Fallecimiento de Saturnino Herrán

Aurelio de los Reyes García-Rojas*
audelosreyes@hotmail.com

 

Saturnino Herrán, Retrato de Manuel Toussaint, 1917, crayón acuarelado/papel. Foto: Ernesto Peñaloza, 1995. Archivo fotográfico del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.
 

EN UNA ENTREVISTA DE 1917 de José D. Frías, (a) Bona Fide, a Saturnino Herrán, publicada por El Universal Ilustrado,[1] se percibe tristeza y derrotismo en el artista, a mi juicio causados por varios factores, entre otros precaria salud y, quizá también, la difícil situación por la que atravesaban los artistas en general, y los pintores en particular, por el elevado costo de los insumos, debido con toda seguridad a la situación del país, misma que era causante, por otra parte, del raquítico mercado del arte.

El entrevistador sugiere que Herrán, a partir de 1913, hizo a un lado su preferencia por el óleo en favor del dibujo al carbón y a lápiz iluminado con acuarela. Este cambio se intensificó en 1914; sin embargo, el pintor volvió al óleo en 1916, “con la mejoría de las condiciones”[2] del país por la paulatina consolidación del gobierno de Venustiano Carranza. No se le dificultaba cambiar de técnica: “cuando uno trabaja óleo, parece que hay más propósito de hacer un cuadro; y no hay que hacer esto; es preciso pintar las cosas… porque sí… porque son bellas. Nada más”, dijo Herrán a Frías.

Es una época de deterioro del comercio por la inestabilidad del país, en particular el año de 1915, cuando la Ciudad de México sufría prácticamente un sitio al estar bloqueada la comunicación con el puerto de Veracruz, el más importante del país, ocupado por Venustiano Carranza; y aislada del norte por los enfrentamientos de Francisco Villa y Álvaro Obregón en el Bajío. Aunado a esto, había una situación de depreciación constante del dinero porque cada una de las facciones, villistas, carrancistas y zapatistas, acuñaban su propia moneda: el valor de ésta radicaba en la fuerza militar; al ser derrotada la facción, su moneda se devaluaba. Nada extraño, pues, que no sólo Herrán prefiriera el dibujo y la acuarela en vez del óleo, puesto que eran más asequibles en una ciudad a la que las mercancías de importación –como las pinturas al óleo– no llegaban o llegaban de contrabando y a un precio elevado.[3]

Aunque en 1917 era, junto con Germán Gedovius –su maestro–, uno de los pintores más destacados, de acuerdo con la prensa, Herrán sólo había participado en exposiciones colectivas; se negaba a hacer una individual: “Para qué, yo no cuelgo nunca mis cuadros […] Acaba uno por sufrir penosa impresión viendo las cosas de uno siempre.” Congruente con su idea, en 1914 había cancelado su primera exposición monográfica; no será hasta 1919 cuando se lleve a cabo una muestra de este tipo, es decir, un año después de su muerte, ocurrida el 8 de octubre de 1918.

En su nueva manera, dice Frías, “ha incorporado a la vida de las figuras –mujeres, frailes, personajes, próceres– el sentimiento de la vida de las piedras”. Percibió reminiscencias del pintor español Zuloaga, “en la disposición de algunos fondos, sentimiento de apasionada devoción por sumar la psicología del tipo a la psicología del monumento, de la calle, de la plaza, sobre el cual se destaca el retrato o la figura simbólica”, como se apreciaba en el retrato de don Artemio de Valle Arizpe. Sus dibujos al carbón, “atestiguan […] que es un espléndido motivo de decoración nacionalista, un dominio del dibujo y de la composición extraordinarios”.[4]
 

Saturnino Herrán, Hijo pródigo, 1913, acuarela y tinta/papel, 62 x 38 cm. Foto: Judith Puente, s/f. Archivo fotográfico del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.
 

Pero tal vez la causa primordial de su depresión fuera su precaria salud, ocasionada por desórdenes intestinales, quizá consecuencia de la difícil situación personal y del país. Dice Manuel Toussaint, su amigo, “había hecho su educación imperfecta por la temprana muerte de su padre y había llegado a México [en 1904, a los 17 años, procedente de Aguascalientes, donde había nacido el 9 de julio de 1887; llegó][5] cargado de miseria y de inquietudes”, pero su vocación artística se sobrepuso a “las necesidades […], y con pequeños empleos, ora oficiales, ora de conocidos y paisanos logró concluir sus estudios. Esta cadena del ‘empleo’, del oficio miserable, lejano de su arte […] había de atarse a su cuello por toda su vida.”[6] A partir de 1911 impartió clases como profesor interino en la Escuela Nacional de Bellas Artes. Al momento de su muerte desempeñaba los cargos de inspector técnico de pintura y profesor y de modelo desnudo de la Escuela Nacional de Bellas Artes[7], con una baja retribución, seguramente.

Los años de 1914, 1915 y 1916 la vida de la gente de escasos recursos, como Saturnino Herrán, fue un verdadero infierno a causa del desabasto de la Ciudad de México y el acaparamiento de los artículos de la canasta básica por los comerciantes. Cuenta la prensa que en mayo de 1915 hubo defunciones y más de doscientas personas insoladas por esperar un puño de maíz, así como intoxicados y muertos por comer jitomates y otras verduras podridas sacadas de los basureros. Ante este panorama, y por la pobreza de Herrán, nada extraño el desorden estomacal, aunado a su padecimiento crónico que impedía el paso de los alimentos al intestino con regularidad, situación que lo llevaría a la muerte.

El diario El Nacional pormenorizó el padecimiento del pintor:
 

Hace tiempo que Herrán venía padeciendo cruel enfermedad del estómago; el esófago rebelde, se negaba a pasar los alimentos al estómago y los retenía en una especie de bolsa que se le hizo. Llevaba más de un mes que el artista no digería ni una gota de alimento y el estómago y el intestino se estaban hipertrofiando de no trabajar. El que a últimas fechas haya visto al artista, no debe haberlo reconocido, porque la carne desapareció y no dejó más que un pergamino que se ajustaba a sus huesos.

El doctor Rivero y Borrel le practicó una maravillosa operación: le limpió el esófago, le quitó la bolsa que guardaba como depósito los alimentos que nunca llegaban al estómago y le abrió esta última región donde colocó una cánula para que por allí recibiera el alimento y pronosticó que, si en el término de 58 horas funcionaban el estómago y los intestinos, se salvaba el artista. Hubo una esperanza; el estómago comenzó a trabajar a las treinta horas, desgraciadamente los intestinos se mostraron rebeldes y el artista murió, a las once y media de la noche a los 31 años de edad.[8]
 

El poeta Enrique Fernández Ledesma dejó una detallada crónica de la agonía:
 

El pabellón del sanatorio, donde el doctor Rivero y Borrel había luchado bizarramente contra el destino del artista, iba llenándose de olores a drogas, de esencias acres y volátiles, en las que se percibía el rastro fugitivo de un perfume.

Dos admirables mujeres derramaban su piedad y amor en torno al moribundo. Angélicamente amparaban, con la eficacia de una fortaleza heroica, los minutos cobardes y trágicos.

Afuera de la cámara, un silencio cargado de presagios inmovilizaba las actitudes de todos los que, desolada o valerosamente, asistíamos al paso de aquellos minutos. La conciencia del momento se hacía solemne, y se iba avanzando con crueldad despótica en nuestra asustadiza esperanza […]

A través de la ligera mampara del vestíbulo, se oían las voces de mansedumbre, con que las bíblicas mujeres suavizaban la agonía de mi amigo y hermano. / De vez en vez se percibía la voz quebradiza del agonizante: voz de congoja, voz de anhelo, voz de desamparo que clamaba a los suyos:

–Rosario, María, aquí…

Y Rosario y María, la esposa y la prima del artista, salvando el puente de la tragedia, cual si fuese un puente de rosas, acudían al lecho, y estrechaban las manos inquietas y lívidas, con un gesto afable y tranquilizador. Los rostros, compuestos de una sonrisa de ternura, vecina al llanto, intentaban conjurar la zozobra del que ya lindaba con el Misterio… ¡Piadosa máscara de una piadosa comedia, en la que el corazón decía su parlamento más heroico!
 

Saturnino Herrán, Pintor Gonzalo Argüelles Bringas, 1917. Foto: Pedro Cuevas, 1995. Archivo fotográfico del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.

 

Saturnino Herrán, Dama del mantón, 1914, óleo/tela. Foto: Pedro Cuevas, 1992. Archivo fotográfico del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.
 

Hacía horas que el brazo derecho de Saturnino se negaba a obedecer los parcos impulsos que el agotamiento permitía a la conciencia alerta a lo último del artista. ¡Desgarradora conciencia! La amada víctima, al sentir su mano inválida, balbucía al médico su más hondo y preciado derecho:

–Doctor, ¡mi brazo!, ¡mi mano! ¿Qué hago sin mi mano?

Luego, con un gesto urgido, con el desesperante gesto de las ínclitas rebeldías, clamaba a su prima.

–¡Muérdeme, Mary, muérdeme los dedos! ¡Que lo sienta mi mano! ¡Que yo vuelva a pintar!

¿Comprendéis lo inmenso de esta amargura? ¿Comprendéis la infausta desolación de esta tragedia? […]

Hacía poco tiempo que el camarada Alberto Garduño, el amigo entrañable […] había penetrado a la alcoba. Sintió un vuelco en el corazón cuando vio la mano inerte. Salió llorando. Se reunió conmigo y, mostrándome un papel que sacó del bolsillo, gimió:

–¡Su último dibujo!

Era un croquis rápido que el día anterior había hecho Saturnino. Representaba un esquema del esófago –de su esófago– indicando la oclusión originada por la cicatriz de la úlcera, según la impresión del propio Saturnino que había visto en una radiografía tomada por el doctor Rivero y Borrel. Con el dibujo, explicaba el enfermo al amigo:

–Aquí tengo la oclusión… por aquí me introdujeron la sonda… Y aquí (señalando el dibujo del estómago) está hecha la fístula por la que se me alimenta… […]

Garduño prometió guardar el dibujo. Salió Rosalía, trémula y anhelante.

Clamó con voz rota:

–¡Doctor, por Dios, venga usted! ¡Tiene un síncope! […]

Instantes después se llamaba al sacerdote para que impusiera los Santos Óleos. Un silencio profundo. Luego voces confusas y leves. […] El doctor, penetrado desde un principio de que atendía a un enfermo ilustre, se debatía en estériles heroísmos.

–¡Mi inyección como ayer!

La noche anterior se le había aplicado una dosis de morfina. […] El médico simuló asentir. Tomó la jeringa y aplicó una inyección ilusoria. Quizá aceite alcanforado, quizá estricnina. Un reactivo, pero el corazón no debía ya responder.

Tuvo el enfermo un leve estremecimiento […] Unos instantes de silencio. Un mínimo temblor–. Después nada… Todo había concluido. / Murió sin angustias, sin sobresaltos, sin dolores. Murió creyendo que iba a dormir el marasmo de la morfina, esperando el advenimiento del sueño anhelado. Y cruzó mansamente el lindero de la Vida.
 

Ramón López Velarde rindió homenaje a las mujeres con su texto “Las santas mujeres":
 

En el indecible desastre de la pérdida de Saturnino Herrán, infortunio cuya sola enunciación es un dislate, las mujeres flordelisaron el precipicio con hazañas caritativas. Desde la ínclita esposa, que con su lánguida queja sin tregua estuvo comprometiendo las vanas enterezas masculinas, hasta la amiga menos próxima, volcaron santidad sobre el poderoso pintor.

Él ignoró que iba a perecer y perecía. Cuando se le paralizó un brazo, le sobrevino la angustia de no volver a dibujar, y, para sentirse, imploró a las Verónicas presentes que le mordieran la mano. Así fue ungida, en un eclipse patético, la mano que había perfeccionado las líneas terrestres y celestes.
 

Saturnino Herrán, Estudio de cabeza y manos de viejo, 1917, lápiz y crayón/papel, 39 x 57 cm. Foto: Judith Puente, s/f. Archivo fotográfico del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.
 

Cautivado el infantil moribundo por la sortija de una señora, se la pidió. La señora, menor que el catedrático de Desnudo, prestó su joya con una musical actitud materna.

A una prima tipo de bondad, rogó lacónicamente: “Abrázame, acaríciame”, y su ruego era obsequiado, como en las catacumbas.

Una bella dama, constelada de virtudes, le preguntó: “¿Qué quieres?” Helado y pueril, respondió desde su agonía: “Que te acuestes conmigo”. Ella, sin titubeo, se acostó en la cama.

Agobiadas de flores, las diaconisas de la eterna clemencia nos acompañaron al sepelio. Difundían, en el agrio dolor viril hálitos de azahar. Sus ojos sedantes como los de Santa Lucía, parpadeaban entre los cipreses. Se agigantaron en el crepúsculo otoñal. Entonces los hombres nos confesamos, de castidad a castidad, menos tristes y más pequeños junto a la estatura de ellas, que levantaban sus brazos, ornamentales y píos, edificando la arcada alegórica del funeral.[9]
 

Un mes después se inauguró la primera exposición de su obra en la Casa de los Azulejos, que fuera el Jockey Club, actual Sanborns. El Universal ofreció una copia facsimilar de El flechador a sus suscriptores, y la librería Botas anunció la venta de una nueva edición de Santa de Federico Gamboa, que recientemente había sido filmada.

El poeta Rafael López, el cronista Rubén M. Campos y otros dedicaron notas necrológicas, de la misma manera que Ramón López Velarde. El primero concluyó: “quedará como el gran pintor del momento solemne en que la verdad de la nueva nacionalidad se extiende como un florecer de hiedra sobre las ruinas de las grandes cosas moribundas”, en otras palabras, liquidó la expresión modernista. R. S. escribió: sus “ojos se clavaron como las flechas de Cuauhtémoc en los cielos patrios, en el paisaje vernáculo, en la sombra azul de las montañas natales y en los cuellos de armiño de los volcanes ilustres. […] No conozco pintor que haya hecho obra nacional más intensa.”[10] Rubén M. Campos expresó: “¿Cómo era posible imaginar a Herrán muerto, definitivamente muerto, cuando su alma abría las alas caudales para abarcar en una ojeada todas las cosas bellas que amó con amor de artista en su efímera vida terrestre?”[11] A juicio de Federico Mariscal, “no ha habido pintor más mexicano ni mexicano más pintor que Saturnino Herrán”.[12]

Cierro con una estrofa de la poesía de Edmundo Games Orozco publicada en su natal Aguascalientes, “Elogio lírico a Saturnino Herrán”:
 

Tú vives en nosotros por la gracia
de haber podido difundir el alma
religiosa y sensual de nuestra tierra
en la muda intención de tus mujeres;
en la sangre que orea sobre tus Cristos
y en el triste dolor de los humildes
que en tus flores de muerto se adormece.[13]

 

Saturnino Herrán, Alegoría de la construcción, 1910, óleo/tela, 114 x 62 cm. Tablero decorativo para la Escuela de Artes y Oficios. Foto: Pedro Cuevas, 1988. Archivo fotográfico del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.

 

*Investigador emérito del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM. Premio Nacional de Artes y Literatura 2016, en el campo de Historia, Ciencias Sociales y Filosofía.

 

Inserción en Imágenes: 11 de agosto de 2019.

Imagen de portal: Saturnino Herrán, Naturaleza muerta, 1914, crayón acuarelado/papel, 52 x 35 cm. Foto: Judith Puente, s/f. Archivo fotográfico del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.

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[1] José D. Frías, Bona Fide, “Un gran pintor nuestro: Saturnino Herrán”, en El Universal Ilustrado, 17 de agosto de 1917, p. s/n.

[2] Víctor Muñoz, “Saturnino Herrán (1887-1918). El instante subjetivo”, en Saturnino Herrán, Aguascalientes, Gobierno del Estado y otros, 2010, p. 59.

[3] Cuenta Francisco Ramírez Plancarte que a fines de 1914 “la escasez y carestía de los artículos no se atenuaba nada, siendo los efectos de importación los que más exageradamente subían de precio, pues que se vendían aplicándoles el talón oro. En cuanto a los ferrocarriles, muy pocos carros de cereales introducían en plaza y los pocos que venían de legumbres y frutas de los estados, controlados por el Ejército Libertador, que eran Morelos, México, Guerrero, Puebla y Tlaxcala, eran insuficientes para satisfacer las necesidades de la Ciudad. Y por lo que respecta a los productos de los estados del norte, de ellos no entraba nada, pues los trenes de esa ruta estaban continuamente ocupados en las necesidades de la campaña, tales como transporte de tropas, caballada, etcétera. Finalmente”. La Ciudad de México durante la Revolución constitucionalista, México, Botas, 1941, p. 284. Para 1915 la situación de la Ciudad empeoró en lugar de mejorar.

[4] Idem.

[5] Alejandro Topete del Valle, “Herrán: la brevedad de una fecunda vida”, en Saturnino Herrán. Jornadas de homenaje, México, UNAM, 1989, pp. 196 y 198.

[6] José D. Frías, Bona Fide, op. cit., p. s/n.

[7] Fausto Ramírez, “Saturnino Herrán: itinerario estilístico”, en Saturnino Herrán. Jornadas de homenaje, p. 25.

[8] “Murió Saturnino Herrán”, El Nacional, miércoles 9 de octubre de 1918, p. 1.

[9] Ramón López Velarde, “Las santas mujeres”, en El Universal Ilustrado, domingo 8 de noviembre de 1918, p. 15.

[10] “La muerte de Saturnino Herrán”, en El Universal, jueves 10 de octubre de 1918, p. 1.

[11] Rubén M. Campos, “Entre dos lunes. Elogio del pintor Herrán”, en El Universal, lunes 1 de octubre de 1918, p. 2.

[12] “Saturnino Herrán fue ayer glorificado…”, en El Pueblo, lunes 16 de diciembre de 1918, p. 1.

[13] Edmundo Games Orozco, Letras sobre Aguascalientes, México, Stylo, 1963, p. 245.