El Libro de buen amor, uno de los más bellos libros de nuestra lengua

Arnulfo Herrera*
arnulfoh8@yahoo.com.mx

 

Para Areli, “cuando los sus ojos alza”

 

Página del manuscrito del Libro de buen amor de Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, siglo XIV. Biblioteca Nacional de España.
 

CON LA MISMA IGNORANCIA con que se habla de La Ilíada y La Odisea –difícilmente atribuibles a un solo Homero–, del Edipo rey, del Poema de mio Cid, de La Celestina, del Quijote, del Fausto, del Frankestein, y de muchísimos clásicos más de la literatura, se habla del Libro de buen amor. Con la desventaja enorme para este último de que, mientras en los primeros la leyenda se confunde con la trama de la obra literaria, en el libro de Juan Ruiz –o su álter ego el Arcipreste– hay una pluralidad de asuntos que lo hacen prácticamente inasociable con un símbolo que lo evoque en forma inmediata. No existe un personaje ni una historia que lo señalen o le den identidad.

Así, por ejemplo, cuando se piensa en “el caballo de Troya”, aun cuando nada tenga que ver esta anécdota con La Ilíada, la asociación entre la obra y el cuento es casi mecánica. Lo mismo sucede con el otro poema homérico. Hay imágenes memorables que son apenas circunstanciales para el total de la obra: la llorosa Penélope destejiendo por las noches la labor de cada día para evitar con esto la elección de un pretendiente que ocupe el lugar de su marido ausente del reino insular por más de veinte años;[1] el joven Telémaco, acompañado de sus amigos de generación, recorriendo las casas de Néstor y Menelao en busca de su padre a quien sólo conoce por la fama; Odiseo fuertemente amarrado al mástil de su barco resistiendo al atrayente canto de las sirenas, o huyendo del formidable ataque del cíclope Polifemo, hijo de Poseidón, a quien ha privado de su único ojo y de quien se ha burlado con el falso nombre de Nadie, o el mismo Odiseo luchando contra los elementos corporeizados en los monstruos Escila y Caribdis. Lo cierto es que, en el fondo, hay un único tema detrás de todas estas imágenes: la odisea por antonomasia, el nostos de Ulises, el comeback a ultranza, a pesar de los elementos externos y de los obstáculos subjetivos. Ulises tiene que vencer a sus enemigos (Poseidón entre ellos) y vencerse a sí mismo para regresar a su patria veinte años después de haberla dejado (diez años que duró el sitio de Ilión y diez del viaje de retorno). Como los buenos marineros –“un amor en cada puerto”–, desdeña dos veces la inmortalidad y abandona enamoradas a la bellísima hechicera Circe y a la ninfa Calipso por la nostalgia de un amor terrestre y la sencillez de una vida pastoril.[2] Esta idea le sirve a Borges para cifrar en ella su concepción de la poesía:
 

Cuentan que Ulises, harto de prodigios
Lloró de amor al divisar su Itaca
Verde y humilde. El arte es esa Itaca
De verde eternidad, no de prodigios.
 

Francisco Collantes, El incendio de Troya, ca. 1634, óleo/tela. Museo del Prado, Madrid, España.

 

Johann Heinrich Füssli, Odiseo frente a Escila y Caribdis, 1794-1796, óleo/tela.
 

Lo mismo ocurre con el Cid. El personaje leal, respetuoso y obediente del que el Poema dice “¡Oh, Dios, qué gran vasallo, si tuviese buen señor!”, no es el mismo personaje soberbio y egoísta del Romancero que mata al envidioso conde Gome-Lozano, padre de Jimena, su futura mujer; ni el que, en un gesto ya petrarquista, echa atrás a sus mesnadas cuando tiene ganada Zamora porque la “dadivosa” doña Urraca le declara su amor:
 

Cuando el rey fue tu padrino, / tú, Rodrigo, el ahijado;
Yo te calcé las espuelas / porque fueses más honrado:
Que pensé casar contigo, / mas no lo quiso mi pecado,
Casaste con Jimena Gómez, / hija del conde Lozano:
Con ella tuviste dineros / conmigo tuvieras estado.
 

Entonces el Campeador, compungido, responde:
 

Afuera, afuera los míos, / los de a pie y de a caballo
Pues de aquella torre mocha / una vira me han tirado.
No traía el asta hierro, / el corazón me ha pasado,
Ya ningún remedio siento / sino vivir más penado.
 

Esta misma doña Urraca lo lleva a enfrentar la autoridad del rey Alfonso, quien “enamorado se había de ella [...] cuando vestida de negros paños / reluciente como una estrella [...]” asomaba “en las almenas de Toro”. Entonces don Alfonso que la contemplaba sin conocer su identidad dijo: “si es hija de rey / que se casaría con ella / si es hija de duque / serviría como manceba”. A lo que el Cid contestó: “vuestra hermana es, señor [...]”.
 

Si mi hermana es, dijo el rey, / fuego malo encienda en ella:
Llámenme mis ballesteros, / tírenle sendas saetas
Y aquel que la errare / que le corten la cabeza
 

Página inicial del Cantar de mio Cid, siglo XIII. Biblioteca Nacional de España.
 

Pero Ruy Díaz contradijo la orden con una contundente amenaza para los arqueros: “[...] aquel que le tirare / pase por la misma pena”.

Baste recordar la ira del rey y el desplante del Cid:
 

–Íos de mis tiendas, Cid, / no quiero que estéis en ellas.
–Pláceme, respondió el Cid, / que son viejas y no nuevas;
Irme he yo para las mías, / que son de brocado y seda,
Que no las gané holgando / ni bebiendo en la taberna;
Ganelas en las batallas / con mi lanza y mi bandera.
 

La misma actitud arrogante se halla en la jura de Santa Águeda cuando otra vez el mismo Alfonso destierra al Cid por un año y él, gustoso, se marcha por cuatro. Nada tienen que ver estas leyendas populares con el primer gran monumento de la literatura española, pero están asociadas al personaje y en la imaginación de los lectores se ligan automáticamente al poema.

Borges creyó siempre que la grandeza de Quevedo se vio menoscabada por la ausencia de un símbolo que no logró amonedar su obra. Esta idea es aplicable al Libro de buen amor. No existe una imagen que se identifique con la obra como las dos caras de una moneda. Creo que la causa de la imposibilidad para afiliarlo de manera automática se debe más a la ignorancia de los lectores modernos que a una posible falta de méritos por parte de Juan Ruiz. La diversidad de cantares en tetrástrofos monórrimos, en metros menores de ocho y siete sílabas que recogen y amalgaman todas las resonancias cultas y populares de su siglo, lo vuelven una obra inasible. Y sin embargo todo el mundo conoce los asuntos tratados en él sin saber, por supuesto, que vienen de ahí y que son eco de una tradición mucho más antigua. Nos resultan familiares las aventuras de un arcipreste –dignidad casi equivalente a la de obispo– que seduce mujeres virtuosas y mustias monjas, que fornica a robustas serranas y es regalado por ellas a cambio de promesas que jamás cumplirá. Parece que hemos escuchado ya los consejos, los cantos y las oraciones a la Virgen –herencia del Siglo Mariano que inspiró a Gonzalo de Berceo–, las lamentaciones, las sátiras, los elogios, las parodias de tono épico. Conocemos, en fin, las numerosas fábulas que, a manera de las parábolas evangélicas, sirven al Amor y al Arcipreste para ejemplificar el comportamiento humano porque finalmente:
 

Como dice Aristóteles, cosa es verdadera:
El mundo por dos cosas trabaja: la primera,
Por buscar mantenencia; la otra cosa era
Por buscar juntamiento con hembra placentera

Si lo dijese de mío, sería de culpar;
Díselo gran filósofo: no soy yo de rebtar:[3]
De lo que dice el sabio non debemos dubdar,
Ca por obra se prueba el sabio e su hablar.[4]
 

La máxima autoridad de los paganos le sirve al Arcipreste para justificar su hedonismo y dirigir su conducta que, como la de todos los hombres, debe encausarse para buscar y elegir lo mejor:
 

E yo, como só omne como otro pecador,
Ove de las mujeres a las vezes grand amor;
Probar omne las cosas non es por ende peor,
E saber bien e mal, e usar lo mejor.[5]
 

Hay que destacar por encima de cualquier prejuicio o idea preconcebida la mayor de las características del texto: su alegría. Proveniente de una vitalidad pocas veces vista en la literatura española, esta alegría se manifiesta aun en el momento de hablar de la muerte. Porque el Arcipreste se duele cuando muere su “tercera” (alcahueta), la “Trotaconventos” –antecedente directísimo de la mediadora Celestina que se habría de robar el escenario en la Tragicomedia de Calisto y Melibea– pero es tan desmesurada su reacción que nos da la idea de que ironiza sobre su propia tristeza:
 

Muerte desmesurada, ¡matases a ti sola!
¿Qué tuviste conmigo? ¿mi leal vieja do la?
¡Me la mataste Muerte! Jesucristo compróla
Con su santa sangre; por ella perdónala!

¡Ay! ¡Mi Trotaconventos, mi leal verdadera!
Muchos te seguían viva; ¡muerta yaces señera![6]
¿Do te me han llevado? ¡No sé cosa certera!
Nunca torna con nuevas quien anda esta carrera.
 

Tragicomedia de Calisto y Melibea. Impresa por Jorge Coci, Zaragoza, España, 1507.
 

Los consejos de don Amor son tan buenos como los de un Ovidio cristianizado: “Buenas costumbres debes en ti siempre haber / guárdate sobre todo de mucho vino beber […].” Porque cuando el vino rebasa el seso dos miajas, “hacen ruido los beodos como puercos y grajas [...] el mucho vino es bueno en cubas y tinajas”. Hay que decirles a las mujeres piropos hermosos, no ser tacaños con ellas ni mentirles, no ser parlanchín y dejarlas que hablen, obsequiarlas sin echar de menos lo gastado, no hablarles de otras mujeres ni celarlas “si algo no le probares, no seas despechoso”[7] ni “seas de su algo pedidor codicioso”.[8]

Es célebre su preferencia por las mujeres de baja estatura y de poca razón. Las “dueñas chicas” han de ser como los sermones, breves y bien dichos para que “se queden en el corazón”. Frías por fuera, ardientes en el amor; en la casa cuerdas, donosas, sosegadas; placenteras y rientes en la cama. “Pocas palabras cumple al buen entendedor” y por eso “Del mal, tomar la menos: díselo el sabidor: ¡por ende, de las mujeres, la menor es mejor!” Tres siglos después, esta premisa se difundió a tal grado que la preferencia por las mujeres pequeñas se encontraría muy extendida en la Península Ibérica a juzgar por la canción popular cuyo estribillo es “De las damas para el gusto, / por el contento y el sabor, / la chiquita es la mejor”.

Los gustos por las mujeres pequeñas corresponden a una civilización mucho más refinada que la europea de ese momento. Da pie para imaginar la belleza arábiga de la delicadísima doña Endrina a quien el tosco don Melón declara sus intenciones con una intensidad tan conmovedora que doblegaría a la mujer más difícil de cualquier época:
 

En el mundo no hay cosa que yo ame como a vos
Tiempo es ya pasado de los años más de dos
Que por vuestro amor me pena, os amo más que a Dios [...].
 

La declaración forma parte de la escena más antologada del Libro de buen amor. El amante queda arrobado cuando contempla a la mujer que quiere y no atina a decir las frases que debiera, turbado por la mirada de la gente que pasa:
 

¡Ay! ¡Cuán hermosa viene doña Endrina por la plaza!
¡Qué talle, qué donaire, qué alto cuello de garza!
¡Qué cabellos, qué boquilla, qué color, qué buenandanza!
Con saetas de amor hiere, cuando los sus ojos alza.

Pero tal lugar no era para hablar de amores
A mí luego me vinieron muchos miedos y temblores,
Los mis pies y las mis manos no eran de sí señores:
Perdí seso, perdí fuerza, mudáronse mis colores.

Unas palabras tenía pensadas por le decir
El miedo de las personas me hacen mal departir
Apenas me conocía, ni sabía por do ir,
A mi voluntad mis dichos no la podían seguir.
 

Algunos críticos que gustan de las comparaciones han bautizado a la obra con el poco afortunado nombre de “El Decamerón español”, sobre todo pensando en las escenas más jocosas del Libro de buen amor, escenas que, por supuesto, pertenecen a una base literaria común para toda Europa y cuyos orígenes se hallan en el lejano Oriente y hacen posible la intersección de Chaucer, don Juan Manuel, Bocaccio, Juan Ruiz y muchos otros autores que amalgaman su anonimato entre los elementos folklóricos. No puede dudarse de que una anécdota como la de Pitas Payas es de este tipo. Pitas Payas, el pintor de Bretaña, fue aquel que a los dos meses de casado dejó a su joven mujer para arreglar unos negocios. Antes, con el fin de evitar que ella fuera infiel, le pintó un cordero bajo el ombligo. Pasaron más de dos años para que volviera el marido y, naturalmente, en el ínterin, la mujer tomó mancebo. Cuando el pintor regresó, ella pidió al amante que le repintara el cordero que juntos habían borrado. Con las prisas, lo que éste logró pintar fue un borrego maduro, con cuernos y todo. Pitas Payas tuvo que aceptar las buenas razones de su esposa, quien le explicó que, después de tanto tiempo, el animal ya había crecido y madurado.
 

Página del manuscrito del Libro de buen amor de Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, siglo XIV. Biblioteca Nacional de España.
 

En cambio, las aventuras de las serranas se deben a un origen popular y han gozado de un éxito que puede apreciarse por la placa consagrada en el Guadarrama a la “Peña del Arcipreste”, y por los numerosos estudios que se han dedicado a trazar la ruta del clérigo tratando de imprimirle una coherencia que no pueden tener los fragmentos que conocemos. Destacan entre todos estos esfuerzos el de Alfonso Reyes, quien hizo una edición del Libro de buen amor en 1917 y que más tarde fue reproducida por la editorial Espasa-Calpe en la benemérita “Colección Austral” (núm. 88).

Son muy conocidas las andanzas en la sierra, donde el Arcipreste fue para “probar todas las cosas” como “el apóstol manda” y perdió “muy pronto la mula y no hallaba vianda” hasta que le salió al paso una vaqueriza exigiéndole el peaje. Con buenas razones y mejores ofrecimientos la convenció para que le diera asilo:
 

Yo, con el mucho frío, con miedo y con queja
Ofrecíle medalla con broche y una piel de coneja,
Echóme a su pescuezo por toda buen respuesta
Y a mí no me pesó, porque me llevó a cuestas
Excusóme de pasar los arroyos y las cuestas.
 

En la cántiga es más explícito:
 

Yo con miedo, arrecido,[9]
Prometíle una garnacha[10]
Y ofrecíle para el vestido.
Un broche y una prancha.[11]
Tomóme recio por la mano,
En su pescuezo me puso
Como a zurrón[12] liviano,
Llevóme la cuesta ayuso.[13]
¡Hadeduro,[14] no te espantes,
que bien te daré qué yantes,[15]
como es de sierra uso.
 

¡Lo llevó en vilo! A pesar de que era “un gigantón alegre y membrudo, velloso, pescozudo [...] las espaldas bien grandes, los pechos delanteros, fornido el brazo y las muñecas robustas”.

Y así, recorriendo la sierra, el Arcipreste va encontrando mujeres agrestes que se quedan con una vaga promesa después de arroparlo, darle de comer y solazarse con él. No falta la que, después de golpearlo, arrepentida, lo invita a su casa, le ofrece “el camino” (su cuerpo) y la merienda sin que su marido (Herroso) lo sepa:
 

Entremos a la cabaña, Herroso no lo entienda[16]
Meterte he por camino y habrás buena merienda
 

O la ingenua que le pide vestidos para ella y para toda su parentela y se queda esperando “que torne para la boda”; o la cautelosa y exigente: “pariente, mi choza / el que en ella posa / conmigo desposa / y me da soldada”.[17] Con buenas maneras siempre, el Arcipreste tiene la respuesta oportuna: “[...] de grado, mas soy casado / aquí en Ferreros / mas de mis dineros / os daré, mi amada”. Ella acaba dándole una lección:
 

Donde no hay moneda
No hay mercancía
Ni hay tan buen día
Ni cara contenta.
[...]
Y yo no me pago
del que no da algo
ni le doy posada.
Nunca de homenaje
Pagan hospedaje;
Por dineros se hace
Todo lo que place;
Cosa es probada.
 

Esta lección recuerda de dos modos a Quevedo. Primero porque hay en el Libro de buen amor una larga disquisición sobre el dinero muy similar a la de la letrilla “Poderoso caballero es don dinero” y, segundo, por aquella lamentación del amargado don Francisco, quien a la vista de las palabras que doña Urraca declaró en el Romancero para recriminar a su padre por haberla dejado sin herencia:
 

Irme he yo por esas tierras / como una mujer errada
Y este mi cuerpo daría / a quien se me antojara
A los moros por dineros / y a los cristianos de gracia.
 

Página del manuscrito del Libro de buen amor de Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, siglo XIV. Biblioteca Nacional de España.
 

Se quejaba el inconforme Quevedo de que en su denigrado siglo ya no hubiese mujeres caritativas (como esta doña Urraca que daría su cuerpo a los moros por dineros y a los cristianos de gracia, y aquella Santa Nefija de quien se dice que “daba limosna de su cuerpo”) pues, aunque él era cristiano viejo, todas le veían cara de moro porque querían cobrarle sus favores. En efecto, “por dinero hace el hombre cuanto debe”. Sólo el Arcipreste es la excepción de este corolario materialista y esto debió conformarlo como el gran personaje que nos hiciera pensar automáticamente en la obra de Juan Ruiz. No fue así por razones que aún desconocemos. Pero reconozcamos su enorme desinterés material, su desprendimiento del mundo; él se movió por amor y, gracias a las lecciones del Amor mismo y la instrucción de doña Venus, nos legó con sus andanzas los cuadros que componen la alegría de uno de los más bellos y amorosos libros de todos los tiempos: el Libro de buen amor.

 

*Investigador del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.

 

Inserción en Imágenes: 20.02.15.

Imagen de portal: página del manuscrito del Libro de buen amor de Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, siglo XIV. Biblioteca Nacional de España.

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[1] Modelo de fidelidad éste que será destrozado luego, en la época alejandrina, por Luciano de Samosata quien atribuyó en sus Diálogos el origen del dios Pan a la cópula subrepticia de Hermes con Penélope, la hermosa prima de Helena.

[2] También Luciano desmiente a este marido ejemplar que sólo desea volver a los brazos de su bella esposa y envejecer en su humilde isla. Lo figura años después de su retorno escribiendo una carta a Calipso en la que le relata su hastío y sus deseos de volver con ella. Esta imagen forma parte de una tradición subrepticia que considera a la Odisea como la crónica de un marido que abandona su hogar y vuelve cuando se entera que su hacienda está amenazada. El principal argumento es que todas las vicisitudes de la navegación que padeció Odiseo (desde el promontorio de Malea que no pudieron doblar a causa de los vientos que los llevaron hasta la isla de los lotófagos y de ahí arrojados a una y otra tierra ignota, salvaje y peligrosa) no debieron haberse dilatado los diez años que cuenta el poema. Se calcula que las peripecias a lo sumo debieron haberle ocupado unos once meses y que la pedestre realidad es que pasó los nueve años restantes viviendo con Circe y con Calipso en medio de los reclamos de sus hombres que sí deseaban volver a Ítaca.

[3] Imputar. “No soy yo quien lo dice”.

[4] Así por obra se prueba el sabio y su decir.

[5] Y yo, como soy hombre, como cualquier otro pecador, a veces tuve por las mujeres gran amor, que el hombre pruebe las cosas no es, por tanto, lo peor, y saber el bien y el mal y usar lo mejor.

[6] Sola.

[7] Si la mujer es cuerda, no hay que celarla, luego “si no le puedes probar nada, no le seas desagradable.”

[8] No seas codicioso de sus bienes.

[9] Tieso, aterido.

[10] Camisa.

[11] Medalla.

[12] Saco o bolsa que llevaban sobre el hombro los campesinos.

[13] Abajo.

[14] Desdichado.

[15] Comas.

[16] Sepa.

[17] Paga, sueldo.