Errancia y recuerdo en la Ciudad de México (Presentación del libro "La Ciudad de México a través de los siglos")

Aurelio de los Reyes García-Rojas*
audelosreyes@hotmail.com

 

JORGE ALBERTO MANRIQUE (DIR.): La Ciudad de México a través de los siglos, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Estéticas, 2019.
 

Casa de los condes del Valle de Orizaba o Casa de los Azulejos, Ciudad de México. Foto: Archivo fotográfico del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.
 

El libro me remitió a golpe de memoria a cinco obras sobre la Ciudad de México: los Diálogos escritos por Francisco Cervantes de Salazar, conocidos con el nombre de México en 1554; La grandeza mexicana de Bernardo de Balbuena, fechada por éste el 15 de septiembre de 1603; México pintoresco, artístico y monumental de Manuel Rivera Cambas (1882); La Ciudad de México de José María Marroqui (1906), y La nueva grandeza mexicana de Salvador Novo (1946). Tales obras fueron escritas con el afán de divulgar las bellezas de la Ciudad de México por medio de la descripción de monumentos que, a juicio del maestro Manrique, deben destacarse. Las cinco obras figuran en la bibliografía del libro que reseñamos.

Al igual que Cervantes de Salazar, Manrique planeó su libro como un recorrido por las calles y los alrededores de la gran metrópoli. Como Balbuena y Rivera Cambas, se propuso pasar los ojos “por la gran suma de iglesias, monasterios, capillas, ermitas, hospitales, religiones, oratorios y santuarios”,[1] y tantos otros monumentos de esta ciudad agregados por los siglos transcurridos. Planeó su libro de una manera similar a Marroqui al establecer itinerarios que contemplan calles y sitios muy puntuales. Y, parafraseando a Novo, el maestro Manrique disfrutó al servir al lector de guía de turistas y llevarlo de la mano por la ciudad mostrándola; de esa manera Manrique exhibió su pericia y sus conocimientos en torno a los secretos de la ciudad; lo hizo Manrique “frente al asombro de un provinciano que por primera vez la visita”, tal como dice Novo, y agrega: “y al propio tiempo” paladeaba yo “la añoranza de la ciudad que recordaba desde hacía muchos años, con el fervor inédito con que mi amigo descubriría –muchas veces al unísono conmigo– su desarrollo, su transformación, su crecimiento”;[2] porque con el transcurrir de los siglos los alrededores descritos por Cervantes de Salazar en 1554, en los tiempos actuales van más allá de Coyoacán, Tacuba y Chapultepec, no sólo por la “implantación regular de líneas de camiones”, como dice Novo, sino por líneas del metro que han extendido “la elasticidad en que la ciudad”[3] se despereza y crece al llegar sus tentáculos a Tepotzotlán y Teotihuacán.

El título del libro, La Ciudad de México a través de los siglos, remite al recorrido imaginario que Rivera Cambas hace de la historia de la Ciudad de México en la introducción de su libro, así como al título de la clásica obra México a través de los siglos editada en el mismo año que México pintoresco, artístico y monumental.
 

José Clemente Orozco, Omnisciencia, pintura mural, pared norte de las escaleras de la Casa de los Azulejos, Ciudad de México. Foto: Archivo fotográfico del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.
 

Ante la dificultad de un relato corrido, pues creció en la ciudad y era amplio su conocimiento de la misma, el maestro Manrique, a diferencia de los autores citados, dividió el libro en 19 recorridos, lo que facilita al lector el conocimiento de la metrópoli al poder elegir a su arbitrio el itinerario de su curiosidad. No es una obra convencional con principio y fin porque éstos quedan a voluntad de las inquietudes de todos aquellos que la lean. Es una publicación de gran utilidad al guía de turistas y al lector interesado en conocer la gran ciudad pues proporciona recorridos específicos e información sobre puntos relevantes; parafraseando a Bernardo de Balbuena, “de la famosa México el asiento, / origen y grandeza de edificios”, plazuelas, plazas ruinas arqueológicas, etcétera. “Todo en ese discurso está cifrado.”[4]

El libro suscitó en mi recuerdo y mis evocaciones el haber conocido a fondo el Centro Histórico gracias a mi empleo a los quince años de office boy. Cobré, llevé mensajes, entregué regalos navideños, envié paquetería; penetré en añosas construcciones como la casa de los condes del Valle de Orizaba, conocida como la Casa de los Azulejos, en la que las oficinas ocupaban el primer piso y la azotea; a ésta accedía a cobrar por el edificio adjunto, no por la escalera cobijada por el mural de José Clemente Orozco hasta donde era permitido el acceso al público, para acudir a los sanitarios. Subí elevadores de modernas construcciones; por ejemplo, la Torre Latinoamericana de la que un mediodía se arrojó el último suicida. Cruzaba yo el estacionamiento de Bellas Artes cuando escuché gritos de la gente que volteaba hacia la torre y señalaba el cuerpo del hombre atravesado con la cintura, la cabeza y los brazos hacia abajo en el barandal de la sección más baja y ancha del rascacielos.

Torre Latinoamericana, Ciudad de México. Foto: Archivo fotográfico del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.
 

El elevador del edificio de la Mariscala, en la esquina de avenida Hidalgo y Aquiles Serdán, actualmente Eje Central, me condujo a las oficinas de la CEIMSA, construcción resentida ya por el temblor de 1957 y derruida después de un temblor de 1962; y en el elevador de otro “rascacielos” en San Juan de Letrán, esquina con Independencia, llegué a las oficinas de Seguros de México, sede posterior de la Procuraduría General.

Pero además mi vocación de historiador se manifestó ya a esa edad de quince años y me llevó a penetrar en iglesias y casas viejas. Recuerdo la de los condes de Santiago de Calimaya en Pino Suárez y República de El Salvador, actual Museo de la Ciudad de México, en aquel entonces una vecindad en la que estaba y todavía se encuentra hoy el estudio del pintor Clausell, en ese tiempo casi imposible de visitar por cualquier curioso; imborrable quedó en mi mente la pila del patio y la cabeza de serpiente en la esquina del lugar. En el número 72 de la calle de Venustiano Carranza, al lado de la casa del conde de San Bartolomé de Xala, atribuida a Lorenzo Rodríguez, autor del Sagrario Metropolitano, existió una mansión que, se afirma, fue construida por el mismo arquitecto, al igual que la casa anterior, convertida en vecindad, misma que sobresalía porque dos portaestandartes custodiaban la escalera que accedía al piso superior; estuvo desocupada y permaneció vacía en años posteriores, hasta su demolición no hace mucho tiempo (para desgracia del patrimonio artístico y del libro).

En la casa que vivió Humboldt en la calle de Uruguay entregaba los papeles de mis jefes judíos, uno austríaco, el otro alemán, a un “coyote” para tramitar la regularización de su estancia en el país, condicionada por el gobierno por sus nacionalidades; esta medida precautoria estaba destinada a exiliados de la segunda Guerra Mundial.
 

Edificio de la Mariscala, Ciudad de México. Inmueble afectado por los sismos de 1985; demolido en 1987. Foto: Archivo fotográfico del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.
 

Mi curiosidad me llevó a claustros convertidos en vecindades, como el del convento de Betlemitas. A un lado de su puerta de acceso se levanta la casa que fuera de Manuel Romero Rubio, de donde don Porfirio sacó a Carmelita. Aquel claustro pasó a ser tiempo después el cine Aladino, con seguridad, a causa de un soberbio pabellón morisco cuyos restos se conservaban cubiertos con pintura de aceite en el gimnasio en que posteriormente se convirtió el cine; en el primer piso de dicha casa había una carpintería en la que me fabricaban pequeñas cajas de madera para enviar muestras de linóleo a posibles compradores; la decoraban todavía bellos gobelinos de la época de don Porfirio; seguramente en su momento fue lobby del Aladino. En la actualidad el claustro es la sede del Museo de Economía. Sobre la calle de Bolívar, hacia 5 de Mayo, un pequeño patio trasero del mismo convento correspondía al Hotel de Ambos Mundos. Años después, cuando investigaba Los orígenes del cine en México, mi tesis de licenciatura, el hotel llamó mi atención porque leí la reseña de un crimen cometido en uno de sus cuartos. Las muestras de linóleo las despachaba en las oficinas del Express de los Ferrocarriles en la calle de Ayuntamiento, a un lado de la XEW, o en la oficina de la casa de los condes de Heras Soto, actual Museo Histórico de la Ciudad de México, donde vi cómo entraban camiones de carga al patio a recoger la paquetería y a su paso maltrataban las jambas de la puerta de acceso, lo que provocó cicatrices que han perdurado en la cantera pese a la restauración; diario que paso por ahí, al vivir a una cuadra, y al ver las cicatrices, evoco la imagen del camión maltratando la cantera. Recuerdo también el claustro de Santo Domingo separado de la iglesia por la calle Leandro Valle con ventanas con soberbio hierro forjado del siglo XVIII, desaparecidas durante la remodelación de las plazas por el regente Corona del Rosal; tanto la vecindad del convento de Betlemitas como de este claustro llevaban asociados problemas propios de esta clase de espacios habitacionales: descuido, hacinamiento humano, basura, suciedad, ropa colgada en tendederos colocados de extremo a extremo de los barandales del primer piso, entre columnas, sujetados con alcayatas, clavos o estacas fijadas a las paredes, con un palo al centro para ayudar a las cuerdas a soportar el peso de la ropa mojada, para desgracia de los inmuebles, con el agravante, en el caso del claustro de Santo Domingo, de la construcción de habitaciones en los vanos del primero y segundo piso; el centro del claustro lo ocupaba una construcción cuadrada de dos niveles, gigantesco dado, con cuartos para rentar; no había arquería sino corredores sostenidos por soberbios pilares, como actualmente se admiran gracias a la restauración. Al claustro del ex Teresa, actual Museo José Luis Cuevas, sencillamente era imposible entrar a causa de la hostilidad de los habitantes: al ser un desconocido de inmediato se ponían en guardia: me insultaban y corrían. A las casas de la calle de Guatemala, debido también a la hostilidad de la gente o el portero, si lo había, se me negaba el acceso. Mi afición cinematográfica me llevó al claustro del convento de Jesús María convertido en el cine Progreso Mundial; en la actualidad está ocupado por la tienda Elektra en la que sobrevive la pantalla de ese cine.
 

Museo de la Ciudad de México, antiguo palacio de los condes de Santiago de Calimaya, Centro Histórico, Ciudad de México. Foto: Archivo fotográfico del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.
 

También iba a Tepito. Recuerdo que la primera vez fue para realizar un cobro en la calle de Héroe de Granaditas; un señor, conocedor de la ciudad, me dijo “cuídate porque ahí te roban los calcetines sin sentir”. Fui con mucha aprehensión, pero ni entonces ni después me pasó nada, ya que seguí llevando mandados a dicho barrio; años después conocí a una mujer que vivía ahí y que se volvió una amiga entrañable. Asimismo, en otro momento disfruté el cabrito de El Correo Español en la calle de Peralvillo, ya casi para llegar a la glorieta de la Calzada de Guadalupe.

En fin, el libro suscita en mí recuerdos y evocaciones a granel, por lo que presentarlo ha sido un gran placer, además de que constituye una oportunidad para rememorar al maestro Manrique, con quien recorrí calles del centro de la capital en más de una ocasión.

La Ciudad de México ha crecido tanto que es imposible conocerla con detalle, como se le conocía todavía a fines de los cincuenta y principios de los sesenta cuando fui office boy. Ahora hay tantas ciudades como habitantes hay de esta megalópolis porque cada uno de nosotros construye la ciudad que necesita, obligado por la rutina: de la casa al trabajo, del trabajo a la escuela y a los sitios donde satisfacemos nuestras necesidades sociales, de ocio, de alimento.

Regresé al Centro Histórico en 1994 y desde entonces vivo ahí porque lo sigo disfrutando y es la ciudad que he construido. Habito en República de Cuba. En un punto de esta calle, al caminar a partir de la plaza de Santo Domingo, rumbo al poniente, de acuerdo con el libro, existió la casa adjudicada a Juan Jaramillo, marido de La Malinche. En el número 92 llama la atención la casa ocupada un tiempo por la Escuela Nacional de Música, denominada Casa Ortiz de la Huerta; construcción maciza, mansión porfiriana. Habito en el número 78, esquina con República de Chile, en un edificio construido por Ignacio Marquina en los años cuarenta. Al avanzar rumbo al norte se encuentra lo que resta del que fuera teatro Lírico. Después de cruzar Allende, avanzo y doy vuelta a la derecha en la calle del Cincuenta y Siete: en el número 25 encuentro una pequeña casa caprichosa con dos letreros: “En esta casa vivió y falleció el virrey don Pedro de Castro y Figueroa. Actualmente pertenece al señor don Fernando Castro Vázquez, quien la restauró. 1994.” Y este otro: “Año de 1530. Templo y convento de la Concepción. Este pequeño convento perteneció al templo arriba mencionado donde las monjas cumplían penitencia”, construido en un lote y a iniciativa de Andrés de Tapia, uno de los conquistadores que acompañaron a Cortés. La casa se ubica a espaldas de dicho convento, ubicado en la esquina de Belisario Domínguez con la plaza de la Concepción y su pequeña capilla al centro. Camino por dicha calle rumbo al oriente, porque he dado vuelta en “U”, y en la esquina con Allende encuentro el templo de San Lorenzo con su claustro otrora sede de la Escuela de Artes y Oficios para varones; en la actualidad lo administra el Departamento de Difusión del Instituto Politécnico Nacional. En los años sesenta el criterio aplicado a su restauración originó una polémica ocasionada por dejar descubiertos los materiales de construcción y no respetar el recubrimiento de los muros; y por los vitrales de las ventanas diseñados por Matías Goeritz, antecedente de lo aplicado en las ventanas de la Catedral Metropolitana después de su fatídico incendio del 17 de enero de 1967.
 

Plaza de Santo Domingo, Ciudad de México. Foto: Archivo fotográfico del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.
 

Después de un deambular imaginario por la metrópoli a través de la lectura del libro, concluyo con Salvador Novo, quien guiaba a un viajero por la capital:
 

En contraste con el que mi amigo experimentaba, mi placer andariego por una ciudad de la que uno llega, si vive en ella muchos años, a no ejercer más que unos cuantos sitios; y aún de ellos, a no percibir su evolución cuya novedad amengua y disipa la costumbre de verlos a diario (como no siente uno crecer a sus hijos, ni envejecer a sus padres, ni advierte la progresiva madurez de un botón que amanece rosa, y que acaba por transmutarse en fruto y en semilla), era un placer doble cuya sorpresa se nutría en mis recuerdos, y su contento en la comprobación de su prosperidad –como cuando uno ha dejado de ver a una persona querida, pero sabe que vive, y un día la encuentra, hermosa, rica, feliz.[5] I
 

Templo y ex convento de la Concepción, Ciudad de México. Foto: Archivo fotográfico del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.

 

*Investigador del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.

 

Inserción en Imágenes: 23 de septiembre de 2019.

Imagen de portal: portada de La Ciudad de México a través de los siglos, 2019.

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[1] Bernardo de Balbuena, “Al doctor don Antonio de Ávila y Cadena”, en La grandeza mexicana, México, Porrúa (Sepan Cuantos, 200), 1971, p. 47.

[2] Salvador Novo, Nueva grandeza mexicana. Ensayo sobre la Ciudad de México y sus alrededores en 1946, México, Hermes, 1946, p. 13.

[3] Ibid., p. 46.

[4] Bernardo de Balbuena, op. cit., p. 59.

[5] Salvador Novo, op. cit., pp. 13-14.