin embargo, ha permitido construcciones demasiado cercanas a la urbe, se levantan tres pirámides y una esfinge. La más importante es la pirámide construida como morada eterna del faraón Keops (2589-2566 a. C.),[10] de la IV Dinastía; es la más alta de las tres; originalmente medía 146.60 metros de altura, aunque en la actualidad sólo alcanza 137.20 metros. Su ingreso se encuentra en la fachada norte donde diversos pasadizos conducen a las variadas cámaras interiores, en una de las cuales, forrada de granito de Aswan, descansaba el faraón, cuyo sarcófago aún se conserva. Hacia el exterior, estaba forrada de piedra caliza de Tura; todavía se preservan algunas de sus piezas.

La pirámide de Kefrén (2558-2532 a. C.) se levantó en un área más elevada, por lo que da la impresión de que es más alta. Su cúspide todavía conserva el recubrimiento de piedra caliza por lo que llama más la atención y resulta visualmente más atractiva. Esta pirámide fue saqueada hacía el año 1200 d. C. por el sultán Alí Mohammed, hijo y sucesor de Saladino, el famosos sultán de Siria y Egipto que conquistó Jerusalén y arrebató Tierra Santa a los cristianos en el año de 1187. La más pequeña de las tres pirámides es la de Micerinos (2532-2503 a. C), cuyo exterior fue recubierto con adobe.

Al sureste de la Gran Pirámide se encuentra la Esfinge, tallada en una roca: representa un león acostado con cara humana, tocada con el nemes (tocado funerario de tela) y el uraeus (una cobra erguida que representa a la diosa Hadjet[11]), como símbolo de la realeza. Las garras y la parte exterior del tronco están realizados a base de sillares, y entre sus patas se conserva la Estela del Sueño, que el faraón Tutmosis IV (1400-1390 a. C.) mandó hacer para librarla de las arenas del desierto, pues en su tiempo se consideraba que la Esfinge era una representación de Ra-Horajty,[12] divinidad de Heliópolis que fue adorada por sus sucesores Amenofis III (1390-1352 a. C) y Akhenatón (1352-1336 a. C), durante los primeros años de sus reinados. También se consideró que su rostro representa a Kefrén, aunque existen opiniones respecto a que pudo originarse en una época anterior puesto que el tipo de roca que la constituye es muy similar a la de la pirámide de Keops.
 

Luxor. Fachada del templo de Amón Ra. Foto: Martha Fernández, 2018.

 

Vista parcial de la sala hipóstila, conocida como “bosque de columnas” del templo de Amón Ra, en Karnak. Foto: Martha Fernández, 2018.
 

De El Cairo, por aire, se llega a Luxor, una ciudad pequeña en medio del desierto, con calles más bien arenosas pero desde la cual se pueden visitar dos de los templos más representativos de la época imperial de Egipto. En Luxor se levanta el templo dedicado al dios tebano Amón Ra;[13] es riquísimo en relieves, esculturas y obeliscos. Fue construido por el faraón Amenofis III (1390-1352 a. C.), de la dinastía XVIII, aunque el patio columnado que precede a todo el conjunto fue levantado por Ramsés II (1279-1213 a. C.), el faraón que la tradición vincula con los relatos bíblicos de Moisés y el éxodo hacia la tierra prometida. En consecuencia, el ingreso al templo estaba flanqueado por dos enormes obeliscos acompañados por seis estatuas colosales de Ramsés II, de todo lo cual se conserva un obelisco y una escultura originales. Las otras tres efigies de Ramsés que se observan en la fachada son réplicas de las originales, mientras que el obelisco faltante se encuentra hoy en el centro de la Plaza de la Concordia en París. En la fachada está labrada la batalla de Kadesh (1274 a. C.), famosa porque fue la que le dio el triunfo al faraón sobre los hititas, lo que le permitió ampliar su imperio hasta Siria y Palestina. La primera sala hipóstila tiene enormes columnas talladas y esculturas monumentales del faraón. Los muros, también tallados, conservan parte de su policromía.

A Karnak se podrá llegar a pie una vez que se concluya la restauración de la calzada que la comunica desde Luxor, misma que estaba flanqueada por cuarenta esfinges con cabeza de carnero, el animal sagrado de Amón. Este camino servía también como muelle de un canal artificial que conducía al Nilo. El esplendoroso templo de Karnak también está dedicado a Amón-Ra. Durante la dinastía XI (2125-2055 a C.) se construyó un edificio pequeño pero cuando los faraones de la dinastía XVIII (1550-1069 a. C.) convirtieron a Amón en el dios de dioses, el templo adquirió las enormes dimensiones que, todavía en parte, podemos admirar ahora. Originalmente la ciudad tuvo tres templos dedicados a la triada tebana: Amón (dios del cielo), su esposa Mut (diosa del cielo y madre de todo lo creado) y su hijo Montu (dios de la guerra).[14] El más importante es, sin duda, el dedicado a Amón, cuyo centro es una gran sala hipóstila –como suelen ser las de los templos egipcios–, de más de cien metros de largo por más de cincuenta de ancho que alberga lo que se conoce como un “bosque de columnas”, 134 en total, que alcanzan una altura de 20 metros; sus capiteles son flores de papiro. Esta sala fue construida ya por la dinastía XIX; sus trabajos se iniciaron en tiempos de Seti I (1294-1279 a. C) y se concluyeron en tiempos de Ramsés II; su autor fue un notable artista llamado Didio, quien alcanzó los títulos de “Supervisor de los trabajos para Amón” y “Jefe de los escribas de formas” en Karnak. Los muros, los dinteles y los fustes de las columnas se encuentran totalmente tallados en bajorrelieve con escenas reales, procesiones sagradas y honores dedicados al dios; antiguamente, además, se hallaban policromados. En uno de los muros se localiza la representación de la batalla de Kadesh. Destacan en el templo un coloso de Ramsés II y varios obeliscos levantados en su honor.

Después de hacer todo este recorrido por tierra desde El Cairo, es momento de embarcarse en el Nilo. Transitar a lo largo de ese enorme río es viajar entre el vergel y el desierto; es caminar literalmente en un oasis de paisajes contrastantes donde el sol nace y se pone entre dunas doradas que, sin embargo, abren paso al agua, a la vegetación y al ser humano que, con su vida cotidiana, su gastronomía, su arte, sus mezclas étnicas, lingüísticas, religiosas, sociales y políticas ha construido una cultura milenaria. Es un bálsamo para cualquiera contemplar sus apacibles aguas azules, donde habitan varias especies de animales y a cuyas orillas se levantan pueblos que se nutren de la generosidad del propio río.
 

Templo-palacio de Hatshepsut en el Valle de los Reyes. Foto: Martha Fernández, 2018.
 

Navegando, llegamos al templo de Medinet Habu, construido por Ramsés III (1184-1153 a. C.) como recinto funerario; está constituido por dos patios y tres salas hipóstilas; la parte delantera se halla mejor conservada. En los patios se combinan pilares osíricos[15] con columnas campaiformes[16] colocados unos frente a las otras. Toda la decoración, de la que también se conserva parte de la policromía, se compone de escenas de batallas, ofrendas de prisioneros, procesiones de la barca sagrada y adoración a los dioses. Llaman la atención especialmente las imágenes de la diosa Nejbet,[17] con las alas extendidas, en algunos techos y dinteles bien conservados.[18]

De camino hacia el Valle de los Reyes se pueden visitar los colosos de Memnón que hoy se erigen enmedio del paisaje desértico de la zona pero que originalmente presidían la entrada del templo funerario de Amenofis III. Representan al faraón sedente, tocado con el nemes y la corona real. Es de lamentar su grado de deterioro. El Valle de los Reyes responde al cambio de costumbres en los enterramientos, que ocurrió a principios de la Dinastía XVIII (1550-1295 a. C.), cuando se consideró como más apropiado separar la tumba del templo funerario; al parecer fue Amenofis I (1525-1504 a. C.) el primer faraón en disponerlo de esa manera. El paisaje es muy impresionante puesto que se encuentra al pie de una enorme montaña de roca caliza que lleva el nombre de el-Quorn (El Cuerno), por su forma piramidal, cuya falda se abre como un cañón, a los lados del cual se excavaron las tumbas. Éstas, en realidad, están constituidas por una serie de cámaras que conducen a la llamada “sala de oro” donde se encontraban los sarcófagos con los restos mortales de los faraones y reinas. Tienen mucha profundidad; se dice que algunas hasta 200 metros en los que se despliegan relieves policromados que cubren en su totalidad el descenso y, por supuesto, la sala del sarcófago. En esta necrópolis se encuentran enterradas dos mujeres: Hatshepsut y la reina Tiyi, esta última, la esposa favorita de Amenofis III y madre de Akhenatón (1352-1336 a. C.). Todos fueron sepultados con tesoros de incalculable valor; lamentablemente, también fueron saqueados a lo largo de los siglos. El único que se conservó casi completo ––se sabe hasta ahora– fue el de Tutankamón, hoy en el Museo de El Cairo, aunque su cuerpo momificado todavía se halla en su tumba.

En la misma zona de la necrópolis se levanta el palacio-templo funerario de la reina-faraón Hatshepsut (1473-1458 a. C.) y su padre Tutmosis I (1504-1492 a. C.). La historia de esta importante mujer resulta muy interesante. A la muerte de su padre tuvo que casarse con su medio hermano, quien se convirtió en Tutmosis II, pero como él murió muy joven nombraron como faraón a un hijo que su marido había concebido con una esposa secundaria, a quien nombraron Tutmosis III, sólo que como era un niño cuando esto ocurrió, Hatshepsut se convirtió en la regente para después tomar el poder y convertirse no en esposa sino en “Hija Primogénita de Amón”. Esta circunstancia le otorgó legitimidad sagrada como reina-faraón, gracias, por supuesto, al apoyo de la clase sacerdotal.

Sin embargo, en el Egipto de sus tiempos no era costumbre que las mujeres asumieran el papel del faraón, por lo que ella se hizo representar con características masculinas portando el nemes, el uraeus y la barba postiza o perilla, propios de los faraones. Igualmente, se hizo figurar en esfinge, como la que se conserva en el Museo Metropolitano de Nueva York. Su actividad constructiva fue importante en Luxor y en Karnak, y ella fue quien erigió el palacio-templo de la necrópolis apoyada por el arquitecto Senenmut. Se localiza en el acantilado de la montaña llamada “occidental” y está constituido por tres terrazas escalonadas y unidas entre sí por rampas ascendentes. Es, hasta hoy, el único edificio que se conserva en Egipto con esas características. En el pórtico de la tercera terraza se hallan 26 pilares osíricos de la reina-faraón[19] con el uraeus, algunos de los cuales fueron destruidos por su sucesor Amenofis II (1427-1400 a. C.). Además del templo dedicado a Amón, también se construyeron capillas para Hathor y Anubis, como dioses de la muerte.
 

Escultura osírica de Hatshepsut en el templo-palacio del Valle de los Reyes. Foto: Martha Fernández, 2018.

 

Templo de los dioses Zobek y Horus en Kombo Ombo. Foto: Martha Fernández, 2018.
 

De nuevo por el Nilo llegamos a Kombo Ombo para visitar un imponente templo dedicado a dos dioses: Sobek y Haoraris u Horus. El primero, dios de la fertilidad y creador del mundo, representado con un rostro de cocodrilo; Horaris u Horus, dios de la guerra e iniciador de la civilización egipcia, representado con el rostro de halcón. Este doble templo fue edificado en la época ptolomaica, de manera que fue iniciado por Ptolomeo IV (221-205 a. C.) y ampliado por Ptolomeo VIII (170-116 a. C.) y Ptolomeo XII (80-51 a. C.). El edificio tiene imponentes columnas talladas y una buena cantidad de relieves en sus muros, donde no solamente se aprecia la representación de los dioses mencionados sino también instrumentos quirúrgicos, lo que resulta de enorme interés para la historia cultural y científica del antiguo Egipto; además, en sus techos se encuentran múltiples representaciones policromadas de la diosa Nejbet[20] con las alas extendidas. Un detalle de interés en cuanto al sistema constructivo es la huella de los machimbrados en forma de mariposas, semejantes a los que se utilizan en la actualidad. En ese sitio se encontraron cocodrilos momificados que hoy se conservan precisamente en el Museo del Cocodrilo.

En el edificio se puede apreciar un nilómetro, esto es un pozo escalonado que servía para medir el nivel de agua del río y tenía como objetivo establecer los impuestos de acuerdo con la cosecha que se podría recoger en los campos de cultivo: si se desbordaba, ya se sabía que inundaría los campos, y si se mantenía muy bajo, habría escasez.

A bordo del crucero, arribamos a Aswan, una ciudad importante que nos muestra, quizá mejor que cualquier otra, la combinación de la vida moderna con la tradicional. Ahí, al borde del río Nilo, sobre una colina de cantera, frente a la isla Elefantina, se encuentra el famoso hotel Old Cataract, inaugurado en el año de 1899, con su magnífico estilo ecléctico que combina el victoriano con el árabe. En ese sitio se han hospedado personajes como Winston Churchill, el escritor Saint-Exupéry (autor de El Principito), Aga Khan, Champollión, y Howard Carter, quien en ese lugar dio a conocer al mundo el descubrimiento de la tumba de Tutankamón; fue en ese hotel donde Agatha Christie escribió su novela Muerte en el Nilo. Es una tradición inalterable dar un paseo en faluca[21] por el río para visitar la isla Elefantina y el pueblo Nubio pintado de azul, cuya decoración favorita son cocodrilos disecados; su mercado está impregnado de colorido y la vista hacia el río es insuperable. Cerca de ahí, en lo alto de la colina está el mausoleo de Mohammed Shah, Aga Khan III,[22] un edificio de planta cuadrada que tiene, obviamente, estilo árabe y está cubierto con una cúpula central.

En Aswan se construyó la famosa presa que formó el enorme lago Nasser, obra indispensable para controlar las crecidas del río que provocaban la pérdida de las cosechas por inundaciones, mismas que, en tiempos de la dinastía ptolomaica, se medían con el nilómetro. La presa es una obra de ingeniería excepcional que fue realizada por los gobiernos egipcio y ruso de 1959 a 1970. Su construcción resultó benéfica para la población egipcia pero provocó el desplazamiento de los pueblos nubios. Fue su construcción la que motivó también el rescate de los sorprendentes templos de Abu Simbel.

En Aswan se conserva también el “obelisco inconcluso”, una obra monumental que, según se dice, de haberse concluido se hubiera convertido en el obelisco más alto del mundo. Fue abandonado porque esta clase de magníficos monumentos se tallaron en una sola pieza de granito y en ésta se descubrió una falla en la piedra que hizo imposible su terminación. Sin embargo, permitió a los investigadores conocer el sistema constructivo de sus autores y el complicado proceso que implicaba poner esas enormes piezas en pie.

Dejamos Aswan para recorrer en auto el desierto del Sahara rumbo a Abu Simbel. Dorado, magnífico, imponente, enorme, sus límites se encuentran con Marruecos, al otro extremo de África, ya en el Mediterráneo. La inmensidad del desierto nos lleva de la fascinación al miedo; sus espejismos son especialmente angustiosos; sin embargo, es una experiencia única contemplar las dunas bajo el cielo azul. En dos sitios, se levantan cafeterías sin nombre, medio establecidas, medio improvisadas; en una de ellas se abre una sala árabe, tal como se conciben tradicionalmente: tiene esteras, cojines y cortinas. Al final, Abu Simbel, templos construidos por Ramsés II para conmemorar la batalla de Kadesh.
 

Templo de Ramsés II en Abu Simbel. Foto: Martha Fernández, 2018.
 

Originalmente, sus dos templos se ubicaban en el borde del río Nilo y eran resultado de excabaciones en la roca hacia el interior de las montañas pero la construcción de la presa de Aswan que formó el lago Nasser, hoy abierto frente a ellos, propició que tuvieran que ser reubicados más arriba. En 1960 el gobierno de Egipto solicitó la ayuda de la UNESCO y de 1964 a 1968 se llevó a cabo la obra, las más notables de la arqueología y la ingeniería del siglo XX. Lograron subir los templos 65 metros y alejarlos del río 200; tomando como base enormes bóvedas de concreto se reconstruyeron los templos en su nueva ubicación. El templo de Ramsés II está dedicado a Ra-Harajti, Amón-Ra y Ptah;[23] pero también a Ramsés deificado. La fachada es inmensa, mide más de 30 metros de alto y allí se tallaron, también en la roca, cuatro grandes esculturas sedentes del faraón con el nemes, la doble corona del Alto y del Bajo Egipto, la barba postiza de Ramsés en vida, un pectoral con el nombre de la coronación y brazaletes en los brazos. En su interior se abre la sala hipóstila en cuyas columnas están adosadas esculturas osíricas de Ramsés. A los lados se abren cinco salas: cuatro hacia el norte y una hacia el sur; se dice en el lugar que esta última era la biblioteca porque tiene huecos supuestamente para guardar los papiros y una mesa de piedra que recorre todo el borde del salón. En los muros de la sala hipóstila se encuentran representaciones de entrega e inmolación de prisioneros, así como de batallas, especialmente la de Kadesh; en su techo se halla pintada la imagen de Nejbet con las alas extendidas. La segunda habitación hacia el oriente era la de los sacrificios, por lo que ahí están representadas precisamente las ofrendas ofrecidas a los dioses, así como las barcas sagradas tanto de Ramsés como de Nefertari. En el santuario, propiamente dicho, se encuentran cuatro esculturas sedentes talladas en piedra: los dioses Horus, Amón-Ra, Ptah y Ramsés II, obviamente, también deificado. El templo está orientado de tal manera que dos veces al año, el 21 de febrero y el 21 de octubre, el sol entra directamente hasta el santuario e ilumina tres de las esculturas, menos la de Ptah, por ser, como se mencionó antes, el dios del inframundo.

El otro gran templo de Abu Simbel es el de Nefertari, la esposa favorita de Ramsés. En su fachada se encuentran seis monumentales esculturas de pie: cuatro de Ramsés y dos de Nefertari, la reina nubia; todas se hallan colocadas dentro de hornacinas rectangulares y todas presentan una pierna flexionada hacia adelante, en posición de caminar. Las dos esculturas de Ramsés que flanquean la puerta de ingreso tienen variados atributos: en la de la izquierda se descubren la corona del Alto Egipto y una barba postiza; la de la derecha tiene la doble corona de los dos reinos (el Alto y el Bajo Egipto) y la barba postiza. A los lados del faraón, la reina que, en ambas esculturas, posee los atributos de la diosa Hathor, la venus de Egipto, diosa de la belleza y del amor; éstos son: el disco solar entre dos altas plumas y cuernos de vaca. En la última escultura del lado derecho, o sea la del norte, Ramsés posee el nemes, la corona atef[24] y la barba postiza. En el interior, la sala hipóstila tiene seis columnas en la nave central en cuyos fustes se encuentran talladas y policromadas escenas de la vida de los reyes y ofrendas a los dioses, y sus capiteles están constituidos por el rostro de la diosa Hathor. Como es un templo más pequeño que el de Ramsés, sólo tiene dos salas laterales, la sala de las ofrendas y el santuario.

En el lago Nasser la puesta de sol tiñe de oro los sorprendentes templos de Abu Simbel: constituyen la última imagen de un viaje al origen de la Historia, de un paseo por la civilización más antigua de la humanidad y por una cultura de deslumbrante esplendor. I
 

Templo de Nefertari en Abu Simbel. Foto: Martha Fernández, 2018.

 

*Investigadora del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.

 

Inserción en Imágenes: 11 de abril de 2019.

Imagen de portal: Fachada del templo de Ramsés III (Medinet Habu). Foto: Martha Fernández, 2018.

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[1] El delta es un triángulo (como la letra delta del griego) por el que desemboca el río al mar Mediterráneo; está al norte del país, zona que, en la antigüedad, se le conocía como Alto Egipto. Herodoto, Los nueve libros de la historia, Introd. de Edmundo O’Gorman, 9ª ed., 2ª reimpr., México, Editorial Porrúa, 2016, II, XV.

[2] Ibid., II, 144.

[3] Sin contar el periodo romano que va del año 30 a. C. al año 395 d. C.

[4] Herodoto, op. cit., II, 4.

[5] Ibid., II, 84.

[6] Herodoto dedica varios párrafos de su Historia a describir los diversos métodos de embalsamamiento y momificación. Ibid., II, 85.90.

[7] Ibid., II, 50.

[8] El Universal, secc. Cultura, 9 de marzo de 2019.

[9] Andrés Álvarez Vicente, “La iglesia de los santos Sergio y Baco del Viejo Cairo: análisis tras la restauración y la excavación arqueológica a comienzos del tercer milenio”, en Boletín del Museo Arqueológico Nacional de España, 37 (Madrid, 2018), p. 281.

[10] Las fechas de las dinastías y sus respectivos faraones las consulté en: Antonio Pérez Lagarcha y Amparo Errandonea Rodríguez, Introducción al antiguo Egipto, Madrid, Ediciones Akal, 2016, pp. 5-10.

[11] La diosa Hadjet o Uadyet es la diosa del cielo, protectora del Bajo Egipto y de los faraones. Sólo ellos podían usar ese símbolo protector. La información sobre el panteón egipcio la tomé de Francisco López: “La tierra de los faraones”, en <www.egiptologia.org>.

[12] Ra-Horajty simboliza la majestad del sol, Ra, y potencializa su fuerza. Es patrono de la clase gobernante y de la monarquía.

[13] Amón-Ra es la personificación del poder creador; en Grecia tomó el nombre de Zeus.

[14] La otra triada tebana estaba formada por Amón, Mut y su otro hijo Jonsu, dios lunar, protector de la vida, relacionado con la medicina.

[15] Pilares que tienen adosadas esculturas del dios Osiris con el rostro del faraón. Osiris es el dios que preside el Tribunal del Juicio del Alma y emite el veredicto.

[16] Columnas que tienen forma de flor de papiro con los pétalos abiertos.

[17] Nejbet es la diosa buitre, protectora del Alto Egipto y del faraón.

[18] Francisco López: “El Templo de Ramsés III (Medinet Habu)”, <www.egiptología.org>. Consultada el 20 de febrero de 2019.

[19] Es decir, del dios Osiris, pero con el rostro de Hatshepsut.

[20] Nejbet es la diosa protectora del nacimiento de los dioses, de la guerra y también es protectora del nacimiento de los faraones, de su coronación y de sus batallas.

[21] Un velero pequeño.

[22] 48° imán de los musulmanes ismaelitas chiitas y primer presidente de la Liga Musulmana Pan-India.

[23] Ptah es el dios del inframundo.

[24] La corona atef consiste en dos plumas de avestruz, con dos cuernos, el uraeus y un disco solar.