Influencia del arte oriental en México

Julieta Ortiz Gaitán*
ortizgjulieta@gmail.com
 

Fuente circular de porcelana china. Compañía de las Indias, primera mitad del siglo XVIII, porcelana dura, diámetro: 28 cm. Museo Nacional del Prado, <www.museodelprado.es>.
 

LAS INFLUENCIAS DEL ARTE ORIENTAL en las expresiones artísticas mexicanas pueden detectarse en diversos momentos y variadas formas. Durante los trescientos años de dominación española, el intercambio comercial con Oriente por medio de contactos marítimos como la Nao de China o Galeón de Manila dejó en el arte novohispano un sello propio de carácter ecléctico y trascendente debido, entre otras causas, a la copiosa afluencia de objetos suntuarios correspondientes a las llamadas artes menores.[1] Una de las consecuencias más palpables se aprecia en la interpretación que los artistas y artesanos novohispanos hicieron de los elementos ornamentales de estas piezas de Oriente a fin de aplicarlos a la vasta producción artesanal de Nueva España, principalmente la alfarería, la orfebrería y los textiles. Asimismo, los propios objetos –sedas, alfombras, porcelanas, lacas, piezas de marfil y hueso, metales preciosos, mobiliario y demás delicadezas– pasaron a formar parte de los enseres domésticos y religiosos de la elite colonial, al lado de otros bienes de uso práctico como la tinta, el papel y variados medicamentos e infusiones.

Fue común que las familias acomodadas del virreinato mandaran a hacer a Oriente vajillas, tibores y piezas de porcelana con elementos decorativos y formas de su preferencia. Para ello se enviaban a China diseños que los artistas de aquel país debían de copiar. Este tipo de porcelana que se hizo sobre pedido se conoce con el nombre de loza de Compañía de Indias.[2] Tanta importancia cobró la afluencia de objetos suntuarios que “la Ciudad de México se convirtió en un emporio comercial de bienes de este tipo. Cada año, al saberse que había arribado con bien a la bahía de Acapulco el exótico cargamento, se echaban a vuelo las campanas de la Metropolitana, hecho que anunciaba a los habitantes la segura llegada de los nuevos objetos orientales”.[3]

La fascinación por Oriente se debió, entre otras cosas, a los profundos contrastes de una sociedad de antigüedad milenaria pero con rasgos considerados “primitivos”: la contemplación mística, el ascetismo y la renunciación, frente a una vida terrenal exuberante, sensual, que busca satisfacer el cuerpo y los sentidos con los más sutiles refinamientos y placeres; la delicadeza y sensibilidad para apreciar la belleza de las cosas simples –las flores, los jardines, las aves o los perfumes– frente a una inveterada crueldad que, a través de leyes y costumbres, corresponde a severos códigos morales, religiosos y bélicos. Sabiduría y barbarie, lujo y miseria constituyen, pues, estereotipos establecidos por la visión europea que contribuyeron al enriquecimiento del mito de Oriente y que significaban la parte ideológica sobrepuesta a las intenciones de dominio mercantil, político y económico.
 

Vicente Palmaroli y González, En el estudio, ca. 1880, óleo/tabla, 29 x 22 cm. Museo Nacional del Prado, <www.museodelprado.es>.
 

Fue a través de la cultura europea que México desarrolló vínculos con Oriente durante el virreinato y el primer siglo de vida independiente. En general, existen abundantes ejemplos de la fascinación por lo Otro en las diversas manifestaciones del arte europeo y sus zonas de influencia. Particularmente en pintura, son frecuentes las escenas históricas, arqueológicas, costumbristas y de batallas que recurren a motivos y temas orientales. La recuperación del pasado por parte de los pintores románticos encontró en Oriente diversas fuentes de inspiración. A principios del siglo XIX, los avances imperiales napoleónicos permitieron la proliferación de viajes de todo tipo impulsados por la curiosidad y el deseo de novedad y riqueza: expedicionarios científicos, aventureros, escritores, artistas, críticos y hombres de mundo viajaron por tierras de la Media Luna, África, China, India y Japón. Muchos de ellos dejaron relatos que se volvieron testimonios incitantes para el arte. Los pintores, particularmente, incluyeron en sus pinturas escenas de las míticas tierras. Eugène Delacroix y Dominique Ingres, entre otros, popularizaron ampliamente los temas orientales, con el aura de exotismo y fantasía que tanto buscaban los románticos. El género llegó a ser tan socorrido que se creó en París la Société des Peintres Orientalistes, presidida por Gérôme y Benjamín Constant.

A medida que se acercaba el fin de siglo, se acentuaba en los artistas europeos la búsqueda de otros lugares. Se guiaban, además, por un impulso escapista. Ideas decadentistas que se extendían por Europa en el cambio de siglo llevaron a artistas y pensadores a buscar en otras culturas la fuerza y vitalidad que consideraban perdida. Los artistas continuaron viajando a Oriente y a islas remotas en busca de nuevas fuentes visuales para sus trabajos. Los colores abrillantados por el Sol intenso y la fuerza expresiva de algunas corrientes artísticas finiseculares fueron adquiridos sin duda por medio de la contemplación de aquellos lugares lejanos y por la apreciación estética de objetos confinados entonces en museos antropológicos. Los temas orientales, retomados ahora por los pintores vanguardistas, dieron cauce a vigorosos esquemas de representación visual, enmarcados en el espíritu inquisitivo y experimental propio ya del siglo XX.
 

Eugène Delacroix, Mujeres de Argel en su apartamento, 1834, óleo/tela, 180 X 229 cm. Museo de Louvre.
 

Otra modalidad del orientalismo se manifestó en la proliferación de objetos en el mercado europeo que condujo a un coleccionismo en lo referente a muebles, textiles, bordados, orfebrería, porcelana, cerámica y demás manifestaciones de las llamadas artes menores. Este tipo de objetos pasaron a ser ornamentaciones codiciadas por la sociedad burguesa. En 1893 se celebró en el Palacio de la Industria de París una exposición de arte musulmán que contribuyó con creces a acentuar el fenómeno del coleccionismo.[4] Las exposiciones universales llevadas a cabo en Europa durante el siglo XIX propiciaron, a su vez, el conocimiento de las manufacturas de las colonias europeas, con lo que se fomentó el gusto por piezas “exóticas” portadoras de cosmovisiones y costumbres diferentes. En particular, China e India contribuyeron al engrandecimiento del sistema imperial inglés con codiciados objetos suntuarios, materias primas y manufacturas.

En 1853 el comodoro Mathew Perry forzó a Japón a establecer relaciones comerciales con Estados Unidos por necesidades de expansión económica. La apertura de Japón al comercio exterior permitió un conocimiento paulatino de su variada producción, misma que provocó un creciente interés y un gran impacto en la sociedad europea. Con esta apertura se puso fin a un periodo de aislamiento que duró cerca de dos siglos y medio.

El contacto con la peculiar visión plástica de los pintores japoneses generó modificaciones de ciertos esquemas tradicionales de la pintura occidental, lo cual afectó rasgos formales como la perspectiva, la línea y el color, así como motivos ornamentales e iconográficos. Es de sobra conocido el auge extraordinario que cobraron las estampas japonesas a fines del siglo XIX; su influencia en los pintores impresionistas, por medio de álbumes y libros que se podían adquirir en tiendas de anticuarios y de marchands, abonó el terreno para el surgimiento de las llamadas vanguardias históricas del siglo XX.

Tal influencia se extendió también a la literatura cuando escritores y poetas exaltaron las bellezas de Oriente y practicaron métricas novedosas en sus creaciones impregnadas de la nueva estética orientalista. Por ejemplo, la producción literaria de los modernistas hispanoamericanos, ya de por sí rica y original, se vio enriquecida con la incorporación de estos elementos. Así, las influencias más directas del arte oriental en el arte mexicano de las primeras décadas del siglo XX provienen mayormente de las expresiones japonesas adaptadas a la estética modernista de fines del siglo XIX, como se manifiesta en la obra de escritores de la Revista Moderna, en el contexto místico filosófico de el Ateneo de la Juventud y en la prensa de la época en general.

Los influjos orientales finiseculares más importantes en el arte académico mexicano se deben a la pintura europea, conocida en México gracias a las exposiciones que organizaba periódicamente la Academia y a los cromos con reproducciones de los cuadros más gustados. Diversos maestros contribuyeron a esta modalidad estética con obras pródigas en temas orientales. Es el caso de Antonio Fabrés, quien fuera director de pintura de 1903 a 1907, y de su célebre óleo Por orden del sultán, entre otros. Es pertinente anotar que en 1913, por iniciativa del entonces director de la Academia, Alfredo Ramos Martínez, se intentó implantar, como parte del plan de estudios, una clase sobre artes orientales a cargo de José Juan Tablada. Esta idea, aunque no se llevó a cabo, da cuenta de la vigencia y la importancia del tema.[5]
 

Antonio Fabrés, Centinela árabe, 1879, óleo/tela, 164 x 86 cm. Arabia Exotica, <http://www.arabiaexotica.com>.
 

Por otro lado, la prensa de la época registra numerosos testimonios sobre el interés por lo oriental. Como ejemplo podemos citar la revista El Mundo Ilustrado, que circuló entre 1894 y 1914, en la que abundan artículos, reportajes, poemas y cuentos, así como ilustraciones, láminas y portadas referentes a temas orientales. Destacan al respecto los trabajos del mismo Fabrés. Todo esto se refiere a lo que se conoció como japonismo, moda que había cobrado auge desde fines de siglo en Europa y en América, continentes
 

donde se han escrito importantes obras y largos artículos en la prensa sobre aquel país [...]. Todo lo que se refiere a los japoneses llama la atención de una manera colosal. Los usos y costumbres del imperio asiático son estudiados detenidamente [...] sólo falta que los copiemos hasta en su manera de vestir para que la fiebre del japonismo nos haya invadido por completo. Suceda esto o no, lo que sí es innegable es que podemos aprender mucho de aquel exótico pueblo. Es ya cosa bien sabida que los japoneses son los mejores dibujantes que han existido. Ninguna nación se ha puesto nunca a la altura de ellos en su manera de combinar los colores, y sabemos bien que el japonés es artista por intuición y que su amor por la naturaleza es casi una religión.[6]
 

La alta valoración del arte japonés dejará su huella en algunos artistas plásticos a medida que avance el siglo XX. Estos creadores eran estimulados por un clima cultural en el que era usual encontrar abundantes artículos en la prensa de autores como Rudyard Kipling, José Juan Tablada, Carlos Pereyra, Ezequiel A. Chávez, entre otros.[7]

Además, la influencia del arte oriental estaba presente en las artesanías y en las artes aplicadas. La producción artesanal, basada en una larga tradición, se fue haciendo más atractiva a la nueva visión del siglo XX. Esta valoración paulatina llevó a las artesanías a ser consideradas piezas de museo en la exposición de Arte Popular de 1921. Y respecto a las artes aplicadas, fue común el gusto por todo tipo de objetos suntuarios entre las elites, lo que hizo que atesoraran chinoisseries y decoraciones “exóticas”. La prensa de la época da cuenta de los estilos eclécticos muy en boga para decorar salones e interiores, en los que se combinaban objetos orientales con otros de diferente estilo y procedencia. No podía faltar en los ateliers, bibliotecas y salas de estudio una profusión de tapices, sedas, almohadones y cortinajes que servían de marco a mesitas, vitrinas, pinturas y muebles que causaban la admiración por su rareza y suntuosidad. También los salones de recibir ostentaban porcelanas, abanicos, tibores y biombos que se multiplicaban hasta en los más íntimos saloncitos de costura o de tomar el té. Además, estos objetos conferían a los propietarios un “aire de mundo” por la evocación de las tierras lejanas de las que provenían.

Durante las fiestas del Centenario de la Independencia se montaron dos exposiciones de arte y artículos industriales en la Ciudad de México que fueron muy comentadas: la exposición española y la exposición japonesa. Esta última, por expresa invitación del gobierno de México, se instaló en el llamado Palacio de Cristal, hoy Museo Universitario del Chopo, propiedad entonces de José Landero y Coss. Los trámites diplomáticos correspondientes fueron encabezados por el embajador especial de Japón, barón Yasuya Uchida, y el embajador especial de México en Japón, Porfirio Díaz, hijo. En la organización tuvo destacada participación el señor Shintaro Marimoto, representante de la Compañía Naviera Oriental Toyo Kisen Kaisha, empresa marítima de intercambio comercial entre el archipiélago nipón y el continente americano.

La exposición japonesa se inauguró el 2 de septiembre de 1910 con la presencia del presidente Porfirio Díaz, los representantes del gobierno y el cuerpo diplomático, así como hombres de las altas esferas culturales y financieras del país. Anexo al Palacio de Cristal se montó un jardín japonés que podía visitarse con la consecuente admiración de los asistentes. La llamada industria liviana exhibió alfileres, botones, cerrajería, lápices, juguetes, artículos para escritorio, para cirugía y medicina, deportivos (para el lawn-tennis) y artículos de paja. Asimismo se podía ver cerámica, laca, bambú, metal, madera, sables, textiles, al igual que dibujos caligráficos, objetos para la ceremonia del té y para el diseño de jardines. La exposición daba cuenta de la unión que se da en el arte japonés entre lo funcional y lo bello, lo que conduce a una escasa diferenciación entre las artes mayores y las menores. Por lo tanto, al lado de estos objetos se exhibieron pinturas y esculturas de las que, desafortunadamente, no se conservan catálogos. Finalmente, el público asistente pudo apreciar muebles, kimonos, tintas, plumas de bambú, pastillas para refrescar la boca, dentífricos, medicamentos e insecticidas.[8]

La exposición japonesa significó, en el marco de las fiestas del Centenario, una muestra más de la apertura hacia el mundo y la modernidad preconizada por el Porfiriato. Sin embargo, esta visión de progreso habría de entrar en profunda crisis dos meses después.
 

Antonio Fabrés, Músicos callejeros en un pueblo del Medio Oriente, s/f, 81 x 63.5 cm. The Athenaeum, <http://www.the-athenaeum.org>.
 

Como se ha mencionado, la corriente orientalista no se circunscribía a un núcleo de intelectuales o iniciados; antes bien, se extendía a revistas, semanarios y diarios de la época que le conferían un carácter más popular. Hemos dicho cómo desde las últimas décadas del siglo XIX el japonismo fascinaba por su carácter exótico, no exento de romanticismo tardío, a los lectores mexicanos. La prensa publicaba artículos como “El arte dramático en el Japón”, “En un jardín japonés”, “Una chinería”, “Las damas japonesas”, “Las modas chinas”, además de cuentos, leyendas y dramas, así como extensos reportajes como el publicado por el doctor Carlos Glass, médico de la marina mexicana, con el título de “Apuntes sobre el viaje alrededor del mundo de la corbeta Zaragoza”. Esta colaboración se publicó en diez partes en las que se hacían extensas y evocadoras descripciones de Honolulu, Yokohama, Tokio, Singapur, Suez, El Cairo y diversas ciudades de China y la India.[9]

Llama la atención la variedad de imágenes con motivos japoneses y orientales que ilustraban portadas y artículos. Se puede hablar de dos grandes grupos: los grabados, dibujos e ilustraciones ejecutados por artistas occidentales, y los realizados por orientales. Ejemplos de los primeros son las argelinas que nos hacen pensar en la obra de Fabrés, al igual que dibujos y numerosas interpretaciones acerca de temas japoneses. Resultan interesantes los casos de la fotografía de una geisha no japonesa, es decir, una muchacha europea vestida de geisha, y el dibujo del artista A. Flores sobre el mismo tema, que engalanaban sendas portadas de El Mundo Ilustrado.[10]

Para 1922 José Gorostiza publica una antología en la editorial Cultura dedicada a Rabindranath Tagore.[11] Diversos artistas participaron en la tarea de ilustrar los textos orientalistas de escritores y poetas: Carlos Neve, Ben-Hur Baz, Ernesto García Cabral, entre otros. Pero tal vez fue Roberto Montenegro quien captó con más gracia y espíritu las figuras legendarias de sultanes y odaliscas, además de exuberantes jardines. Desde su estancia en Mallorca se había interesado por la temática al realizar las ilustraciones de La Lámpara de Aladino para los Talleres de Oliva de Vilanova en Barcelona.[12] Al llegar a México repitió el tema del cuento de Las Mil y una Noches en un mural pintado en la escuela Benito Juárez de la Ciudad de México, en 1925, bajo el patrocinio de José Vasconcelos.

Montenegro, como muchos otros artistas, gustaba de decorar su estudio con las refinadas piezas de porcelana y marfil que recibían el nombre genérico de chinoiseries, y que el cronista Roque Armando menciona cuando describe el estudio del pintor: "Sobre una mesita chinesca, entre las chinerías que decoran su estudio...”[13]
 

Antonio Fabrés, El regalo para la favorita, s/f, 44.5 x 55.5 cm.The Athenaeum, <http://www.the-athenaeum.org>.
 

Pero no solo los artistas gustaban de estos ornamentos sino que, como se ha mencionado, fueron parte de la decoración de las casas de la burguesía. En la ciudades portuarias se podían encontrar con facilidad establecimientos donde adquirir estos objetos. Tablada mismo nos habla de lo que para él eran bellas y exóticas piezas que decoraban su casa de Mazatlán. Pero en la Ciudad de México sin duda también abundaron dichas tiendas o bazares. Es el caso de la que se encontraba en el número 14 de la calle de Puente Quebrado a cargo de J. Felipe Oropeza, y que se anunciaba con el simple rubro de "arte japonés" en la revista Frivolidades del 3 de julio de 1910.

Las influencias orientales se dejaban ver también en aspectos más superficiales y cotidianos, como la moda en el vestir y los espectáculos. El "decorado japonés" ocupaba un lugar preferente en las recomendaciones de la moda hogareña: “Pronunciar el nombre del arte japonés es como si evocáramos una cantidad innumerable de dibujos originales y un estilo muy particular de formas de colores, y una interpretación esencialmente distinta de todas nuestras tradiciones y fórmulas.”[14]

El Universal Ilustrado informaba a sus lectoras en 1919 sobre “los estilos en que se inspira la moda”, y detallaba que "se hacen ahora bordados y dibujos al estilo chino para adornar tanto los trajes como los abrigos, y se aplican en orlas y cenefas".[15] En el mismo diario se anunciaban las actuaciones de la bailarina hindú Mademoiselle Dourga, "que acaba de hacerse admirar en los teatros europeos, especialmente en la obra Aladino o la Lámpara Maravillosa. Ha hecho además unos bailes al aire libre [... y posee] una gracia digna de las figuras de Tanagra".[16]

Los rasgos orientalistas impregnaron de tal modo las manifestaciones artísticas del México de la época que en 1921 Ricardo Gómez Robelo no duda en señalarlos como elemento constitutivo de la nacionalidad, presentes, según él, en la obra de Montenegro, en la que “las artes plásticas estallan en un orientalismo que es el verdadero genio del alma nacional”.[17]
 

Roberto Montenegro, personaje orientalizante representado en La sabiduría, 1923, encáustica. Muro norte del despacho del secretario, Secretaría de Educación Pública, México. Foto: Pedro Cuevas, Archivo fotográfico IIE-UNAM.

 

*Doctora en Historia del Arte por la UNAM. Está adscrita al Instituto de Investigaciones Estéticas, donde coordina el Archivo Histórico Documental.

 

Inserción en Imágenes: 26.01.16.

Imagen de portal: Roberto Montenegro, Odalisca, s/f, tinta/papel, 14 x 12.5 cm. Museo Colección Blaisten, <http://www.museoblaisten.com>.

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[1] Gustavo Curiel Méndez, "Consideraciones sobre el comercio de obras suntuarias en la Nueva España de los siglos XVII y XVIII", en Regionalización en el arte. Teoría y praxis, UNAM, Instituto de Investigaciones Estéticas/Gobierno del Estado de Sinaloa, 1992.

[2] Idem, p. 132.

[3] Idem.

[4] Montserrat Martí Ayxelá, "Fabrés en París, 1894-1902", en Fabrés y su tiempo (1854-1938), México, Museo de San Carlos/Instituto Coahuilense de Cultura, 1994, pp. 44 y 45.

[5] Pilar García, "Alfredo Ramos Martínez y la Academia Nacional de Bellas Artes (1910-1920)", en Alfredo Ramos Martínez (1871-1946): Una visión retrospectiva, MUNAL, 1992.

[6] “El japonismo a la moda”, en El Mundo Ilustrado, t. I, núm. 8, 23 de diciembre de 1894. Este artículo forma parte de uno más amplio que se intitula “China, Japón y Corea.”

[7] Rudyard Kipling, “Cartas del Japón”, en El Mundo Ilustrado, 28 de mayo de 1905. “Cuentos de la India. Moti Guj-Mutin”, en El Mundo Ilustrado, 3 de septiembre de 1905. “Cuentos de la India. Historia de Muhamad Din”, en El Mundo Ilustrado, 1 de octubre de 1905. “Venganza árabe. Recuerdo de Asia Menor”, idem. Carlos Pereyra, “La vida religiosa del Japón”, en El Mundo Ilustrado, 6 de agosto de 1905. Ezequiel A. Chávez, “Crónicas extranjeras: China”, en El Mundo Ilustrado, 23 de abril de 1905.

[8] Silvia Seligson, “La Exposición Japonesa”, en 1910: El arte en un año decisivo, Museo de San Carlos, 1991, pp. 33-39.

[9] “El arte dramático en el Japón”, en El Mundo Ilustrado, 17 de noviembre de 1907. Este artículo se ilustra con dos fotografías: “El Japón de Pierre Loti” y “El estanque de los lotos”. Koyzumi Yakumo, “En un jardín japonés”, 17 de marzo de 1907. Rufino Blanco y Sánchez, “Una chinería”, en Álbum de Damas, mayo de 1907 (1a. quincena). “Las damas japonesas”, en Álbum de Damas, mayo de 1907 (2a. quincena). Violeta, “Las modas chinas”, en Álbum de Damas, noviembre de 1907 (1a. quincena). Jesús Londoño Martínez, “Abu Zaid, el Poeta. Cuento semi-oriental”, en El Mundo Ilustrado, 11 de agosto de 1907.

[10] “Oriental. Colección de la Photo Materials Co.”, en El Mundo Ilustrado, 24 de abril de 1904. “Mujer japonesa. Dibujo a color por A. Flores”, en El Mundo Ilustrado, 18 de junio de 1905.

[11] Rabindranath Tagore, Prólogo de José Gorostiza, México, Editorial Cultura, t. XIV, núm. 3, 1922. José Gorostiza publica un artículo titulado "Rabindranath Tagore", en Azulejos, vol. I, núm. 7, mayo de 1922, p. 15.

[12] "Esta nueva traducción de la leyenda árabe La Lámpara de Aladino ilustrada por R. Montenegro se acabó de imprimir a 15 de diciembre de 1917, en los Talleres de Oliva de Vilanova, Calle de Casa Nova, 169, Barcelona." Otras ilustraciones orientalistas de Montenegro son: "Ilustración" (1919), en Forma, Revista de artes plásticas, vol. II, núm. 7, 1928; "Rabindranath Tagore", en Revista de Revistas, 4 de enero de 1925; "Budha", idem.

[13] Roque Armando, "Roberto Montenegro. Pintor y dibujante", en Revista de Revistas, 30 de agosto de 1925, p. 35.

[14] “Decorado japonés”, en Álbum de Damas, agosto de 1907 (1a. quincena ), s/p.

[15] El Universal Ilustrado, vol. III, núm. 135, 4 de diciembre de 1919.

[16] Idem, p. 30.

[17] Ricardo Gómez Robelo, “La exposición de Roberto Montenegro”, en México Moderno, junio de 1921.