Matachines o matlachines: una revisión del constructo

Sabino Cruz V.*
scruzviveros@yahoo.com.mx

 

Las cosas bellas son difíciles de saber y ciertamente la ciencia de los nombres no es un trabajo ligero.

Platón
 

Danzantes de Moctezuma, SLP. Foto: Sabino Cruz V., 1996.
 

I. Consideraciones generales

Nombrar las cosas según la impresión que nos produjo el primer acercamiento, explicarlas con nuestras propias palabras, relacionarlas con los conceptos que determinan nuestra pertenencia a una cultura para insertar el fenómeno en esa realidad según las categorías que conforman nuestro idioma constituye un acto propio del investigador. Los estudiosos deben revisar los fenómenos inherentes a los pueblos, principalmente en relación con aquellos que en un momento de su historia tuvieron bajo su control el pensamiento y los sentimiento de muchas almas. Las tradiciones y costumbres son los primero elementos que se tocan y trastrocan en las danzas populares. Los areitos y mitotes mesoamericanos no fueron la excepción.

Danza de matachines, de matlachines o simplemente danza: la forma de nombrarla no tiene mayor importancia para los danzantes. Tampoco tienen que saber cuándo llegó a la ciudad, el significado del nombre o de la indumentaria correcta ni el de los adornos que deben usarse en el evento. La experiencia es más sencilla: algunos se conforman con saber que se trata de un acto heredado y transmitido por sus antepasados, tener bien ensayados sus “sones”, marcar con rigor las pisadas y que resalten las figuras coreográficas (cascada, espiral, cruz, círculo) para que su “virgencita” quede muy a gusto y así les haga a los danzantes la merced de concederles un milagro: conservar el trabajo, recobrar la salud, mantener unida a la familia, cruzar la frontera sin contratiempos, etcétera.

Sin embargo, y no obstante la creciente demanda y el aumento del número de los participantes de esta danza tradicional, en general, pero muy en especial la que ofrecen al santo patrón los pueblos del centro y noreste del país y gran parte de las ciudades fronterizas de los estados vecinos de Texas y Nuevo México, no existe un consenso entre quienes se ocupan del estudio de este género dancístico de cuáles son su origen y nomenclatura más precisa.

Cuando mucho, encontramos que se nombra por igual una danza que se hace acompañar por violín y guitarra, que utiliza como atuendo una capa, varios listones de colores que les cubren la espalda a los danzantes, que llevan una corona adornada con flores de papel de china y, además, que entre las dos filas de participantes colocan una o dos jovencitas nombradas “Malinches”; al frente de las filas agregan dos personajes históricos (Moctezuma y Cortés); también agregan un personaje (ella o él) que manipula un objeto siempre propio de los antiguos nómadas y seminómadas del norte del país: el arco y la flecha.

Ubicar el origen de esta danza y la razón de su creación, bien por los aborígenes chichimecas o por los colonos tlaxcaltecas, quizás no explique por qué se llevó a cabo su amplia difusión en varios estados del país y en algunos de la Unión Americana, pero sí nos ayuda a entender su amplia difusión y aceptación entre los modernos aridoamericanos; y, por qué no, podemos entender por qué se despertó el interés por darle un nombre propio a esa danza y por qué se pugnó por preservar la denominación de origen.

 

II. El escenario y sus actores principales

El constructo que ponemos a revisión sienta sus reales en la región que fue nombrada Aridoamérica, como una manera de resaltar diferencias culturales, económicas, políticas y religiosas con Mesoamérica, y que fue habitada por cazadores y recolectores, no practicantes de sacrificios, carentes de ídolos, pero conformadores de grupo que consideraba al Sol como una deidad específica. Indios “bárbaros” que antes de la llegada de los españoles dominaban un amplio espacio geográfico que se extendía por los actuales estados de Tamaulipas, Nuevo León, San Luis de Potosí, Aguascalientes, Hidalgo, Guanajuato, Querétaro, Zacatecas, Coahuila, Jalisco, Sinaloa, Durango, Sonora, toda la península de Baja California (López Austin, 1975), así como los estados americanos de California, Nuevo México, Texas y Arizona.

Este vasto territorio fue el asiento de numerosas familias nómadas que, ante la aridez de la tierra y la escasez de alimentos, se ven en la necesidad de recorrer grandes extensiones. Como consecuencia de esta actividad, se les empieza a identificar con el nombre genérico de chichimecas,[1] concepto que tenía la connotación de caníbal, bárbaro, salvaje, “gente feroz, desnuda sin habitación fija”; por tanto, se les consideraba los menos aptos, incapaces de vivir en política y alcanzar los misterios de la fe (Tello, 1973, p. 19).

Entre los grupos que entraron en confrontación con los conquistadores, alrededor del año 1550, los guachichiles y los zacatecos serán los que más destacan por su valentía y organización militar, por lo numeroso de su población, pero principalmente por ser considerados los más bravos y dañinos y que infundían terror en todos los alrededores (Orozco y Berra, 1864).

Esto les permitirá sobrevivir a la campaña de fuego y pólvora promovida por los españoles (después serán absorbidos por la cruzada de Cruz y Hostia), a la vez que los acercará a los tlaxcaltecas llevados a su territorio para que éstos les sirvieran de ejemplo. El encuentro de peninsulares y colonizadores con las naciones de indios nómadas definirá el carácter y las costumbre de la región y asimismo la construcción de nuevos signos culturales para sus habitantes.

A los grupos que más pelea dieron a los españoles y sus aliados, los guachichiles, cuachichiles o huachichiles (de cuaitl, “cabeza”, y chichiltic, “colorada”), se les consideraba crueles, diestros en el manejo del arco y flecha, los más feroces y valientes, poco dados a la idolatría: incineraban a los muertos, guardaban las cenizas de sus familiares en unos costalillos que siempre traían consigo.

El nombre fue puesto por los mexicanos porque según ellos parecían “gorriones”, ya que se embijaban lo más común con color colorado, se teñían los cabellos de ese color, se adornaban con unos “bonetillos” de cuero pintado y usaban unos tocados de plumas del mismo color” (De las Casas, 1944).
 

Locos de la danza de Ahualulco del Sonido 13, SLP. Foto: Sabino Cruz V., 1996.
 

Vecinos de los guachichiles, los zacatecos también deben su nombre a los mexicas al observar la abundancia de zacate que había en su “país”. Al igual que en el caso de los “cabeza colorada”, Gonzalo de las Casas los describe como los más valerosos y aguerridos entre los chichimecas; además, no construían casas, dormían donde les anochecía; durante el invierno se refugiaban en las quebraduras de los montes y en las grutas. “Eran muy diestros en el manejo del arco, acostumbraban a comerse a los muertos que se hubiesen distinguido por su valor o agilidad, esto, según sus creencias, para adquirir las cualidades del difunto” (De las Casas, 1944, p. 106). Practicaban una especie de eutanasia familiar, ya que, “si alguno le daba una enfermedad y si después de varios días no se curaba, lo mataban enterrándole una flecha en la garganta” (Sahagún, 1975, p. 600).

 

III. La colonización tlaxcalteca

La historia contemporánea de los estados que antiguamente formaron parte de la Nueva Extremadura (Coahuila), Nuevo Santander (Tamaulipas), Nuevo Reino de León (Nuevo León), Texas o Nuevas Filipinas (Texas), Nuevo Reino de Vizcaya (Durango), Nuevo México de Santa Fe (Nuevo México) y Nueva California (California), no se puede entender ni explicar sin el proceso de colonización que se dio a partir de la pacificación del septentrión mexicano. El traslado de indios amigos de los pueblos pacíficos, principalmente tlaxcaltecas y otomís, a tierra de chichimecas, para que les ayudasen a salvar su alma, cambiará por completo el perfil de la zona.

Este traslado se “justifica” por los constantes y sangrientos combates entre los “chichimecas” y los conquistadores, prolongados por más de cuarenta años. El fenómeno trajo consigo un desgaste físico y financiero, la pérdida de muchas vidas, robos, destrucción de los Pueblos de Paz y las Estancias de Ganado (Velázquez, 1982), por lo que era urgente garantizar la seguridad de tránsito de las personas y bestias de carga, trazar nuevos caminos para traslado de los minerales hacia el puerto de Veracruz, pero sobre todo consolidar los espacios ganados y evitar futuros brotes de insurrección.

La responsabilidad fue encomendada a cuatrocientas familias de los nobles y leales tlaxcaltecas que debieron mudarse hasta la zona de conflicto y, con su ejemplo, pacificar y adoctrinar a los indios salvajes. La salvación de las almas de estas naciones será el pretexto para la fundación de colonias tlaxcaltecas en tierra de chichimecas. Su traslado (14 de marzo de 1591) fue producto de las negociaciones entre el virrey Luis de Velasco, el segundo, y los gobernantes de los cuatro “cuarteles” o “barrios” en que estaba dividida la provincia: Tepectipac, “Encima de la sierra”; Ocotelolco, “Pinal en la tierra seca”; Tizatlán, “Lugar donde hay yeso o minero de yeso”; y Quiahuiztlán, “Lugar de lluvias” (Benavente, 2014, pp. 247-249).

Cada una de las cuatrocientas familias cargará, entre sus prendas de vestir y los utensilios para preparar los alimentos y cultivar la tierra, la cosmovisión propia de un pueblo mesoamericano muy dado a la idolatría: se imponían ayunos por varios días antes de las celebraciones a sus principales deidades: Camaxtli,[2] el mismo a quien los mexicanos adoraban bajo el nombre de Huitzilopochtli (Clavijero, 1968), y Matlalcueye o Diosa del Faldellín Azul Oscuro y que equivale a Chalchiuhcueye o Diosa de la Lluvia para los mexicanos (Simēon, 1977). Ambas deidades serán trasladas a la frontera con los chichimecas.

La trasplantación que los tlaxcaltecas hacen a tierras norteñas de sus dioses tutelares Camaxtli y Matlalcueye, junto con la enseñanza de los Evangelios, a través de la recreación de los autos sacramentales, pastorelas y danzas históricas (Señor Santiago, Caballito, Moros y cristianos) dará origen a una nueva reinterpretación del ritual cristiano, en donde los modernos mitotes y areitos jugarán un papel protagónico; sin embargo, el encuentro y convivencia de chichimecas y tlaxcaltecas serán la causa de una versión completamente independiente de la danza que conocemos como Moros y cristianos; estarán ausentes escaramuzas militares, diálogos en prosa o verso y toda la parafernalia del catolicismo occidental (Warman, 1985).

 

IV. Matachines o matlachines: revisión del constructo

La propuesta de revisar el constructo Danza de matachines-Danza de matlachines se  presenta a raíz de un estudio que se realiza tanto en Nuevo León, Tamaulipas y Monterrey como en Texas, del lado norteamericano. El estudio tiene su antecedente en los municipios del Altiplano Potosino (Salinas de Hidalgo y Ahualulco del Sonido Trece); en un sencillo acercamiento se observa que lo ejecutado por los danzantes está muy alejado del concepto original.

Desde el punto de vista etimológico, la palabra matachín (del italiano mattaccino, despectivo de matto, loco, bufón) describe a un personaje ridículamente disfrazado con un traje de diversos colores, ajustado al cuerpo; cubre su rostro con una máscara; danzaba al son de un teñido alegre haciendo muecas. Estos danzantes acostumbraban golpearse con espadas de palos o vejigas de aire (Moliner, 1973).

Corominas (1980) afirma que el matachín es un danzante popular de principios del siglo XVI; su significado proviene del latín vulgar mattus: así se llamaba el tipo de danza o juego que ejecutaban extranjeros para obtener dinero de la gente. En algunas descripciones los matachines a veces llevaban máscaras; hacían reír al público con las "contorsiones del rostro", de ahí que “hacer matachín lo entendían como hacer movimiento anormal del rostro, sea por asombro o manifestación excesivo de contento” (p. 876).

Según el Diccionario de autoridades el matachín es un hombre disfrazado de forma ridícula con carátula y vestido ajustado al cuerpo, de la cabeza a los pies. El traje es de colores, piezas alternadas. Estos disfrazados bailan una danza que llaman Matachín, con teñido alegre, haciendo muecas y dándose golpes con espadas de palo y vejigas de vaca llenas de aire (DHLE, 1734).

Zanolli anota que el término tal vez sea de origen sarraceno, que hace referencia a las luchas entre cristianos y moros y que quizás derive del latín vulgar matare, de mattus, blando, tonto, o mādidus, mojado, por lo que el mattaccino, “matado fingido”, es un bailarín grotesco con sonajas en el sombreo y en las piernas, “que se daba de golpes con espadas de palo y vejigas llenas de aire y la danza es una pantomima medieval de ritmo binario y muy difundida en los siglos XV, XVI y XVII” (pp. 102-103).

La presencia de una danza tipo matachines, a la manera europea, la encontramos descrita en el auto de fecha 28 de febrero de 1699, emitido por el conde de San Román, gobernador de la ciudad y provincia de Tlaxcala, en el que prohíbe los bailes de enmascarados, ya que en los tres días de carnestolendas algunas personas andan por las calles y casas enmascarados con distintos trajes para satirizar y poner en ridículo la honra y el crédito de otros. Así, para evitar todo acto de escarnio, mandó que: “todas las personas que así bailaren, de cualquier calidad y condición no usen de ninguna frase ni significación que mire a satirizar ni perjudicar a nadie en su crédito, estado u oficio, ni se entren en casas ajenas a bailar, sino en las calles, pena de que serán castigados a arbitrio de su señoría” (Martínez Baracs y Sempat Assadourian, 1991, p. 24).

En un dato más reciente se mencionan personajes disfrazados; lo registra Amparo Sevilla en Danzas y bailes tradicionales del estado de Tlaxcala (1983), y aclara que, más que una danza, se trata de camadas de hombres cuyos disfraces son muñecos o animales hechos de cartón, en ocasiones de gran altura, cubiertos con papel de china, que se encargan de hacer bromas y se desplazan sin ninguna forma coreográfica específica ni pasos determinados, al compás de música de banda o de mariachi. En Tlaxco, nos dice la autora, los matachines se disfrazan de diablitos, de animales o de mujeres; bailan en círculo alrededor de leños que ellos mismos encienden en la calle hasta que éstos se consumen.

Desde el punto de vista historiográfico, encontramos que la palabra matachín se encuentra en la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo (1632). En un apartado, el cronista describe algunos de los placeres y cantares con los que se divierte el emperador Moctezuma, así como la gran cantidad que tenía de bailadores y danzantes, de otros que hacen dar vueltas a un palo con los pies, otros que vuelan cuando bailan por lo alto y de otros que parecen como matachines (Díaz del Castillo, 1930).
 

Danzantes de Cerritos de Zavala, SLP. Foto: Sabino Cruz V., 1996.
 

En el mismo sentido, fray Antonio de Vetancourt (1698) expone que los naturales gustaban de un juego de matachines, mismo que consiste en subirse uno encima de otro y que encima de éstos otro que “con ligereza danzaba”. Otro juego de matachines consiste en que una persona acostada mueve con los pies un “palo grueso y rollizo de tres varas con notables vueltas que le dan” (Vetancourt, 1870, pág. 353).

En lo que respecta a la palabra matlachín, algunos son de la idea que la danza es una manifestación de raíces prehispánicas, que la palabra procede del verbo netotiliznema-chtioyan, que significa “salir al baile” (José Luis Engel, citado por Javier Sánchez López, 1998); otros indican que es una creación propia de los matlatzincas o señores de la red o los que hacen redes, expresión que proviene de los vocablos mátlatl: red, tzitil: reverencial y catl: referente al gentilicio.

También están los que afirman que matlachín es la contracción del vocablo nahoa malacatonzin de “malacahoa”, ‘girar o dar vueltas como malacate’, de lo que resulta “malacatonzines” o “matlachines”. Ambos posicionamientos coinciden en que la procedencia de esta danza viene de las tribus nahuatlacas, entre las que destacan los matlatzincas, establecidos en el Valle de México.

Un argumento en contra sobre la procedencia de la danza aclara que los matlatzincas no fueron utilizados como colonos para afianzar o extender los dominios de los españoles en tierras del norte, debido a que para esta empresa fueron trasladados tlaxcaltecas y otomíes, principalmente, por lo que el primer contacto que tuvieron los “chichimecas” con la “alta cultura” fue con estos dos grupos, más con los primeros, tanto así que encontramos en la nomenclatura de algunas ciudades el lugar de procedencia de sus habitantes: San Miguel Mexquitic de la Nueva Tlaxcala o Nueva Tlaxcala Tepeticpac, SLP.

Otro contraargumento refiere que el nombre de matlatzíncatl (de mátlatl: red, centli: mazorca de maíz y can: lugar) designa a los que viven en el lugar donde utilizan una red para desgranar maíz, misma red que utilizan para cargar sus víveres o para estrujar y retorcer a la víctima ofrecida a su principal deidad. Esta misma red la emplean para pescar (elemento no presente entre los “chichimecas” y los actuales danzantes).

 

VI. Variantes de la danza en el país: mismo nombre, distinto origen

Con un profundo arraigo y amplia difusión en los estados del centro y fronterizos de México, la Danza de matachines/matlachines ejecutada por mestizos tienen como rasgo característico el uso de un arco pequeño con su flecha incorporada; un chaleco y dos piezas de tela que cubren el cuerpo al frente y atrás: ambas piezas adornadas con carrizos y rematadas con corcholatas; calzan “cacles” o huaraches, elaborados con un par de láminas y cruzados por una cintas de cuero crudo. Diferencia las cuadrillas el penacho que emplean, el cual también será distintivo del estado al que pertenecen.

En un texto publicado por la Secretaría de Educación Pública (SEP, 1958) se observa el primer intento por agrupar las danzas que comparten el mismo nombre o que llevan nombre distinto pero que de alguna manera presentan similitud de elementos distintivos: Tatachines de Jalisco (arco y sonaja); Arqueros de Jalisco (arco y sonaja); Danza del ojo de agua de Coahuila (tecomate con piedrecitas y arco); Matachines de Zacatecas (tecomate con piedritas y arco); los Chichimecas de Salinas Hidalgo, San Luis Potosí (tecomate con piedritas de hormiguero y arco); Arqueros de Nayarit (sonaja y arco); Matlachines de Aguascalientes (sonaja y arco). Hay signos distintivos no presentes en danzas a las que se les nombra de la misma manera, y que abonan a una mayor confusión, ya que lo mismo nombran matachín o matlachín a una danza que manipula una palmeta y una sonaja, acompañada por violines, tambores, guitarras e incluso arpa, que a otra en la que los danzantes “visten trajes llenos de coloridos, con coronas de flores de papel, cintas, plumas, cuentas de vidrio y espejos, una sonaja en la mano izquierda y en la derecha un pequeño tridente adornado con plumas” (Momprade y Gutiérrez, 1976, p. 195).

Otra variante con el mismo nombre, que tampoco guarda parecido con la danza de este estudio, describe a un matachín tarahumara con la cara pintada que carga un zurrón de animal y que baila al son de un violín (Lumholtz, 1892, citado por Momprade y Gutiérrez, 1976, p. 195).

Una descripción más detallada de la Danza de matachines de los tarahumaras, pero  contraria a la danza de los Chichimecas, la encontramos en Las danzas de conquista I. México contemporáneo de Jesús Jauregui y Carlo Bonfiglioli (1996). Ambos autores, apoyados en un par de cartas escritas en el siglo XVIII, señalan que la danza fue introducida a la región tarahumara por los misioneros jesuitas y que se ubica, junto con el baile de fariseos, dentro del “subgrupo de las danzas de conquista sin coloquio” (Bonfiglioli y Jauregui, 1996, p. 257).

Ejemplos de danzas nombradas de una u otra manera las encontramos en los pueblos originarios y en las comunidades mestizas del país. Estas danzas, si bien divergen de las ejecutadas por los pobladores que fueron “colonizados” por los tlaxcaltecas, ofrecen, además del arco con flecha y penacho, la imagen de la Virgen de Guadalupe, de san Judas Tadeo, de Nuestro Padre Jesús o el Divino Niño Jesús, como signo identitario, además de la presencia del “Loco de la danza”, “Gurria” o “Viejo de la Danza”, quien debe cuidar que no decaiga el ánimo en el público o entre los danzantes, vigila el orden y la entrada a la iglesia, corrige al danzante que está haciendo mal el paso, que anda fuera de la línea o está muy “flojo en la labor”.

 

VII. Conclusiones

Intentos por renombrar la danza los encontramos en diversas fuentes que argumentan que el origen es anterior a la llegada de los españoles, y que el nombre que más le ajustaría es Danza de indios o Danza de chichimecas, considerando que sus accesorios principales son el arco y la flecha, armas fundamentales para la sobrevivencia de los habitantes de las zonas áridas y semiáridas de la región.
 

Danzantes de Cerritos de Zavala, SLP. Foto: Sabino Cruz V., 1996.
 

Sin embargo, además de darle un nombre propio a la danza, el significado de matachín/matlachín dista mucho del cuadro coreográfico que los danzantes ejecutan durante la fiesta patrona. Debemos considerar entonces la posibilidad de que la danza sea el resultado del mestizaje entre tlaxcaltecas-guachichiles-zacatecos-coahuiltecas, etcétera, mediando muy probablemente entre ellos las deidades tutelares mesoamericanas: Camaxtli y Matlalcueye.

La presencia del “Dios de la caza” y la “Diosa de la lluvia” en los nuevos núcleos de población la detectamos en dos prácticas que, a nuestro parecer, denotan una prolongación del ritual de los antiguos tlaxcaltecas: la primero tiene que ver con el ritual que los tlaxcaltecas ofrecen a Matlalcueye al faltarles el agua y en las grandes procesiones, ayunos y penitencias que realizaban (Muñoz-Camargo, 1998); esta estructura, ya en suelo aridoamericano, fue modificada por el traslado de la Virgen de Guadalupe de su sede original a la iglesia parroquial de SLP el 13 de diciembre de 1771, con objeto de alcanzar los favores divinos y poner fin a la escasez de agua y agotamiento de las minas (Velázquez , 1982).

La segunda la identificamos con el paseo en andas del Cristo crucificado por las tierras de labranza, las parcelas, los ranchos y los ejidos para que llueva y no se mueran los animales y alcanzar buenas cosechas. Este ritual lo realizan hasta nuestros días los habitantes del Barrio Tlaxcalteca del Ojo de Agua de la ciudad de Saltillo, Coahuila, cada segundo domingo de septiembre.

A esta parafernalia notable habrá que agregar los cuadros de danza en los que se observan elementos característicos de Camaxtli: arco y flecha, cacles o huaraches, sarta de plumas colocadas sobre la cabeza (penacho) y la continua percusión con los pies y manipulación de los arcos que recuerdan el griterío que hacían los antiguos para desorientar a las piezas de caza; asimismo: los autosacrificios que algunos de los participantes realizan como ofrenda para obtener la gracia divina: danzar con los pies descalzos, colocar las trenzas en la vestimenta.

 

VIII. Discusión

Por desidia o incapacidad de parte de los estudiosos de las costumbres y tradiciones del país, entiéndase investigadores o directores de ballets folklóricos, los signos propios de las comunidades indígenas/mestizas se corrompen, haciendo de éstos un simple objeto de manipulación para informes académicos o espectáculos escénicos, sin contribuir en forma alguna a su fortalecimiento como agente de cohesión social, pertenencia e identidad comunitaria.

Se cree que no tiene sentido nombrar de una u otra manera la danza objeto de este estudio, que equivale a mantener una actitud de supremacía sobre el otro cuando no se le permite nombrar por sí mismo las cosas según su parecer. Tal actitud nos remonta al planteamiento donde se establecía que bárbaro era todo aquel que no era ateniense, que chichimeca era todo aquel que no era mexica y que matachín/matlachín es todo aquel que no es cristiano.

Revisar el constructo referente a la danza estudiada, para promover la denominación de origen de esta manifestación dancística resultado del encuentro de etnias americanas, nos parece un acto de justicia cultural, a quinientos años de la caída de Tenochtitlan y cuando se busca reivindicar las culturas originarias. Volver los ojos hacia aquellas expresiones culturales que no fueron “contaminadas” por la religión católica, que mantuvieron su autonomía idiosincrática y su sistema de creencias nos convoca a levantar la voz para exigir ubicarlas entre los signos de identidad nacional que han forjado esta nación.

Matachín, matlachín, chichimecas, Danza de arco y flecha, etcétera, es resultado del proceso de colonización interétnico que fusiona el panteón mesoamericano con las creencias de los indómitos guachichiles, zacatecos, coahuiltecos, guamares y guaxabanes. Choque de culturas donde la escasez de lluvia y de caza se imbrican para dar forma a un ritual que muy probablemente fue seguido por los nativos y que mediante el mestizaje fue generalizando su práctica.

Reconocer la representación dancística dramatizada en que se hallan presente signos de identidad de los llamados chichimecas y los tlaxcaltecas como un producto propio entre culturas originarias será un primer paso para revalorar el mestizaje cultural de México.

 

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Danzantes de Salinas de Hidalgo, SLP. Foto: Sabino Cruz V., 1996.

 

*Doctor en Política y Evaluación Educativa por la Secretaría de Educación del Estado de Veracruz. Profesor en la Universidad Veracruzana y en la Universidad Pedagógica Veracruzana.

 

Inserción en Imágenes: 25 de junio de 2021.

Imagen de portal: Danzantes de Moctezuma, SLP. Detalle. Foto: Sabino Cruz V., 1996.

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[1] Chichimecas “es genérico, y fue puesto por los mexicanos en ignominia de todos los indios que andaban de vagos, sin tener casa ni sementera, el nombre se compone de chichi, perro; y mecatl, cuerda o soga; entendido esto por perro que trae la soga al cuello (De las Casas, 1944, p. 21).

[2] Motolinia (201) señala que Camaxtli es la deidad del barrio de Ocotelulco y que para los tlaxcaltecas era el dios de la guerra y el fuego, y lo considera el equivalente a Huitzilopochtli. Durán (1967) señala que los tlaxcaltecas lo tomaron como patrono porque les enseñó los modos y maneras de cazar, “y por haber sido muy diestro y astuto en el arte, y el primer señor que los chichimecas y cazadores tuvieron” (p. 71).