La Ciudad de México, escenario de las artes

Gustavo Curiel*
curielm@unam.mx

 

“México en una laguna y mi corazón
echándose clavados...”

El Azteca en Los caifanes,
película de Juan Ibáñez (1967).

 

Vista panorámica hacia el norte de la ciudad, tomada desde la torre del Centro Cultural Universitario Tlatelolco, Ciudad de México. Foto: Ricardo Alvarado Tapia, 2013.

El XXXIV Coloquio Internacional de Historia del Arte del Instituto de  Investigaciones Estéticas llevó por título: La Metrópoli como Espectáculo: la Ciudad de México, Escenario de las Artes. Este encuentro académico tuvo lugar del 25 al 28 de octubre de 2010 en varios espacios de la magnífica Ciudad de México. Hay que advertir que cuando se celebró este coloquio, cuyas memorias acaban de editarse, se desempeñaba como director del Instituto el doctor Arturo Pascual Soto. Hoy, bajo la dirección del doctor Renato González Mello, salen a la luz pública estas memorias que recogen, para que no se pierda en el olvido, el conocimiento que se generó y se evaluó durante la reunión académica, a fin de que se perpetúe al menos una parte de lo que aconteció durante esos días de arduo trabajo. El tema de este encuentro, propuesto por Alberto Dallal en el Colegio de Investigadores del Instituto, fue puesto a votación; sobra decir que el tema ganó debido a nuestra inclinación por lo chilango.

La reunión académica devino un excelente foro de discusión, con gran cantidad de aportaciones y visiones novedosas acerca de la mencionada urbe. A la distancia destacan los estudios comparativos, artísticos o urbanísticos, además de las propuestas, rigurosas o fabuladas, acerca del diario transcurrir en la Ciudad de México. A lo largo de tales jornadas se buscó hacer un nuevo recuento histórico, a la vez que se pudieron pergeñar otros acercamientos a las harto complejas culturas artística, literaria y urbana que ofrece la metrópoli capital, ahora defeña, aquella que bautizara Charles Joseph La Trobe como la Ciudad de los Palacios, epíteto de realeza adjudicado erróneamente al barón Alexander von Humboldt.

Cual si se tratara de una disección anatómica, no se dejaron de lado ni las escorias ni las cloacas ni tampoco las montañas de basura del Bordo de Xochiaca, pues esas aristas, a veces suburbanas o periféricas como la famosa Neza, son partes fundamentales del engranaje de la maquinaria de una megalópolis que día con día se engulle a sí misma, digiere, defeca y vomita, cual Tlazoltéotl moderna, en su afán por reinventarse y supervivir. Por el contrario, en el coloquio también se abordaron refinadas y eruditas visiones que permiten entender el esplendor de la ciudad virreinal como corte de las Américas; al mismo tiempo se conocieron las radiantes mediciones que define la arqueo-astronomía para entender el espacio físico mexica y sus relaciones con los planos celestes y los del inframundo en un diseño con la cuenta del tiempo de sus fundadores. Así, monumentos, instituciones, óleos, litografías, museos, fotografías, emblemas, un Polyforum, arcos triunfales y caricaturas pasaron ante nuestros ojos, cual espejos que reflejan las más diversas imágenes de la ciudad.
 

J. Michaud

Vista oeste de la Ciudad de México. En primer plano, edificios y el callejón Arquillo. En segundo plano, al centro, la iglesia Profesa; al fondo, el Teatro Nacional y la Alameda. Foto: Alfred Sait-Age Briquet, 1874. Editor: Julio Michaud. Colección Julio Michaud, México al Oeste. Archivo fotográfico IIE-UNAM.

Vale la pena recordar la imperialista y centralista sentencia de contenido doctrinal –ahora desaparecida, por un error en la traducción– que mandaran cincelar sobre el mármol blanco de la Sala Mexica del Museo Nacional de Antropología el presidente Adolfo López Mateos y el arquitecto Pedro Ramírez Vázquez: Cem Anahuac tenochca tlalpan, lo que se tradujo como: "Toda la tierra es tenochca." Han pasado varios siglos, Cem Anahuac ya no es mexica ni mucho menos azteca; con el paso de los años se ha convertido en una urbs in urbs, compárese por ejemplo con la distante, pequeña, dorada y lluviosa Santiago de Compostela, ciudad que orgullosamente puede definirse todavía como una urbs in rure. No cabe la menor duda de que la ecuación Gran Tenochtitlán-Ciudad de México-Ciudad de los Palacios-De-Efe-Mancha Urbana posee inconfundibles peculiaridades que la conforman, estructuran y distinguen de otras mega-urbes. Solamente en la Ciudad de México se pueden observar, viajando en los vagones del Sistema de Transporte Colectivo-Metro, enormes esculturas de San Juditas Tadeo, los días 28 de cada mes con rumbo a la iglesia de San Hipólito. Varios años atrás, cuando surgió una inusitada fiebre de mariofanías guadalupanas por toda la ciudad (hasta en los cochambrosos sartenes se revelaba), se apareció en una de las lozas de la estación Hidalgo la Virgen del Metro, a la cual –como era de esperarse– se le acondicionó una especie de altar para venerarla. Ahora ya nadie la recuerda. Lo mismo sucedió en Río Churubusco pero el árbol en el que en su rugosa corteza se había impreso la milagrosa efigie de María de Guadalupe fue tumbado para hacer una salida más a la lateral de esa vía, antes río, ahora río de coches.

En ocasiones, la cultura defeña sólo puede ser entendida a cabalidad por los propios defeños. A una persona del norte de México, poco o nada le significan los siguientes pregones urbanos; hay que ser chilango para entenderlos, vivirlos y sufrirlos a plenitud: "Pino, clarasol, clarasol, pino..."; "Para el jugo del señor, para el jugo de los niños, naranja, naranja dulce...". O aquél, en voz de Elías Zavaleta: "Ya llegaron sus ricos y deliciosos tamales oaxaqueños, acérquese y pida sus ricos tamales oaxaqueños, hay tamales oaxaqueños, tamales calientitos..."; pero el más genial de todos los pregones, es aquel que con femenina voz recorre toda la ciudad: "Se compran, colchones, tambores, lavadoras, refrigeradores, estufas, microondas y fierro viejo que vendan..." Al escuchar las anteriores consignas –ya motorizadas, ya en pedales–, no parece ser ajena, todavía, la figura del señor tlacuache de Cri-Cri Gabilondo Soler –espécimen de los barrios y las colonias populares del México de los años cincuenta– que recorría la urbe cargando un tambache con trebejos y cachivaches. "Ahí viene el Tlacuache / cargando un tambache / por todas las calles/de la gran ciudad. El señor Tlacuache / compra cachivaches, / y para comprarlos suele pregonar... Comadres chismosas, cotorras latosas..."
 

Biblioteca Central

Biblioteca Central, Ciudad Universitaria, UNAM, Ciudad de México. Foto: Ricardo Alvarado Tapia, 2013.

Albures como pasarse por el arco del triunfo al Monumento a la Revolución Mexicana con todo y moderno elevador, los giros y las maneras en el hablar, los graffiti con temas de la Raza de Bronce, la morenita del Tepeyac, los cobrizos concheros con plumas de guajolote pidiendo limosna en los altos de las avenidas en actuales mitotes, el anaranjado metro con su repetitivo tururú, lo naco que es chido, y el guacarock de la Malinche, forman parte innegable de las culturas y subculturas del Distrito Federal. También es consustancial al ser defeño el tepiteño acento de Cutberto Gaudázar y la funcionalista mansión donde vive Mané en Jardines del Pedregal de San Ángel (último día del año de 1955, en El inocente). Y cómo no mencionar la siguiente joya de la ideología vernácula, con música de mariachis, que trata de definir la capital como: "Mi ciudad es chinampa en un lago escondido / Es cenzontle que busca / en donde hacer nido / regilete [sic] que engaña la vista al girar... Mi ciudad  es un sol con penacho y sarape veteado / que en las noches se viste de charro / y se pone a cantarle al amor." Eso, precisamente eso, es la Ciudad de México, un "rehilete que engaña la vista al girar", cual caleidoscopio con sucesivas imágenes en trampantojo que nunca se fijan y siempre cambian.

La Ciudad de México, o mejor dicho las muchas ciudades de México que conforman la Ciudad de México, es también aquella inmisericorde sucesión de expendios de calentadores, escusados y lavabos en forma de retorcidas conchas rococó de la avenida División del Norte; para atraer a los clientes, los dueños de esas tiendas instalan monumentales bafles pantitlaneros a sus puertas, tocando a todo volumen: “La del moño colorado, me trae todo el día mareado…”, o el glorioso “Piquito de Pollo” de Ivonne Avilés, egregia canción que dice a la letra: “La pieza del pollo, la que todos dejan, la que nadie quiere, es la que me dan, piquito de pollo, pescuecito de pollo…”

El Distrito, por alias Federal, es en esencia una megalópolis consustancial a las estranguladoras ciclopistas y los ciclotones domingueros; –a veces, las autoridades capitalinas se permiten anunciarlos como ciclotrones (sic), recorridos bicicleteros que, por supuesto, nada tienen que ver con la carísima y científica máquina que sirve para acelerar partículas–. El De-Efe son las Farmacias del Ahorro con sus consultorios médicos adjuntos de social gratuidad; es Germán Valdés Tin Tan vestido de hombremosca, personaje que trepa a una de las torres de la Catedral en El revoltoso de 1951; son los punketos, los darketos, los góticos y el Museo del Chopo; es el filme Los caifanes, henchido de toques fellinianos, donde aparecen tanto el truculento cabaret Siglo XX, hábitat de La Elota, como el Monsi-Santa Clós. Hoy por hoy, el Defeo o Chilangolandia es la polifacética Arena México de la Doctores, donde lo mismo se puede gozar de una fresísima función del Holiday On Ice, que de las tres pistas simultáneas del Circo Atayde Hermanos, o las luchas entre técnicos y rudos. El DF es también la formidable serie de fotografías de enmascarados con los calzones por fuera, a la Supermán, o con multicolores y ceñidas mallas, de Lourdes Grobet (La novia del Santo), en el cuadrilátero de la mencionada arena.

Mi ciudad –ya se ha dicho– es una lánguida y apacible chinampa, es la suma de las historicidades urbanas del vaudeville, es el agonizante y degradado teatro Blanquita que apenas subsiste entre las apestosas miasmas, la basura y los pepenadores de la zona (lo mismo sucede con el Bombay). Es la imperdonable destrucción de la mansión Requena de la calle de la Santa Veracruz; es la desaparición de las casas del Judío y la de las Ajaracas.
 

Zócalo

Gente y danzantes en el Zócalo, Ciudad de México. Foto: Enrique Bordes Mangel, 1946. Archivo fotográfico IIE-UNAM.

 

Calle de Jesús María

Calle de Jesús María, Centro Histórico, Ciudad de México. Foto: Enrique Bordes Mangel, 1957. Archivo fotográfico IIE-UNAM.

Nuestra ciudad es también una soleada mañana de domingo de Lagunilla acompañados del singularísimo Pranganini (sic), maravilloso personaje urbano de negra y lustrosa levita, polainas, sombrero de copa alta y violín, que entona famosas y ligeras arias, además de tarantelas. Toda una gloria para los sentidos (Pranganini aparece los sábados, sobre las doce del día, por la Plaza del Ángel, entre las chácharas y las antigüedades). Chilangolandia, además de todo lo anterior, es "doña" Borola Tacuche de Burrrón tratando de hacer trastupijes en las vecindades; es también el ahora políticamente incorrecto –para los gringos– Memín Pinguín (pronúnciese pinwín –a la chilanga–).

La entrañable Ciudad de los Palacios es una megametrópoli donde la luz roja de los semáforos es tan solo una sugerencia y nunca una orden. A cualquier extranjero le deja estupefacto que las personas que esperan un transporte colectivo en las calles de la urbe lo hagan abajo de la banqueta. Esta ciudad, que ha sido enmarcada por los volcanes amantes, es la gandallez de sus conductores; es Elenita Poniatowska dando la vuelta al zócalo con el cadáver de Monsiváis. Esta megaurbe, potente y adictiva droga que no se puede dejar, fue el Ciros del hotel Reforma, fue el Nueve de la Zona Rosa, es el Auditorio Nacional con Juanga y el Noa Noa chilanguizados, es la rockera Alejandra Guzmán con voz aguardentosa y sus multitudes en el Foro Sol, es un concierto de las Víctimas del Doctor Cerebro, con “La tamalera” que rellena tamales con carne humana, rola que parafrasea a la famosa “Cachucha” de Joaquín Pardavé (El Gran Makakikus): "Yo tenía una cachuchita / de terciopelo morado / y como era tan bonita / se la regalé a un soldado. / Tiroliroliro mató a su mujer / le sacó las tripas y las fue a vender..."

Sólo los defeños poseemos un par de decimonónicos Indios Verdes sumergidos en un paradero del mismo nombre a las faldas de la Sierra de Guadalupe; nunca los hemos querido, siempre los hemos negado, cada vez los empujamos más hacia afuera, más allá de los extramuros, como si con eso se nos quitara lo indio.

La ciudad cuenta también con leyendas urbanas, como aquella en la que un citadino personaje recorre en su vocho, de sur a norte, la avenida más grande del mundo, la de los Insurgentes, comprando en los altos que le tocan todo lo que le venden (hay más de cincuenta y tantos semáforos en esa vía). Al final, el vochito termina retacado de percheros, gorras, patas de pollo de plástico para colgar de los espejos retrovisores de los coches, bowls de chafaluminio, escobas y recogedores para niñas, paraguas con el arcoíris gay que compran los héteros, mapas de la República mexicana, sartenes, escurridores de loza, máscaras, protectores de sol para coches, manitas de plástico para rascarse la espalda y eléctricas raquetas matamoscas, inimaginable montón de toda clase de fayuca china.

En el recuento de lo perdido hay que mencionar el rojo sangre del tezontle y el gris –aunque suene redundante– del grey flannel de la chiluca de las montañas del Poniente que otrora maravillaran a Francisco de la Maza. Este binomio de nobles materiales que alguna vez caracterizó a la Ciudad de México se ha olvidado, le han ganado el sitio las pizarras, los ticules, los tecalis, el aluminio dorado y el blanco y los pisos de duela sintética laminada (ya nadie sabe qué son las tenayucas que cubrieron patios y escaleras de las mansiones barrocas de la capital). Ahora, las baldosas son simples fotografías de materiales nobles reproducidas en serie. También se han perdido: el famosísimo bar Leda del ahora Museo Experimental El Eco (Goeritz); aquel otro bar con su barra en las alturas del hotel Continental Hilton y su Salón Tesoro, donde Antonio Caballero fotografiara, en 1962, los interiores de Marilyn Monroe; la mágica Esquina Mágica; el Coyote Flaco; El Gatolote; el Acuario con sus peceras y aplastantes cubículos de  madera sumergidos en la oscuridad para poder fajar a gusto; la Rana Sabia y los hippiosos cafés Hullaballo y A Plein Soleil.
 

Inundación, Cd. de Méx.

Inundación en el Centro Histórico, Ciudad de México. Foto: Juan Guzmán, 1952. Archivo fotográfico IIE-UNAM.

 

Frente al cine Olimpia

Embotellamiento frente al cine Olimpia, Ciudad de México. Foto: Juan Guzmán, s/f. Archivo fotográfico IIE-UNAM.

Vale la pena recordar aquí al famoso Chácharas de La Lagunilla, chacharero que corrió muchas de las mejores antigüedades de México; hay fotografías de María Félix y su hijo Quique en el puesto del Chácharas. De Cantinflas se puede rescatar la escena en la que aparece con el Calendario Azteca en El signo de la muerte, de Chano Urueta, de 1939. No se pueden olvidar las maldiciones aztecas de ultratumba ni Las momias de San Ángel del año 1973 con el Mil Máscaras y colgajos humanos que persiguen a la voluptuosa Lorena Velázquez.

Se mencionarán ahora algunos personajes urbanos que se han ganado un especial lugar en la urbe del tezontle y la chiluca: el Chavo del Ocho; María Victoria con los apretujados pujiditos de “Cuidadito”, reventando un traje de cola verde esmeralda; Ninón Sevilla con un par de antenas puntiagudas de monstruos del espacio sideral, bailando el soberbio e inigualable mambo “Píntame de colores” ("pa’que me llamen Supermán"), con la orquesta de Pérez Prado. Como se observa, es imposible mencionar en estas cortas líneas la diversidad de los iconos que nos definen como chilanguenses.

Para el final se ha dejado gastronomía. Y como ya llegó la hora de comer, hagamos lo propio. Sólo en esta ciudad podemos pedir quesadillas que no son de queso. Por las avenidas y calles, sorteando combis asesinas, circulan los tacos de canasta en bicicleta con un enorme frasco de mayonesa McCormick rebosante de ácida salsa verde fermentada. Vale la pena aclarar que en el DF se inventaron las inigualables guajolotas (tortas de tamal); y hay lugares emblemáticos como el original Tizoncito de la calle de Campeche con sus grasientos tacos al pastor o las Tortas Don Polo de Félix Cuevas. En los ajetreos y avatares perdimos para siempre al Prendes del Centro con sus soberbios ramos de flores en las vitrinas de la entrada y los murales de famosos personajes, al Ambassador, a Lady Baltimore, al Tampico, al Villa Roma y al Samborncito. Todavía quedan en pie: Bondi con sus milanesas, el Casino Español, el café La Blanca, las quesadillas María Isabel en Emilio Castelar, La Hacienda de Tlalpan, el Miguel de la Roma, La Hija de Moctezuma, Casa Bell y el Nicos de Clavería (el mejor restaurante de comida mexicana de la capirucha); así que salud y provechito.
 

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Las mesas de trabajo que dieron cabida a las ponencias fueron cuatro (un comité especial conformó y armó las mesas); se incluyen aquí sus lineamientos, a manera de guías, para entender mejor las diferentes visiones y problemas que se tocaron al analizar e historiar a la Ciudad como escenario y como espectáculo de las artes. Son las secciones contenidas en el libro cuyo título completo es: La metrópoli como espectáculo: la Ciudad de México, escenario de las artes.

1. “Escenario geográfico y urbano en su totalidad”: la mutante superficie de la ciudad como arte urbano; la Ciudad de México y las ciudades del mundo; las maniobras constructivas y destructivas como obras de arte; su complejidad estética; las ciudades dentro de la ciudad: conjuntos, trazas, barrios, colonias, escenarios dentro del escenario.
 

Panorámica, Cd. de Méx.

Vista panorámica hacia el suroeste de la ciudad, tomada desde la torre del Centro Cultural Universitario Tlatelolco, Ciudad de México. Foto: Ricardo Alvarado Tapia, 2013.

2. “Las obras y experiencias escénicas y sus montajes”: las construcciones, monumentos, edificios y los avatares y experiencias felices de sus diseños; narración, estudio, situación, características de acontecimientos artísticos y culturales; edificios y monumentos públicos y privados y sus leyendas y sucesos reales e irreales; retroalimentación de las obras de arte; teoría y práctica de bailes, fiestas, cantos, conciertos; obras y hechos de la cultura popular; casas y edificios en serie; murales como escenografías y escenografías como monumentos exteriores e interiores; los teatros y los edificios como experiencias permanentes o efímeras del arte metropolitano.

3. “Personajes y actores”: los personajes, sus apariencias y sus trajes de luces y de sombras; vestuarios y disfraces de buenos y malos protagonistas, ciudadanos, creadores y artistas; la naturaleza humana en el gran drama de la metrópoli; creadores oriundos e invitados; los mencionados y los no dichos; participantes reales o inventados, experimentadores del limbo y del más allá; fugacidad o perdurabilidad de las actuaciones y de las acciones; artistas y artesanos anónimos; los artistas como héroes; técnicos y personajes paradigmáticos y artificiosos del teatro y la televisión.

4. “Dramaturgia, guiones, literatura alusiva. Imágenes y secuencias indicativas. Conceptos y obras en la Ciudad de México”; los autores e ideólogos y sus loas y señales; los trovadores y sus interpretaciones; argumentos, novelas, literatura dramática, poesía; descripciones realistas, fantasiosas, anómalas, objetivas en películas, programas de televisión, crónicas; los críticos mordaces y desilusionados; el desarrollo de propuestas y protestas ante las realizaciones reales e imaginarias de la gran ciudad; los retratos de costumbres, de ocurrencias y de quimeras; la estética de los dramas rituales y domésticos, interiores y exteriores; imaginarios históricos.

 

Barrio de San Lucas, Coyoacán, septiembre de 2013.

 

Vista panorámica desde Tlatelolco

Vista panorámica hacia el sur de la ciudad, tomada desde la torre del Centro Cultural Universitario Tlatelolco, Ciudad de México. Foto: Ricardo Alvarado Tapia, 2013.

 

*Investigador del IIE-UNAM.

 

Inserción en Imágenes: 12.02.14.

Imagen de portal: Edificios en Paseo de la Reforma, Ciudad de México. Foto: Juan Guzmán, s/f. Archivo fotográfico IIE-UNAM.

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