El Unabomber del arte

Gustavo Curiel*
curielm@unam.mx

 

Jorge Alberto Manrique. Foto: Pedro Cuevas. Archivo fotográfico del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.
 

TAREA HARTO DIFÍCIL y peliaguda contraje al aceptar participar en el homenaje al maestro Jorge Alberto Manrique por sus 80 años de vida. Al proponérseme formar parte del grupo de colegas, amigos, alumnos, críticos y artistas que hablarían sobre Manrique en este acto, no me quedaba en claro qué era lo que se quería con mi intervención y menos aún lo que yo debía hacer. Primero se me dijo que elaborara "como una ponencia" (sic); después, que sólo contara alguna anécdota que me vinculara con él; más tarde que hiciera una presentación de 10 minutos en una mesa de discusión que se anunció como redonda. Debo confesar que me hubiera gustado preparar algo más acabado sobre algún aspecto académico relacionado con la vasta obra del maestro Manrique, pero el poco tiempo del que disponía se volvió mi enemigo y no había posibilidad de presentar algo maduro que estuviera a la altura de lo que ha sembrado nuestro dilecto chintolo (es decir, originario de Azcapotzalco) a lo largo de muchos años en la Academia. Ante tal panorama decidí abordar una pequeña pero rica arista de su carrera académica y contar también una anécdota de mi propia formación que tiene que ver con la sabiduría y prodigalidad de Manrique.

El primer asunto es el problema de los grabados europeos como fuentes formales del arte virreinal. A partir de los comentarios que surgieron con la aparición del ya clásico texto de José Moreno Villa en 1948, Lo mexicano en las artes plásticas, Manrique se dedicó a rasguear con la pluma los siguientes puntos: ¿Cómo funcionaron los modelos europeos –es decir, lo que para él era la copia de modelos ideales en tierras americanas– que sirvieron para la construcción de una supuesta "mexicanidad"? ¿Cómo fue el difícil proceso de interpretación y asimilación de las formas originales por parte de los indígenas que desembocaría en algo propio y diferente? ¿Cuáles fueron los principales problemas de lectura de las fuentes grabadas a punta de buril sobre láminas metálicas y las impresiones de éstas? ¿Acaso hubo de manera constante un mal entendimiento de los modelos que desembocó en versiones irremisiblemente alteradas que funcionaron como dogmas contrahechos sobre los que se construyó nuestro arte colonial?

En las décadas posteriores a la conquista –apunta Manrique–, Nueva España era "una hambrienta insatisfecha de imágenes". Eran tiempos en que inquietudes y disquisiciones se encauzaban para fraguar o poner en duda audaces etiquetas como: arte tequitqui, arte mestizo, arte indocristiano y arte popular virreinal. Las peculiares formas vinculadas a lo contrahecho y al mágico acto de contrahacer –que cual pesadas piedras de Sísifo cargábamos como herencia, producto del tajante juicio de fray Toribio de Benavente, quien en sus Memoriales dijo: "espantados los españoles, dicen que los indios en solo mirar los oficios los contrahacen"– le permitieron a Manrique rehacer "lo contrahecho" y encontrar singularidades en tales procesos de creación.
 

Jorge Alberto Manrique. Foto: Pedro Cuevas. Archivo fotográfico del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.
 

El maestro abordó, en no pocas ocasiones, el sabroso tema de los grabados europeos y los traslados en que se vieron inmersos, en textos que van de 1968 a inicios de la década de los años ochenta. Dos de esos escritos son, no cabe la menor duda, magistrales. El primero es: "El trasplante de las formas artísticas españolas a México", y el segundo: "La estampa como fuente del arte en la Nueva España", publicado con motivo del 50 aniversario del Instituto de Investigaciones Estéticas en 1982. Hay varios escritos más y reelaboraciones de esas ideas en torno a los grabados y sus problemáticas, siempre llenos de profundas reflexiones filosóficas que se nutren del historicismo imperante en esos momentos. Cabe advertir que los textos de Jorge Alberto Manrique son piezas cortas, sin largas ni eruditas notas a pie de página. Él prefiere salpimentar el andamiaje de sus escritos con "explosivas bombas", que funcionan como macizos cimientos y contrafuertes sistematizados mediante el uso de la cuchara y la mezcla de un envidiable castellano en el que afloran en todo momento el sarcasmo, la ironía y la sorna que le caracterizan. Con pocas palabras, eso sí muy contundentes y demoledoras, que nacen de un saber ver con inteligencia, derriba en dos patadas añosas tradiciones enquistadas, a la vez que abre caminos hacia visiones integrales y abarcadoras, donde las problemáticas de lo formal y sus vericuetos interpretativos son grandes manjares.
 

Jorge Alberto Manrique. Foto: Pedro Cuevas. Archivo fotográfico del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.
 

Algo que inquieta al maestro fue la mala interpretación de las fuentes originales en las cuales abrevó un arte eminentemente colonial, mismas que sirvieron, según él, para construir una mexicanidad contrahecha respecto a los parámetros de España. El nutrido trasiego y lucrativo comercio de los grabados, a los que cataloga como "la gran mina de formas", permitieron las particularidades de un mundo artístico diferente en el que privaba una carencia crónica de modelos, cual si se tratara de una enfermedad. La incapacidad de los indios para entender los modelos es otro asunto del que se ocupó, y aunque en este punto la visión del fenómeno es ahora diferente, lo dicho por Manrique ha permitido caminar en otras direcciones, subir a otras cumbres y cimas o pisar las hondonadas. Manrique derrama gruesos granos de sal sobre la carne viva al catalogar el arte virreinal como "un resultado forzosamente defectuoso", de una ineficacia respecto al impulso ideal, a la vez que cuenta la fábula del capitel corintio basada en los curiosísimos apoyos arquitectónicos que tanto admira del claustro del convento franciscano de Amecameca. El tratar de entender culturalmente las propuestas de allende los mares es motivo de desvelos, lo mismo que la mala lectura de las imágenes; lo que le lleva a sembrar otras "bombas", pues cataloga a los procesos de copia de un desquiciamiento en el que se pierde la ponderación decorativa o la sensatez clásica de los modelos españoles. Otras veces habla de procesos artísticos en los que son evidentes graves y no pocos desajustes. Los grabados, dice, eran fuentes incompletas que ofrecían una confusión temporal en una situación excéntrica, respecto a los centros productores de arte europeo. Todo lo anterior responde a la provocadora personalidad de Manrique quien, un día sí y otro también, levantaba agrias polémicas y ventarrones a diestra y siniestra con sus dinamiteros y categóricos juicios, cual Unabomber[1] del arte. Si algo define a Manrique es que con sus puntiagudas ideas y filosos razonamientos ha cimbrado las buenas conciencias. Aún recuerdo el día en que nos espetó a bocajarro en un coloquio que organicé sobre imaginería virreinal en Tepotzotlán, que en la Nueva España no existió la escultura; lo que hubo –apuntó– fue una problemática producción de "bultos" que estaba muy alejada de la prístina concepción de la obra de arte renacentista. Sus alborotadoras palabras, que de inmediato convirtieron la sala en una batahola, provocaron que se rasgaran algunas vestiduras.
 

Jorge Alberto Manrique, ca. 2010. Foto: Archivo fotográfico del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.

 

Jorge Alberto Manrique, ca. 2015. Foto: Archivo fotográfico del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.
 

En el texto "La estampa como fuente del arte en la Nueva España" el maestro va más allá. Habla de "confusión temporal" y de rasgos de atemporalidad que serán persistentes en el arte virreinal. Cataloga a los pintores novohispanos como seres con "hambrientas manos" a la hora de hacerse de grabados y otras fuentes formales. Para terminar su escrito, Manrique pergeña la existencia de un arte deforme respecto al modelo ideal de Europa. Con ello desató huracanes y no pocas tempestades.

En la época en que Manrique escribió los referidos textos se puso de moda en las investigaciones de arte virreinal el tratar de encontrar la mayor cantidad de fuentes grabadas europeas usadas de este lado del Atlántico. Si bien ya se habían localizado grabados, ahora la preocupación era constante y la búsqueda del “espejeo” de las fuentes buriladas una regla. Prueba de ello es que en ese mismo número de los Anales conmemorativo en que se publicó su escrito hay otro que incide en tal problemática. Me refiero a la contribución de Rogelio Ruiz Gomar acerca de la presencia de una composición de Rubens, vía el grabado de Lucas Vosterman, que terminara en la formidable obra Estigmatización de san Francisco, de Sebastián López de Arteaga, ubicada en la Villa de Guadalupe.

Sus propuestas y pensamientos, maestro, me han picado desde entonces. No en vano pasé largos años buscando los grabados europeos que supuestamente se usaron para componer los grutescos de la capilla abierta de Tlalmanalco, los cuales nunca he encontrado, pues no creo que existan como tales; más bien se trata de versiones no literales o arreglos de las fuentes originales –en concreto, las de un arte atemporal e internacional sin fronteras– pasados por criba de escultores indígenas, lo que permitió la creación de grutescos propios e irrepetibles en las estribaciones del Iztaccíhuatl.

Las lecturas de los grabados y los códigos plásticos en tránsito es algo que desde hace ya varios años ha ocupado mi mente, ya sea en lo que respecta al arte asiático y su reinterpretación en la construcción de peculiares lenguajes artísticos de las artes útiles suntuarias, ya en cuanto a los grabados flamencos de la casa Plantin-Moretus que llegaron a tutiplén hasta las azulosas alturas de la Villa Alta de San Ildefonso, Oaxaca, en la accidentada geografía de la sierra de los zapotecos, para luego terminar en paneles de muebles historiados de lujo extremo. El haber llegado a este punto se lo debo a usted.
 

Jorge Alberto Manrique. Foto: Pedro Cuevas. Archivo fotográfico del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.
 

Gracias maestro por ofrecernos en sus textos las bases para la construcción de otras ideas, como lo son la espiral problemática sin centro fijo de los ombligos y las periferias o los éxodos de los modelos a través de gigantescas maquinarias productoras de imágenes y la globalización de la cultura visual, en la que por fin ocupa un lugar el arte virreinal sin ser la desdentada parienta pobre.

La anécdota que tengo que contar es breve: para mi formación fue decisiva y facilita en mi mente el sueño de una época de oro. Corría el año 1977. Invitado por Manrique acababa de entrar a Estéticas. El maestro –me imagino–, muy serio y harto grave, como siempre, sentado en el despacho de la dirección en el sexto piso de la torre, y teniendo como telón de fondo el enorme plano de la Ciudad de México de García Conde de 1793, además de tres teléfonos (siempre me pregunté si uno de esos aparatos era una línea directa con Rectoría), me mandó llamar vía su secretaria Lupita, quien, con afable sonrisa costeña, me dijo: te llama "Manris". Una vez que lo tuve enfrente, me indicó que tenía que hacer el índice de nombres de una publicación que estaba en el horno y urgía enviar a la imprenta Madero (el diseño era de Vicente Rojo). Se trataba del Geometrismo mexicano, obra ya clásica que Manrique promovió con enorme gusto. Acto seguido me soltó las galeras del libro y me puse a trabajar hasta altas horas de la noche para cumplir con la encomienda. En las pruebas que mandaba la editorial me encontré de bruces –cuando buscaba los nombres propios que citaban los diferentes autores que participaban en el libro, mismos que de manera inmediata copiaba en tarjetas blancas– con un caudaloso torrente de signos de incógnitos y no aparentes ni fáciles significados que Xavier Moyssén había regado sin piedad por todos lados. Así fue como me enteré de los ineludibles mandatos de los deles; conocí las ondulantes rayas bajo las palabras que pedían a gritos transformarse en negritas; que las cursivas, las bastardillas y las itálicas eran la misma cosa; que las citas a bando estaban remetidas dentro de las cajas; que se podían apachurrar o enaltecer las letras de cajas bajas y altas –y viceversa–; y supe también de la manera de unir párrafos no vinculados mediante el empleo de chistosas “viboritas”; además del uso de un singular meandro de geométrico caminar –como si tuviera hipo– que podía cambiar el orden de las palabras en los textos; por último, me di cuenta de la manera de mandar al olvido a las tristes y feas viudas, entre otros signos y llamadas del insospechado para mí lenguaje técnico, que Manrique con su colateral encargo me permitió conocer, para luego zambullirme en ese mundo con deleite. A la mañana siguiente el maestro me explicó, investido con la paciencia del santo Job, los significados y funciones de todas aquellas "arañas" que no había logrado entender. Así que –estimados amigos– el índice de nombres del Geometrismo mexicano lo hice yo, al tiempo que me instruí en nuevos códigos y reglas del comportamiento de las vocales y las consonantes, para luego en mi vida académica repetir –creo que con cierta soltura– los múltiples signos de la corrección editorial. Ahora, por desgracia, ya casi nadie sabe de esas marcas ni qué eran las pruebas azules ni cuál la cuarta de forros ni la portadilla. Los programas para ediciones y los e-books pronto terminarán con los cifrados y primorosos secretos de la tipografía de las imprentas. Gracias maestro por encauzarme en el arte virreinal, por darme las herramientas para investigarlo, por permitirnos hacer lo que ahora hacemos en la Academia, por compartir su amistad y por descifrarme el retorcido lenguaje de las crípticas "arañas" de Xavier Moyssén.
 

Barrio de San Lucas, Coyoacán, 31 de agosto de 2016. I

 

Jorge Alberto Manrique, director del Instituto de Investigaciones Estéticas, ca. 1977. Foto: Pedro Cuevas. Archivo fotográfico del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.

 

*Investigador del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.

 

Inserción en Imágenes: 02.12.16.

Imagen de portal: Jorge Alberto Manrique en Coyoacán. Foto: Archivo fotográfico del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.

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[1] Esta palabra se usa en referencia al famoso John Kaczynski (Chicago, Illinois, 1942), el Unabomber. Se trata del más famoso terrorista de los años setenta en Estados Unidos. Unabomber proviene de Un(iversity), A(irline) Bom(ber). Hizo atentados contra universidades y aerolíneas estadounidenses. Se formó en universidades de gran prestigio como filósofo, matemático y neoludita. Su manifiesto, titulado, La sociedad industrial y su futuro o El manifiesto de Unabomber, fue publicado por The New York Times y The Washington Post. Estuvo ligado a las universidades de Harvard, Michigan y Berkeley. Desató una de las más costosas investigaciones del FBI. Fue capturado en 1996.