Diez relatos sobre Maximiliano de Habsburgo
Hugo Arciniega Ávila*
huarav@yahoo.com
Esther Acevedo (coord.): Entre la realidad y la ficción. Vida y obra de Maximiliano, México, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 2012.
Josef Püttner, La SM fragata Novara en Venecia, entre 1850 y 1856. Museo de Historia Militar de Viena, Austria.
Minutos antes del amanecer, un contingente de casi 300 hombres llegó hasta las puertas del hospital de San Andrés en la Ciudad de México. La mayor parte de ellos aguardó en el exterior, en completo silencio, hasta que la caja de cedro que contenía otras dos: una de latón y otra de palo de rosa, quedó bien sujeta sobre el carro fúnebre que la conduciría hasta un punto en la costa. Acatando instrucciones superiores, se procedió con la mayor discreción, tratando en todo de evitar que los vecinos de la calzada de Tlacopan se percataran de esta operación. A las 6 de la mañana, el contingente enfiló por las calles de Vergara, Coliseo, Coliseo Viejo, Monterilla, Jesús y del Rastro, hasta perderse más allá de la garita de San Antonio Abad. De esta manera, el cuerpo del archiduque austriaco Fernando Maximiliano de Habsburgo abandonó definitivamente la capital de su querida patria adoptiva, el 12 de noviembre de 1867. Sobre las cálidas aguas del puerto de Veracruz le aguardaba La Novara, fragata en la que había recorrido mundo durante su juventud, y que en este viaje póstumo lo conduciría de regreso hasta Trieste.[1] Al clarear el sol, la noticia se regó rápidamente por las plazas, las accesorias, los obrajes, los salones y cafés pero ya era demasiado tarde para organizar cualquier funeral o presentar respetos al cortejo.
Torre del Castillo de Chapultepec, Ciudad de México.
Al poco tiempo, los imperialistas hicieron de la capilla de aquel hospital su centro de reunión; ahí se dijo la misa por el primer aniversario del fusilamiento de Maximiliano en Santiago de Querétaro. Pero en su férrea lucha contra la memoria, el gobernador del Distrito Federal, Juan José Baz, ordenó la demolición del inmueble el 28 de junio de 1868: no quedó piedra sobre piedra y en su lugar hoy se abre paso la calle de Felipe Santiago Xicoténcatl. El edificio fue borrándose en el recuerdo de los capitalinos, lo usual en una urbe que no ha parado de mudar; no ocurrió lo mismo con el personaje cuyos despojos mortales pendieron de la linternilla hasta que escurrió la última gota de bálsamo. En torno al noble europeo se construyeron dos relatos, el de los historiadores liberales, los vencedores, y el del pueblo, que después de la caída del imperio pudo asomarse a las ruinas de Chapultepec o del jardín de Borda hasta formar una lectura propia sobre la segunda testa coronada que gobernó al país. A partir de entonces en la memoria colectiva conviven dos Maximilianos, el ficticio y el que, gracias al apoyo de las fuentes históricas, consideramos más real.
Profunda conocedora de esta dicotomía, Esther Acevedo convocó a un grupo de estudiosos del Segundo Imperio Mexicano para realizar una interesante y provechosa jornada de trabajo, destinada a confrontar los métodos empleados y las interpretaciones obtenidas en el proceso de aproximación al hombre, al gobernante y a las cortes en las que vivió: la austriaca y la mexicana. El libro que nos ocupa es producto del primer Coloquio Internacional Entre la Realidad y la Ficción: Vida y Obra de Maximiliano que tuvo lugar en el Museo Nacional de Historia, para estos fines, Castillo de Miravalle, en el invierno de 2011.
Como todos los jóvenes educados de su época, el futuro emperador de México gustaba de emprender largos viajes por Europa, África y Sudamérica registrando cuidadosamente el efecto que le causaban en el ánimo: un castillo veneciano, una corrida de toros en España o la feracidad de la vegetación en Brasil. Maximiliano escribía narraciones de viaje, aforismos y poesía. Johann Georg Lughofer se dio a la tarea de analizar los elementos y los símbolos presentes en sus composiciones, hasta identificar el contenido romántico de su obra; así como la influencia que recibió de Heinrich Heine. En palabras del investigador de la Universidad de Liubliana, “Maximiliano fue ‘más poeta que hombre de Estado’, pero ser un poeta fue el primer paso que propició el deseo de ser emperador”.[2]
Castillo de Chapultepec entre 1880-1897. Foto: William Henry Jackson.
La embarcación bajo el mando de Maximiliano tocó las costas del Brasil a principios de 1860; en las observaciones que dejó sobre los habitantes de aquella latitud es posible advertir que tampoco estuvo ajeno a las teorías evolucionistas entonces en discusión. Al detenerse en este periplo, Vicente Quirarte subraya la posición que mantuvo ante la pompa y el ceremonial de la iglesia católica en América: la suya era una actitud más introspectiva y austera, tal y como se lo habían enseñado en la infancia sus estrictos preceptores. Con fina ironía, establece así las edades del hombre: “Hasta los treinta años se vive para el amor; de los treinta a los cuarenta para la ambición; de los cincuenta en adelante para el estómago y los recuerdos.”[3]
Entre sus intereses, además de la geografía, la historia y la botánica, se contaba también la arqueología; Maximiliano tuvo un interés especial por el Egipto antiguo y formó en el castillo de Miramar una importante colección de antigüedades provenientes del valle del Nilo. Las nuevas investigaciones que se han emprendido sobre la historia de nuestro Museo Nacional han destacado el impulso que pretendió darle a una institución que, a la postre, resultó fundamental para consolidar una idea de nación. Paulina Martínez Figueroa analiza el fenómeno del coleccionismo entre los Habsburgo, desde Fernando II hasta el emperador de México, destacando las innovaciones que esta casa real desarrolló para la creación de un relato museológico afín a las políticas de Estado. Por otra parte, es difícil imaginar un conjunto de 1 200 piezas de origen egipcio aguardando para su desembarque en la rada de Veracruz. En el copioso catálogo de los desastres nacionales podemos ahora incluir la pérdida de papiros, amuletos, momias y otros objetos aún por cuantificar. Nada menos que la colección que estaba destinada para las galerías que se habían formado en la antigua Casa de Moneda, anexa al Palacio Imperial.[4]
Fernando Maximiliano con sus hermanos. De izquierda a derecha: Carlos Luis de Austria, Francisco José I de Austria (sentado) y Luis Víctor de Austria, c. 1863. Foto: Ludwig Angerer.
La presencia de las fuerzas de ocupación francesas trajo nefastas repercusiones en la ya de por sí deficiente administración de la justicia en nuestro país, entre otras causas por el desconocimiento que los nuevos funcionarios tenían del castellano y de las tradiciones imperantes en las distintas regiones de México. Este panorama adquiría mayor complejidad si se atiende al proceso de desamortización de las propiedades del clero puesto en marcha por los liberales, en especial sobre la propiedad comunal en los pueblos de indios. A partir de las decenas de cartas que se dirigieron al emperador, solicitando mejor trato y procesos más justos, Claudia Ceja Andrade analiza las estructuras mentales con la intención de indagar si la llegada del príncipe europeo “reavivó las ideas de antiguo orden en el imaginario de la gente”.[5]
Carlota y Maximiliano, 1857. Colección Real de Bélgica.
Maximilano fue un gobernante bien dispuesto a escuchar a sus súbditos. Nombró a Faustino Galicia Chimalpopoca como su interlocutor con las naciones indígenas. Además, se mantuvo fiel a sus costumbres y comenzó a recorrer el todavía vasto territorio de su imperio. Había aprendido de los viajeros que lo antecedieron en nuestros polvorientos caminos que el mejor, y no pocas veces el único, lugar de alojamiento eran las haciendas. Arturo Aguilar Ochoa confronta dos visiones sobre los estilos de vida en el campo mexicano durante la segunda mitad del siglo XIX: la plácida, la que descubrieron Maximiliano y Carlota; y la violenta, en donde la producción agropecuaria se veía frecuentemente interrumpida por el asalto de gavillas de maleantes o por los bandos en pugna, los cuales tomaban a las fincas como centros de abasto para las tropas. Luego de su caracterización como tipología arquitectónica, Aguilar Ochoa nos conduce por los ingenios azucareros de la Tierra Caliente del Sur y por los tinacales del todavía extenso Estado de México. La lectura nos lleva a sumarnos a la comitiva imperial en su paso por Temixco, Chapingo, La Gavia, Jalapilla y La Teja, esta última ya en las inmediaciones de la Ciudad de México. En el Mirador, Veracruz, propiedad de Karl de Sartorius, Maximiliano vuelve a sentir el llamado de Neptuno, y le escribe a su imperial consorte: “ayer lloré casi de alegría al ver de nuevo el mar”.[6]
Maximiliano de Habsburgo, c. 1863, París, Francia. Foto: Weyler. Colección Universidad Metodista del Sur, Bibliotecas Centrales de la Universidad, Biblioteca DeGolyer.
Hasta aquí nuestros autores han echado mano de series documentales con carácter oficial, de cartas, litografías y planos arquitectónicos, pero, para formar una nueva galería de personajes históricos, Esther Acevedo recurrió a la libreta secreta, en donde se hicieron valiosas anotaciones sobre el imprescindible Antonio López de Santa Anna, Juan Nepomuceno Almonte, Miguel Miramón, José María Gutiérrez de Estrada y el célebre ingeniero Joaquín Velázquez de León, quien fuera director de la Escuela Nacional de Ingenieros, entre los más conocidos.[7] Estas referencias sobre el carácter y el ánimo, no siempre las más afortunadas para el interesado, son comparadas con las caricaturas que circularon en los periódicos de la época, en especial las firmadas por Constantino Escalante: una forma de contribuir a la biografía de los protagonistas de este periodo histórico, que se vale de los adelantos tecnológicos, es decir, de la incorporación de la imagen en los diarios, y de contrastar las lecturas que se hacían de los notables y de la clase gobernante en los ámbitos público y privado.
Si Maximiliano se valía de diferentes informantes, como los expedicionarios franceses, para conocer el estado moral de los funcionarios públicos, su secretario particular, José Luis Blasio y Prieto, por su parte, nos legó en sus memorias uno de los libros fundamentales para aproximarnos al príncipe de Habsburgo, quien, vestido como hacendado mexicano, se lanzaba a cabalgar por la campiña; que recibía a los alcaldes indígenas en su mesa de Cuernavaca y que mantenía una puerta secreta en el torreón sur del Palacio Nacional.
Manuel Ramos Medina describe y destaca la relevancia que para el conocimiento del Segundo Imperio tienen los fondos que se resguardan en el Centro de Estudios de Historia de México-Carso, en especial el que fue donado por la familia Cuevas.[8] Estos archivos personales resultan fundamentales para completar los estudios sobre vida cotidiana durante el siglo XIX.
La fragata austriaca Novara en Veracruz recibiendo el cuerpo del emperador Maximilliano. El buque británico Niger está a la derecha. Autor: desconocido. Noticias ilustradas de Londres.
Los diez ensayos que integran este libro nos confirman que este periodo histórico, en estudio aún, es rico en fuentes por catalogar, analizar y difundir, aunque las ya tradicionales han tenido aquí relecturas orientadas desde los problemas de investigación que derivan de nuevas posiciones teórico-metodológicas. Es claro cómo la biografía tradicional amplía sus fronteras hacia el libro de viaje, los estilos de vida, la historia de las mentalidades, la prensa como espacio público y la tradición del coleccionismo. La distancia temporal y el abatimiento de una historia oficial permiten el cuestionamiento de lo real y lo ficticio en torno a la personalidad de Fernando Maximiliano de Habsburgo, emperador de México. En su participación, Guadalupe Jiménez Codinach apunta: “El Segundo Imperio no fue un gobierno efímero.”[9] Sirva la presente publicación para dar cuenta de los variados aspectos en los que influyó, desde las convulsas existencias en un pueblo indígena hasta ciertas políticas de Estado que aún ahora mantienen cierta vigencia.
La caja de cedro fue colocada al centro de la capilla ardiente que se dispuso en La Novara. Al venir a la mente la imagen de la nave con bandera austriaca que surca las aguas del Atlántico para conducir el cuerpo de Maximiliano a Trieste, es imposible dejar de pensar en uno de sus poemas de juventud:
Fuera al mar azul vasto,
fuera, donde sólo el cielo y la ola,
donde nunca el corazón a mí me teme y pesa,
el barco, el barco es mi lugar.
Desatado de la prisión de los palacios,
libre de la pena y los esfuerzos del escritorio,
allí se levanta libremente la fuerza del espíritu,
y las corrientes del entusiasmo arden.[10]
*Investigador del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.
Inserción en Imágenes: 10.06.13
Imagen de portal: Detalle de la portada del libro Entre la realidad y la ficción. Vida y obra de Maximiliano
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[1]Documentos para la historia contemporánea de México, México, Tipografía Mexicana, 1867, t. I, p. 149.
[2]Lughofer, “El poeta Fernando Maximiliano como precursor del emperador Maximiliano”, en Entre la realidad y la ficción. Vida y obra de Maximiliano, pp. 25–38.
[3]Quirarte, “El primer Maximiliano. Retrato del viajero como joven noble”, en Entre la realidad y la ficción…, p. 51.
[4]Martínez Figueroa, “Maximiliano y su tradición coleccionista: las ‘antigüedades prehispánicas para el Museo Nacional’”, en Entre la realidad y la ficción…, p. 71.
[5]Ceja Andrade, “’¿A quién sino a su soberano llevarán los mexicanos sus quejas…’. Algunas ideas sobre la justicia durante el Segundo Imperio Mexicano”, en Entre la realidad y la ficción…, p. 117.
[6]Aguilar Ochoa, “La vida cotidiana en las haciendas mexicanas, 1863–1867. Entre la ficción y la realidad”, en Entre la realidad y la ficción…, p. 128.
[7]Acevedo, “Episodios de un relato ya no tan secreto”, en Entre la realidad y la ficción…, pp. 139–156.
[8]Ramos Medina, “El archivo José Luis Blasio en el Centro de Estudios de Historia de México-Carso”, en Entre la realidad y la ficción…, pp. 95–101.