Recuerdo de Edmundo O’Gorman

Jorge Alberto Manrique*
manrique@unam.mx
 

O'Gorman 02. Foto: Vargaslugo

Edmundo O’Gorman. Foto: Elisa Vargaslugo, Archivo Fotográfico IIE-UNAM.

El 22 de noviembre de 2012 fueron trasladados los restos de Edmundo O´Gorman al Panteón de Dolores. Fue ésta la segunda inhumación (ya que murió el 28 de septiembre de 1995 y se le enterró en el Panteón Jardín). Al entrar a la Rotonda de las Personas Ilustres en México se encontraría con los restos de María Izquierdo, José Pablo Moncayo, Amalia de Castillo León. En esta ceremonia participó Josefina Zoraida Vázquez, quien hizo el elogio a don Edmundo en el monumento en el que a propósito colocaron sus restos. Además del elogio de Josefina, yo quiero hablar de su memoria y de mi relación de amistad con don Edmundo, maestro con el que llegué a ser muy cercano.

Yo estudiaba en la Facultad de Derecho de la Universidad y cambié a la de Filosofía y Letras porque decidí estudiar Historia del Arte (ya que Felicidad Gutiérrez, Fela, me convenció para eso). Como se sabe, para llegar a la Historia del Arte hay que pasar por la licenciatura en Historia. Me interesaba en la Historia ya que mi abuelo Lorenzo Castañeda tenía en su casa de Azcapotzalco una muy buena biblioteca sobre este tema.

A pesar de que no conocía personalmente a don Edmundo O’Gorman, descubrí que su clase era extraordinaria por su discurso, sus ideas y por los conceptos que manejaba, incluso por su porte, su manera de hablar y por sus pausas expectantes. En diversos cursos, por las preguntas y comentarios que hacía pude ya conocer mejor su pensamiento y los libros de su autoría. O’Gorman era el campeón del “historicismo”, corriente en contra de la historia tradicional, el positivismo de Comte, la historia “científica”, el marxismo y demás.

La Historia del Arte me parecía más cercana a mis intereses pues  el “historicismo” me lleva a los “hechos” y al arte; el historicismo se vive siempre en las obras e implica una referencia concreta para la Filosofía; también se ocupa del sentido que tiene la obra. Así que quise entender la Filosofía, y me encontré otra vez con O’Gorman, porque su pensamiento se nutre de la Filosofía. Los “enemigos” decían que O’Gorman no era historiador sino filósofo (como si fuera un desdoro).

Por otra parte, mis maestros eran amigos de O’Gorman: Justino Fernández, Francisco de la Maza, desde luego José Gaos, etcétera. Así que de alguna manera había una relación con ellos. Especialmente, el curso de De la Maza era muy llevadero, ya que invitaba a su apartamento a sus amigos y a dos o tres estudiantes: para nosotros era algo extraordinario. En nuestras pláticas con los maestros siempre solía aparecer O’Gorman.

Cuando terminé la carrera, me ofrecieron un puesto en la nueva Facultad de Filosofía y Letras en la Universidad Veracruzana de Xalapa. Yo era el más joven, aunque entonces casi todos éramos jóvenes. El director y fundador Fernando Salmerón trazó un plan para que los maestros de la Facultad en México impartieran unos cursos intensivos de dos o tres meses. Entre los que aceptaron ir estaban José Gaos, Nicol, Ortega y Medina, Roces, y O’Gorman. Los alumnos y los maestros de la Universidad disfrutaron estos cursos. Allí Edmundo y yo platicábamos de muchas cosas, entre ellas sobre la Historia y la Filosofía; y si yo viajaba a México, nos encontrábamos.
 

O'Gorman. Foto: Vargaslugo 03

Edmundo O’Gorman. Foto: Elisa Vargaslugo, Archivo Fotográfico IIE-UNAM.

Cuando obtuve una beca (Rockefeller-El Colegio de México) para estudiar Historia “moderna” e Historia del Arte en París, y después en Roma, yo le enviaba breves cartas a O’Gorman. En 1965 regresé y estuve al cargo del seminario de Historia en El Colegio de México. Además impartí cursos en la Facultad de Filosofía y Letras y allí inicié el doctorado. En ese momento empezó un seminario que ofreció O’Gorman y me inscribí; recuerdo que el primer semestre fue la lectura y los comentarios del Manifiesto comunista. Para el seminario nos reuníamos en la Biblioteca Central. Después nos fuimos a la Facultad. Luego empezamos otros proyectos: las Actas del Cabildo de la Ciudad de México en el siglo XVI (que fue una propuesta de Salvador Novo); en los sesenta no había computadoras y estábamos siempre inundados de fichas y ficheros.

En una interrupción de los cursos en la Facultad, como los institutos de investigación sí trabajaban –en la torre de Humanidades–, y como yo era ya el director del de Estéticas, las reuniones se hacían en la biblioteca de esta institución: allí siguieron haciéndose hasta que O’Gorman se retiró, es decir, más de tres décadas más tarde.
 

O'Gorman para Anales
Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, México, UNAM, vol. I, núm. 4, 1939.

Puedo decir que el seminario era selecto. Josefina Zoraida Vázquez estuvo algunos semestres, Eduardo Blanquel también. Otros entraron por invitación del maestro: Aurelio de los Reyes García Rojas, Elías Trabulse, Elsa Cecilia Frost… Creo que los únicos que estuvimos todo el tiempo fuimos Virginia Guedea y yo. A lo largo del tiempo, los temas fueron numerosos; algunos se alargaron durante varios semestres, como la edición de la Historia apologética de Bartolomé de las Casas, que se publicó en dos volúmenes. A fin de adelantar el trabajo, además de las reuniones yo iba a la casa de O’Gorman dos días de la semana para levantar las notas del libro; frecuentemente comía en su casa y seguíamos trabajando. Aparte, Edmundo y yo publicamos Los indios en la obra de Las Casas. Otro tema del seminario fue la traducción completa del libro de Thomas Gage. O’Gorman hizo la edición de Fernando de Alva Ixtlixóchitl en el seminario y lo comentábamos en él, así como la participación de la obra de fray Servando Teresa de Mier y los Memoriales de Motolinía; en éste participaron el grupo del seminario de la Facultad así como el del seminario de la Universidad Iberoamericana. Por iniciativa de los alumnos de la Ibero, y con aprobación de las autoridades, se hizo un seminario semejante al de la UNAM; don Edmundo aceptó y empezó a trabajar el texto de los Memoriales. El maestro estaba feliz con ese grupo, pues los miembros eran casi todas mujeres muy valiosas y, para colmo, muy guapas; casi todas hicieron carreras académicas brillantes.

Conocí la casa de O’Gorman en la calle de Reforma, en San Ángel. Él siempre vivió en San Ángel pero cambió la casa de Jardín, a dos cuadras del estudio de Diego Rivera; en Reforma le molestaba el ruido de una bomba. Él tenía un terreno, en donde su hermano Juan construyó una vivienda mínima y el resto del predio lo usó después para hacer la nueva casa; en la primera planta era la puerta cochera, luego una sala y el comedor y cocina, un cobertizo donde se podía comer al aire libre, un gran pirú y plantas; el segundo piso era su recámara, parca, con un cuadro de J. C. Orozco que él le regaló, la biblioteca y una mesa grande, con una chimenea que no se usaba; había otra pieza para papeles. Luego hizo otro piso: un espacio grande para libros. Él invitaba, y preparaba la cena la fiel Lupe y con frecuencia él mismo cocinaba. Más tarde, cuando terminó la casa de Temixco, las reuniones eran ahí. Al concluir el seminario, una o dos semanas después, mi amigo Eduardo Blanquel y yo nos íbamos a cenar por el rumbo de San Ángel, a veces con algún amigo. Más adelante, cuando me casé con Mónica, se hizo costumbre cenar en mi casa: Mónica y yo hacíamos la comida.

Cuando O´Gorman hizo su casa de Temixco, muy cerca de Cuernavaca, religiosamente se iba allí de viernes a domingo. Ahí trabajaba en sus textos y hacía mejoras o modificaciones a su casa, y pintaba. Hacia la calle había sólo un muro y una puerta cochera: todo era exterior: el terreno, el clima caliente, el límite con un apantle, y más adelante el río. El terreno es inclinado y tiene varios niveles. Don Edmundo hizo un tanque o alberquita para mojarse y, en distinto nivel, otro más chico. Cuando se casó por segunda vez acondicionó un apartamento para su mujer e hizo modificaciones. Había cuartos para huéspedes. Tenía en el tanque una mesa y ahí se tomaba la copa; el comedor era arriba, con vista al paisaje y unos vanos sin ventanas. Más allá adquirió otro terreno junto a su casa y construyó una nueva, que rentaba.

El maestro pintaba. Por ejemplo, en la cochera en San Ángel hizo una réplica grande del célebre Guernica de Picasso. La afición creció en los años sesentas y en la casa chica pintaba: era su estudio. A menudo hacía flores y floreros más o menos inspirados en la pintura flamenca de finales del siglo XVI y XVII. Los regalaba o incluso vendía; tuvo una exposición. A mí me regaló un cuadro, con una monja ataviada y coronada el día que toma el hábito, en el rostro una calavera: Sor de la Muerte; está todavía en mi estudio.

Apareció una iglesia protestante que echaba gritos con un megáfono infame. Fue a hablar con el pastor para pedirle que bajara el volumen y él dijo que la verdad debía oírse en todos los rincones. El municipio no quiso hacer nada contra la religión y el ruido. O’Gorman dejó de ir a Temixco, hasta que finalmente murió el pastor y regresó a la casa. Ya viejo, le resultaba difícil ir por el tránsito en la carretera; le regaló la primera casa a su amigo Eduardo Blanquel y a su familia; la más chica a Ida Rodríguez Prampolini: aun divorciados se quisieron mucho.

No estaba yo en México cuando él entró a la Academia de Historia, pero oí los ecos de esta celebración y su discurso sobre Hidalgo. Sí estuve en otras celebraciones, como sus 70 y sus 80 años (con la participación de varios historiadores; se incluyeron libros y artículos corresponsables), su ingreso en la Academia de la Lengua, y el premio Nacional de Ciencias y Artes, que le otorgaron a O’Gorman y Bonifaz Nuño conjuntamente.
 

O'Gorman por E. Vargaslugo

Edmundo O’Gorman. Foto: Elisa Vargaslugo, Archivo Fotográfico IIE-UNAM.

El maestro O’Gorman viajaba en México y a otros países, aunque no fue un adicto a ello, no era un “pata de perro”. Antes de mi relación tuvo una estancia larga en la Universidad de Princeton y alguna en Nueva Orleans: conocía ciudades de España, Francia, Inglaterra, Italia, etcétera. Cuando inventé los coloquios del Instituto de Estéticas, invité a varios colegas para que participaran en las discusiones, aparte de los ponentes –mexicanos y extranjeros–, no había una “cátedra magistral” ni nada parecido. O’Gorman fue a la primera, en Zacatecas, y sus intervenciones como siempre fueron luminosas. Le pedí que en el cierre hiciera una especie de balance de los trabajos realizados. Tenía la preocupación de la confrontación de los miembros del Instituto y las discrepancias con los mexicanos, latinoamericanos y extranjeros. En la noche escribió el texto del recuento: muy bueno y además con buen humor, hasta con anécdotas al punto. O’Gorman participó siempre y los coloquios continuaron realizándose fuera del Distrito Federal.

 Sus 80 años fueron célebres: se llevaron a cabo en la Facultad de Filosofía y Letras: un simposio y un acto en la Torre de Humanidades II (antes de Ciencias) donde yo participé. El director de la Facultad, Arturo Azuela, nos hizo una invitación a Madrid en su homenaje. Iríamos en diciembre O’Gorman, Eduardo Blanquel y yo. Para el viaje yo llevé el taxi a casa de Eduardo y los dos nos dirigimos a la casa de Jardín. Ya en el aeropuerto, en el mostrador, Blanquel se dio cuenta de que se cambió de abrigo y no traía el pasaporte. Se regresó en taxi y nosotros lo esperamos en la sala donde saldría el avión. Llegó en el último momento. Dictamos conferencias en la Universidad ahora Complutense, en la Universidad a Distancia, además de organizar charlas, comidas y cenas; al último eran unos discursos en la Conferencia Iberoamericana Internacional, con todas las banderas de las naciones. Yo hablé primero, después debía hacerlo Eduardo pero se quedó súpito; le hicieron tres o cuatro requerimientos y se quedaba de una pieza. Al lado O’Gorman, le dijo que yo hablaría –los textos los conocíamos los tres–. Así que di la conferencia de Eduardo. Él seguía impertérrito. Había una comida y un alumno de la Facultad que se hallaba en Madrid nos recibió en su casa. Más tarde lo llevó al hospital y le hicieron muchísimas pruebas. Eduardo no hablaba, pero yo conocía muy bien su enfermedad del corazón que padecía desde niño y yo respondía. En la madrugada aceptaron que viajara. El problema era que yo debía tomar el avión vía Frankfurt a Delhi a un congreso, a la India, y Nepal, y O’Gorman viajaría solo. Hice la maleta de Eduardo y temprano empezaba a hablar. Llegamos al aeropuerto y me fui a la India. Por teléfono (no había ni fax) me aseguraron que estaba bien. Más adelante trabajó bien pero meses después tuvo otra crisis: lo llevaron a Austin y ahí murió. De venida a su entierro, a Eduardo, su hijo primogénito, piloto de aviones, se le cayó la nave y también murió. Don Edmundo me decía que parecía una tragedia griega. Ya les había regalado la casa de Temixco: así ayudó por años a Estela y a los tres hijos que quedaban.

En sus últimos años, don Edmundo acrecentó su amistad con las “muchachas de la Ibero” y prosiguió el trabajo del seminario; ellas tenían atenciones favorables hacia él y hasta lo llevaban al cine. En la Universidad Iberoamericana lo nombraron maestro emérito.

A don Edmundo le gustaba caminar. Ya viejo, llegaba al banco, caminaba seis o siete cuadras, ahora con bastón. Se cayó en la calle y se recuperó. Meses después se volvió a caer pero esta vez no se levantó. Me avisó Lupe inmediatamente y fui al hospital en donde los médicos anunciaron que no era fácil que se recuperase. Muchas personas del Instituto, la Facultad, la Ibero y otros lugares lo visitaban; le ponían pantallas y tubos y tubos, y él se los arrancaba.
 

O'Gorman 05. Foto: E. Vargaslugo

Edmundo O’Gorman. Foto: Elisa Vargaslugo, Archivo Fotográfico IIE-UNAM.

Así los años pasaban, y nuestras vidas cambiaron; el trabajo continuaba, las diversiones también y asimismo las circunstancias difíciles, gozosas o dramáticas. Platicábamos de todo. Aprendí de él muchísimo: así es la vida. Las anécdotas llenan un mundo; sus consejos también. Este texto es solamente un esbozo de ellos.

 Lunes 25 de febrero de 2013.

 

*Investigador Emérito del Instituto de Investigaciones Estéticas-UNAM. Fue director de este Instituto de 1974 a 1980. Entre otros reconocimientos, ha obtenido el Premio Universidad Nacional (1992) y el Premio Nacional de Ciencias y Artes (2005).

 

Inserción en Imágenes: 05.03.13.

Imagen de portal: Edmundo O’Gorman. Foto: Elisa Vargaslugo, Archivo Fotográfico IIE-UNAM.

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