Evocación de Tere del Conde

Renato González Mello*
mello@unam.mx

 

Teresa del Conde, ca. 2015. Foto: Archivo fotográfico del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.
 

LO QUE SIGUE NO ES UNA nota biográfica y no pretende establecer un análisis sistemático de la obra de Teresa del Conde. Una tarea así requerirá tiempo, pues se trató de una autora comprometida y asidua, sus libros son de largo aliento y la lectura de los mismos debería ser igual. Lo que busco es trazar algunas líneas de una personalidad compleja. No pretendo haber tenido una cercanía especial, y sería justo afirmar que las líneas que siguen son el producto de la generosidad de su trato.

A Teresa del Conde la recuerdo muy contenta buscando a Cuauhtémoc Medina para que le autorizara publicar sus artículos como parte de un debate bastante acalorado. Los textos de los dos se publicaron en Una visita guiada. Tuvo mucho sentido del humor y, como Xavier Moyssén, disfrutaba el recuerdo de los momentos álgidos, que otras personas rehúyen o lamentan. Creo que su interés por el psicoanálisis, además de la vocación profesional, venía de un deseo de contar con una perspectiva intelectual más amplia que la del historicismo, y que aspiró a comprender a los artistas –al menos esto lo pienso por una de sus introducciones en la Antología crítica de José Clemente Orozco, donde señala con agudeza las contradicciones del artista–. Fue atenta con sus alumnos y con los más jóvenes: quería ir a todo, ver todo, actualizarse. Asistía a los coloquios y tenía una manera muy peculiar de sonreír antes de lanzar preguntas con triple intención, o de plano críticas directas. Era muy frecuente que a ello le siguiera un acercamiento personal, siempre festivo pero también irónico. El debate era, para ella, un juego. Lo disfrutaba mucho. Entendía muy bien que todos salen ganando cuando el intercambio de ideas es abierto y sin protocolos falsos.
 

Teresa del Conde. Foto: Archivo fotográfico del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.
 

Durante muchos años, los primeros capítulos de su libro sobre Enrique Echeverría fueron prácticamente el único relato de los acontecimientos de la Ruptura (había otros textos, algunos con gran densidad intelectual, pero no relatos documentados). Como a muchos otros, la licenciatura en Historia de la UNAM le abrió las puertas de un amplio mundo intelectual en el que los documentos no hablaban solos, no eran un fin en sí mismos, pero era obligatorio atenderlos y publicarlos con rigor. Con lucidez y respeto, reeditó los Textos de Orozco de Justino Fernández y se limitó a añadir algunos documentos que ella misma había encontrado; su Antología crítica dejó hecho el trabajo previo indispensable para poder emprender un análisis ambicioso de aquel artista. Sin embargo, no tenía paciencia para los ejercicios estériles de cita, corta y pega; para la gimnasia del archivo cuando no redundaba en la formulación de ideas. Teresa del Conde tenía aspiraciones literarias, y le era ajena la timidez del erudito que suele opacar la exploración del lenguaje. Lo creo por libros como Cartas absurdas, donde pone en juego su afinidad con las  personas pero muy muy lejos de la cultura del elogio que priva en medios intelectuales y académicos. Duras críticas o burlas amigables, aunque evitando siempre la posición del moralista.

Como funcionaria cultural, apostó frecuentemente por la innovación, tanto desde la Dirección de Artes Plásticas del INBA como cuando estuvo al frente del Museo de Arte Moderno (MAM). Se hizo cargo de este último recinto después de una crisis prolongada desatada por la injusta remoción de Jorge Alberto Manrique, su maestro y amigo. Permaneció diez años en el puesto, y sus decisiones tendrán que analizarse con cuidado cuando se estudie la importante transformación que ocurrió en el arte mexicano durante la década de 1990. Fue un periodo de transición, y Del Conde se propuso no discriminar a los pintores emergentes en el decenio anterior, pero sin descartar las propuestas de vanguardia de la última década del siglo XX. Es notable que, mientras avanzaba la pluralidad política en el país (precisamente en esos años), los actores de la escena plástica mexicana se mostraban cada vez menos dispuestos a la pluralidad y los consensos. En este sentido, la figura de Tere del Conde encontró cada vez menos espacios para un ejercicio que concebía incluyente (aunque para nadie era un secreto su entusiasmo por la pintura de los años ochenta). Aunque otorgó un sitio considerable a artistas que llegaron a la madurez al iniciarse los noventa, abrió el recinto a otras propuestas o gestionó sendas exposiciones sobre los realismos estadounidenses, y no descuidó las exposiciones con investigación sobre tópicos de la colección del MAM.

Al concluir su gestión al frente de este museo, escribió una parte significativa de su producción crítica. Por un lado, le dio continuidad a sus anteriores intereses: dos reediciones de Frida Kahlo, la pintora y el mito, además de varias publicaciones sobre Freud, sus ideas estéticas y las consecuencias del psicoanálisis en la crítica de arte. Por el otro, obras intensamente personales como: Una visita guiada: breve historia del arte contemporáneo de México; El viaje a la montaña: un ensayo-crónica, y el que fue su último libro, Textos dispares: ensayos sobre arte mexicano del siglo XX. Publicado en 2014 por siglo XXI, es un ejemplo bastante bueno de los rasgos que la distinguieron como crítica y que le permitieron una interlocución más allá de su propia generación –lo que no es nada fácil de conseguir–. Teresa del Conde no concebía la crítica como un mero sistema elegiaco. Aunque la mayor parte de sus dardos estaban dirigidos a sus colegas, no escatimaba comentarios más bien distantes y siempre un tanto irónicos en lo que se refiere a los pintores y, no menos relevante, sus colegas en el psicoanálisis. Pero sus comentarios irónicos no se hacían en abstracto. Lo que normalmente hacía era situar los discursos en el momento en que se habían articulado: recordaba los coloquios, las conversaciones, lo que se había dicho. Era una manera de precaverse contra los absolutismos del discurso sobre las artes. Al abordar cualquier tema era muy sistemática en lo que respecta a situarse frente a un estado de la cuestión. Aunque muchas veces concentró su interés en los artistas, dedicó épocas largas a interrogarse sobre la pintura metafísica y sobre la vigencia del canon occidental –de donde su interés en los avatares de Lord Hamilton.
 

Teresa del Conde, ca. 1977. Foto: Archivo fotográfico del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.

No tuve la fortuna o el tino de ser su alumno, pero es claro que fue una profesora generosa y exigente a la vez; lo mismo en las aulas que en el espacio disciplinario de la sala de exhibiciones –de ahí su mayor exigencia en la docencia–. Colegas de distintas generaciones y tendencias reconocen la altura de su enseñanza y su calidad humana (y aquí recuerdo su apuración por un estudiante que fue atropellado en una bicicleta). Sería terrible incluir una lista de nombres y que faltara alguno, no puede haber omisiones en el dolor. Era su preocupación que sus alumnos tuvieran el trato al que tiene derecho cualquier intelectual: ser leído. Sus comentarios en los jurados de examen profesional eran siempre críticos, pero también sin excepción incluían alguna recomendación que a la postre se revelaba acertada y productiva. Era muy respetuosa de las opiniones de los estudiantes.

Eso mismo la caracterizaba como intelectual. Segura de sus propios puntos de vista, estaba consciente de que cualquier asunto había sido reinterpretado a partir de una variedad de puntos de vista; y de que cualquier idea adquiría plenitud cuando se expresaba ante los demás. Los recursos que utilizó para dejar clara esta posición fueron plurales, y en algún texto de plano recurrió a la narración de un sueño para hacer participar a Luis Cardoza y Aragón en la conversación. Por eso, si algo llegó a lastimarla fueron las pocas veces que alguien olvidó invitarla: eso ameritaba queja en su columna de La Jornada: “Los participantes en la discusión, que no escuché porque los organizadores [...] no me invitaron.” Que se discutiera y que estuvieran todos los puntos de vista, que se pudieran escuchar y recordar. No es mucho pedir, pero en eso consiste, justamente, el proyecto intelectual. I
 

Teresa del Conde. Foto: Archivo fotográfico del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.

 

*Doctor en Historia del Arte por la UNAM. Director del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.

 

Inserción en Imágenes: 02.05.17.

Imagen de portal: Teresa del Conde. Foto: Archivo fotográfico del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.

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