La “niebla seca” que cubría el Valle de México. Noticias sobre la contaminación de la ciudad en el siglo XVIII

Martha Fernández*
marafermx@yahoo.com
 

Diego Correa (atrib.), Biombo de los condes de Moctezuma, vista de la Ciudad de México, s. XVII. Museo Nacional de Historia, Castillo de Chapultepec. Foto: Esther Tovar Estrada. Archivo fotográfico del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.
 

LA CONTAMINACIÓN DEL AIRE en la Ciudad de México es hoy un tema de interés generalizado, no solamente por los problemas de salud que provoca sino también por las incomodidades que ha propiciado el endurecimiento, a partir del pasado 1 de abril, del programa Hoy no Circula, instaurado para paliar el problema de la polución. La medida afecta no únicamente a los automovilistas; también a quienes tienen que hacer uso de un muy deficiente transporte público. No es un tema nuevo, desde luego, pero habría que preguntarse desde cuándo “la región más transparente del aire” dejó de serlo o, en beneficio de la precisión, tendríamos que cuestionarnos si alguna vez, en efecto, nuestra ciudad gozó de un aire realmente transparente. Y eso viene a cuento porque el 21 de febrero de 1792, don José Antonio Alzate y Ramírez publicó en sus Gacetas de Literatura de México[1] una disertación muy interesante que comienza así:
 

Es digna de repelerse una vulgaridad muy general, con la que se intenta reputar al suelo de México por de mala constitución: dicen muchos, que poco después de nacido el sol, o antes de ocultarse, se ve el cielo de México, de los sitios distantes dos o tres leguas, muy ofuscado: parece que una delgada nube lo cubre, y ésta es señal segura de que su atmósfera no es muy sana.
 

Desde luego, Alzate acepta que la capital de la Nueva España estaba cubierta por esa “delgada nube”, pero trata de explicar que no se debía a la situación geográfica o a las características topográficas de la ciudad, sino que las causas de la opacidad eran consecuencia de la actividad humana que en la urbe se desarrollaba. Lo primero que destacó fueron los trabajos que se realizaban todas las noches. En México, dice,
 

se hallan establecidas más de cuarenta panaderías, otras tantas tocinerías, una infinidad de mujeres que fabrican atole (o poleada de maíz), muchísimas nenepileras, que de noche cuecen las partes útiles de cabezas de carneros y de toros, los pies de estos cuadrúpedos y sus intestinos, etcétera. En las panaderías al amanecer ya tienen finalizada la primera hornada de pan; en las tocinerías hay continuamente fuego para fabricar jabón, purificar la manteca, etcétera; el humo que resulta de los hornos de panadería, de las fábricas de jabón, y de otra infinidad de fogones que arden por la noche, necesariamente llena el aire que nos rodea de infinidad de partículas que se le mezclan; y como este aquí es tan delgado y de noche se enfría, las partículas desprendidas del combustible permanecen en la parte inferior de la atmósfera hasta que el aire enrarecido por el calor del sol, o puesto en movimiento por otras causas, muda de lugar y transporta las emanaciones que se desprenden del mucho combustible que se consume diariamente en México: considérese ¿cuánto humo debe desprenderse de más de treinta y seis mil habitaciones?
 

Por si eso no bastara para conseguir una atmósfera “tan triste, a cierta distancia”, como decía Alzate, estaba también el bullicio diurno de la ciudad capital de la Nueva España. Ya desde el amanecer, llegaban recuas que introducían productos para su comercio, “tantas mulas causan mucho polvo al caminar, porque el suelo del valle en tiempo de seca (que es cuando se presenta el fantasma en toda su plenitud) se compone de tierra mezclada de mucha sal alcalina: y así no es mucho formen una polvareda que de lejos presente un aspecto triste”. De acuerdo con su propio comentario, hubo días en que llegaron a entrar a la Real Aduana cuatro mil mulas, a las que se agregaban las que llevaban carbón, leña, harina “y otros muchísimos útiles, y se vendrá en conocimiento de que tanta mula debe formar un espeso polvo”, mismo que también era ocasionado por las personas que “desde la madrugada” transitaban por las calles, así como por “el traqueteo de tanto coche y de cabalgaduras”.
 

Anónimo, Azoteas de la Ciudad de México, s. XIX. Col. Particular. Foto: Guillermina Vázquez. Archivo fotográfico del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.
 

De las polvaredas de la ciudad también dieron cuenta Antonio de Robles y el alabardero José Gómez. El primero registró en su Diario de sucesos notables que el miércoles 26 de julio de 1702, día de Santa Ana, “después de las tres de la tarde, comenzó un huracán grandísimo de los cuatro vientos que levantó una gran polvareda, de suerte que oscureció el sol; duró hasta casi las cinco, y se tocó a plegaria en todas las iglesias y en la Catedral, y se maltrataron algunas vidrieras de ella”.[2] Por su parte, el alabardero dio cuenta de tres hechos semejantes, relacionados con las lluvias. Según su testimonio, el 22 de mayo de 1785 “se levantó un huracán de aire y polvo que no se veían las casas”.[3] Igualmente, el 19 de marzo de 1787, “en la tarde, hubo un huracán de viento y polvo que no se veían las calles”, fenómeno que se volvió a presentar el día 23.[4]

Además de las citadas por Alzate, las causas de tanto polvo eran variadas. Una de ellas, la falta de buenos empedrados en las calles. Un cronista anónimo del siglo XVIII comentaba que en tiempos del virrey conde de Fuenclara (1742-1746), se dejó de emplear a técnicos especializados y se contrató “a cualesquiera peones de albañilería sin que hubiese habido quien los instruyese en aquella especie de trabajo, que como todos, pide conocimientos mecánicos de varias menudencias o requisitos, que aunque fáciles de aprender y despreciables en sí al parecer, motivan indispensablemente con su uso o su defecto, el que la obra salva bien o mal hecha”. Pero cincuenta años después, es decir, hacia los años noventa del siglo XVIII, cuando el cronista citado escribe su obra, ese problema persistía, pues, según explica,
 

los indios u operarios que actualmente se emplean en semejante ocupación, son unos infelices que además de su ignorancia inculpable, están casi comúnmente borrachos y sin sobrestante o director inteligente que pueda enseñarlos ni dirigirlos con tino, y sin guía o método alguno colocan la piedra tan superficialmente o con tan ninguna preparación, que con la mayor facilidad se desunen y dislocan, inutilizándose próximamente lo que acaban de hacer, y con particularidad, no cercando o cerrando el espacio en que trabajan para que endureciéndose siquiera en un par de días, no lo arruine ni maltrate la gente y los mismos coches y caballos.
 

A ello se agregó otro vicio frecuente en la Ciudad de México: el azolve de las cañerías a causa de la basura que se acumulaba en ellas, lo que provocaba que se tuvieran que reparar continuamente. Para ello tenían que levantar el empedrado,
 

dejando después las piedras solamente tiradas o dispersas en el trecho que se deshizo hasta que acuden los empedradores, que aunque gremio distinto debieron concurrir sin demora, pero soliendo diferirlo dos o tres días o tal vez muchos más, se aflojan las inmediatas, con cuyo desorden se ve descompuesta una calle en la misma semana o mes en que se había trabajado y gastado en empedrar recientemente.[5]
 

Francisco Sedano también escribió que “los empedrados eran malos y desiguales, unos altos y otros bajos, y por esto y las basuras se encharcaba el agua de los caños y hacían las calles de difícil y molesto tránsito. En época de lluvias era tal el lodo mezclado con la inmundicia, que no es fácil explicarlo.”[6]
 

Andrés de Islas, Pintura de castas. De tente en el aire y mulata nace albarazado, s. XVIII. Museo de América de Madrid. Foto: Archivo fotográfico del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.
 

A esos problemas se agregaba el hecho de que no todas las calles estaban empedradas y, además, algunas de las avenidas que daban entrada y salida a la ciudad no tenían “piso sólido” (que en aquel tiempo se hacía mezclando la tierra con arena, tezontle y cal, “todos, bien amasados e incorporados”), sino que, por el contrario, la tierra se quedaba suelta y, en algunos casos, se formaban “hoyancos, batideros y desigualdades”, de manera que, al paso de carruajes y caballos, se levantaban polvaredas en tiempo de secas.[7]

Pero los defectuosos caminos y empedrados no eran las únicas causas del polvo que se generaba; también contribuía la falta de higiene que se tenía en las calles, donde se arrojaban toda clase de desperdicios. Francisco Sedano las definía como “muladares” que tenían en cada esquina “un grande montón de basura”; además, decía, “a la puerta de cada casa de vecindad era indispensable un montón de basura. Por los barrios eran tales y tan grandes que a uno de ellos, que estaba hacia Necatitlán le llamaban Cerro Gordo.” Y por si faltara algo, “con toda libertad, a cualquier hora del día se arrojaban a la calle y a los caños los vasos de inmundicia, la basura, estiércol, caballos y perros muertos”. De manera que “cuando de tarde en tarde se quitaba un montón de basura, al removerlo, salía un vapor pestífero a modo de humo”.[8]
 

Plaza Alonso García Bravo, mercado. Foto: Martha Fernández. Tomada el 17 de marzo de 2013.
 

A ello contribuía también el tradicional comercio ambulante que –como ahora– se instalaba lo mismo en plazas que en calles y que generaba una gran cantidad de basura de todo tipo. El anónimo autor de Reflexiones y apuntes sobre la Ciudad de México dedicó todo un capítulo al tema de los “Puestos de venta de comestibles en plazas y parajes públicos” en el que comienza afirmando algo que todavía nos es muy familiar:
 

Domina en esta ciudad un desorden en la manipulación y venta de alimentos condimentados y preparados con el fuego, que apenas hay plaza y aun calle donde no se fría o guise causando no sólo las contingencias de incendios sino el humo, olor u otras incomodidades inesperables de tal práctica que nunca dejará de ser con menos seguridad y más estorbos que dentro de las casas.[9]
 

Algunos habitantes de la ciudad también ponían lo suyo a esa falta de higiene con costumbres muy poco educadas y sucias. Francisco Sedano, por ejemplo, comentaba que “cualquiera, a cualquier hora, sin respeto de la publicidad de la gente, se ensuciaba en la calle o donde quería”,[10] y algo semejante dejó ver el autor de las Reflexiones y apuntes sobre la Ciudad de México cuando explicó que una de las costumbres de los habitantes de la ciudad “era comer y beber y muy a menudo no en horas precisas, cuya irregularidad influye mucho en la limpieza por los desahogos naturales que no contienen al momento que instan, sin perdonar publicidad o concurrencia alguna”.[11]
 

Plaza de Santo Domingo, plantón de maestros. Foto: Martha Fernández. Tomada el 16 de noviembre de 2011.
 

A eso, que era motivo de sobra para contaminar el aire, se agregaban las llamadas “candeladas”, que no eran sino la quema de “yerba seca, petates u otras materias combustibles”, así como los ciscos de las herrerías, y desechos de verduras “con los otros oficios y tratos”. Asimismo, artesanos como pintores y carpinteros solían salir a las calles “ya a aserrar o desbastar maderas, ya a hervir cola, ya a partir cueros, y ya a varias labores o ejercicios según el de cada uno”. También tenían la costumbre, a las afueras de la ciudad, de hacer “agujeros u hoyos disformes con el fin de sacar tierra para macetas o jardines, unas veces y las más para fabricar adobes”. Lamentablemente, estas aberturas en la tierra se llenaban “de inmundicia, animales muertos y de aguas que se corrompen”.[12]

Otro factor que favoreció la contaminación del aire de la ciudad fue también lo que en aquel tiempo se conocía como “miasmas”, esto es, “fluidos malignos que se desprendían de cuerpos enfermos, de materias corruptas o aguas estancadas”, que incluso podían ser causa de enfermedades como la viruela, el escorbuto y las fiebres pestilentes o pútridas.[13] En opinión del Tribunal del Protomedicato, en la formación de ese aire viciado fueron de gran importancia “las exhalaciones de lodo y fango que se formaba a la orilla de las lagunas, que junto con el calor del sol, causaban hedor, veneno o ponzoña”, además de la putrefacción de los peces muertos, especialmente en el cambio de las estaciones que iban del frío al calor.[14]

A ello se sumaban los cadáveres de animales terrestres y personas. Al decir de José Antonio Alzate, en la Nueva España no enterraban los cadáveres de los animales y, como mencioné antes, Sedano se quejaba de que los arrojaban a las calles. De hecho, decía Alzate, “el tiempo los destruye, o los aniquilan las aves que conocemos por zopilotes.”[15]

En cuanto a los difuntos, desde el siglo XVI se enterraron en las iglesias; los de mayor rango social, en el interior, y la generalidad, en los atrios; incluso la Catedral y el Santuario de Guadalupe tuvieron sus propios cementerios. Pero precisamente por la putrefacción de los cuerpos, en el siglo XVIII ya se consideró que esa práctica era poco recomendable, y se comenzó a pensar en reubicar los cementerios de las iglesias y de los hospitales en sitios fuera de la ciudad. Así lo solicitaron, por ejemplo, los médicos y el capellán del hospital de la Tercera Orden de San Francisco.[16] Igualmente, el hospital de San Andrés fundó el camposanto de Santa Paula, junto a la parroquia de Santa María la Redonda, el año de 1786.[17] El propio José Antonio Alzate se manifestó en favor de los cementerios y en contra del abuso de sepultar cadáveres en el interior de los templos porque, planteaba, si en las iglesias se quemaban “aromas” para purificar el sitio de adoración, resultaba “inconsecuente preparar en el ámbito del templo manantiales de exhalaciones corrompidas que continuadamente salen de los sepulcros, e inficionan el aire que ventila en la casa de Dios”.[18]
 

Vista hacia el Zócalo desde la Torre Latinoamericana. Foto: Martha Fernández. Tomada el 7 de marzo de 2010.
 

Sugirió, además, que en los cementerios se sembraran árboles, como cipreses y sauces, para clarificar el aire, pero no solamente en esos lugares; también comentó que si los vecinos de la ciudad “se dedicasen a cultivar plantas en lo interior de sus casas, si se restableciesen en los barrios las arboledas, que no hace mucho tiempo existían, las exhalaciones pútridas cesarían de serlo y se conseguirían muchísimas utilidades”.[19]

En medio de todos esos factores no faltó, seguramente, alguna erupción del Popocatépetl, como la que tal vez sucedió el 4 de diciembre de 1684, pues según Francisco Sedano, “en esta Ciudad de México llovió ceniza con abundancia que causaba estornudos, lo que causó asombro y obligó a hacer rogativas en las iglesias”.[20]

Ante tantos elementos contaminantes, no parecía haber una fácil solución del problema. Sin embargo, todos los cronistas coinciden en que las medidas que tomó el segundo conde de Revillagigedo durante su gobierno (1789-1794) resultaron de gran utilidad para que se tuviera una ciudad menos contaminada y sucia. Algunas de estas medidas consistieron en el ordenamiento de los mercados, los bandos para recoger la basura y procurar la limpieza de las calles, así como el establecimiento de la costumbre de regarlas diariamente para “dispar en parte esta niebla seca”, como comentó José Antonio Alzate. Según él, resultó entonces muy perceptible para cualquier observador, “colocado a alguna distancia de la ciudad, la diferencia de lo que registraba antes de tan útil providencia, a lo que registra en el día: la niebla es menos espesa: puedo asegurar esto porque de intento he practicado muchas observaciones”. La explicación científica que proporcionó de tan eficaz medida fue que “el regado sofoca indisputablemente el polvo, a causa de que el riego mezcla a la tierra con el álcali: una tierra mezclada a cualquiera sal, queda imposibilitada de hacer polvo: de esto depende, que regadas las calles, aunque transiten muchos, no pueda elevarse éste”. Igualmente, en la temporada de lluvias, decía, “no hay polvo, porque el agua lo consolida, y no puede elevarse, porque el agua que se le apega lo hace pesado”.[21]

Pareciera que aquella realidad dista mucho de la situación actual de la ciudad; entre otras cosas porque el número de habitantes es otro; mientras que en el siglo XVIII se calculaba que era de unos 200 000,[22] en la actualidad es de 8 851 080.[23] Igualmente, las lagunas ya fueron cegadas, los sistemas de combustión de los comercios y las modernas industrias no se basan en el carbón, ni los vehículos están impulsados por animales. Sin embargo, gran parte de los problemas que provocaron la “niebla seca” que cubría la Ciudad de México en el siglo XVIII, siguen existiendo en el siglo XXI, como los puestos de comida en toda la ciudad, la basura en las calles, los “hoyancos, batideros y desigualdades” en el pavimento, las cañerías azolvadas, la falta de higiene de las personas que tienen necesidad de habitar a la intemperie o que participan en marchas, manifestaciones y plantones; los trabajos de herreros, carpinteros, tapiceros, etcétera, que todavía se realizan sobre las banquetas; la falta de asfalto en muchas calles (sobre todo en las de los asentamientos irregulares), la quema de materiales inflamables, como las llantas; los depósitos de basura al aire libre, la continua deforestación de la ciudad, las reparaciones de calles y avenidas, que se quedan a medias por falta de acuerdos entre las dependencias, y muchas otras costumbres y vicios que se conservan desde hace tantos siglos.

Pero la idea de presentar estas noticias no es establecer puntos de comparación con la época actual sino observar que la Ciudad de México no parece que haya tenido nunca un aire realmente limpio; es decir, su paisaje se ha visto siempre cubierto por nubes de polución de diferente origen, que han impedido un aire diáfano. A la luz de la información histórica, el famoso epígrafe de Alfonso Reyes en su “Visión de Anáhuac” (1917), “Viajero: has llegado a la región más transparente del aire”, utilizado después por Carlos Fuentes como título de su célebre novela La región más transparente (1958), pareciera ser más una utopía que una realidad tangible. I
 

Vista del Zócalo desde la Torre Latinoamericana en un día claro. Foto: Martha Fernández. Tomada el 24 de enero de 2011.

 

*Investigadora del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.

 

Inserción en Imágenes: 21.06.16

Imagen de portal: Andrés de Islas, Pintura de castas. De indio y negro nace lobo, merendero, s. XVIII. Museo de América de Madrid. Foto: Archivo fotográfico del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.

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[1] José Antonio Alzate y Ramírez, Gacetas de Literatura de México, 3 tt., Puebla, reimpreso en la oficina del Hospital de San Pedro, a cargo del ciudadano Manuel Buen Abad, 1831, t. II, pp. 337-340.

[2] Antonio de Robles, Diario de sucesos notables (1665-1703), 3 tt., México, Editorial Porrúa, 1946, t. III, pp. 225-226.

[3] José Gómez, Diario de sucesos de México del alabardero José Gómez (1776-1798), introd. y apéndices de Ignacio González-Polo y Acosta, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Bibliográficas, 2008, p. 140.

[4] Ibid., p. 172.

[5] Reflexiones y apuntes sobre la Ciudad de México (Fines de la Colonia), versión paleográfica, introd. y notas por Ignacio González-Polo, México, Departamento del Distrito Federal, 1984 (Colección: Distrito Federal), pp. 51-53.

[6] Francisco Sedano, Noticias de México (Crónicas de los siglos XVI al XVIII), 3 tt., México, Departamento del Distrito Federal, Secretaría de Obras y Servicios (Col. Metropolitana, 33), 1974 [1ª ed. 1800], t. I, p. 54.

[7] Reflexiones y apuntes…, pp. 93-99.

[8] Sedano, op. cit., t. I, pp. 54-55.

[9] Reflexiones y apuntes…, p. 61.

[10] Sedano, op. cit., t. I, p. 54.

[11] Reflexiones y apuntes…, p. 61.

[12] Ibid., pp. 55-58.

[13] María Eugenia Rodríguez, Contaminación e insalubridad en la Ciudad de México en el siglo XVIII, México, UNAM, Facultad de Medicina, 2000, p. 30.

[14] Ibid., p. 26.

[15] Alzate y Ramírez, op. cit., t. III, pp. 353.

[16] Rodríguez, op. cit., p. 33.

[17] Sedano, op. cit., t. I, pp. 57-58.

[18] Alzate y Ramírez, op. cit., t. III, pp. 350.

[19] Ibid., t. III, pp. 350-353 y 363-365.

[20] Sedano, op. cit., t. I, p. 75.

[21] Alzate, op. cit., t. II, p. 339.

[22] Ibid., t. III, p. 49.

[23] INEGI, <www.inegi.org.mx>. Consultada el 22 de mayo de 2016.