El canon español de Gracián

Arnulfo Herrera*
arnulfoh8@yahoo.com.mx

 

A Fernanda por su interés en estos temas

 

Anónimo, Retrato de Baltasar Gracián, siglo XVII-XVIII, hallado en Graus, España, restaurado.

NINGÚN ESCRITOR DE LOS SIGLOS DE ORO alabó más el estilo epigramático y la condensación de las palabras que Baltasar Gracián. Abogó por la “brevedad”, la “sutilidad” y la oscura “claridad” de los conceptos que salen de la elocuencia para continuar en España una línea erasmista que, en el siglo xvii, se conectaría con el neostoicismo y le daría a la época su sello característico de moralidad. Ciceronianos contra erasmistas, asianistas o asiáticos contra aticistas, fue la cara de una polémica que se prolongó durante más de un siglo bajo diversas banderas y que Aurora Egido ha documentado en muchos de sus trabajos, especialmente en La rosa del silencio (Alianza Editorial, 1996). La conjunción de la estética barroca con la compleja ética abierta en la Europa postridentina, marcó el principio y el final de aquel periodo esplendoroso. Porque si el estilo compacto o lacónico conduce irremediablemente al silencio, éste se encuentra en el extremo opuesto de la exuberancia verbal tan propia de los artistas barrocos que por definición seguían un estilo asiático. Se trata, por supuesto, de un silencio que no es la negación del lenguaje, ni la postulación del caos anterior al verbo. Es el silencio razonado que se opone a la verborrea emanada de los abusos cometidos por la retórica de los epígonos gongorinos, tanto en el ámbito profano como en el sagrado. El silencio producido por la elocuencia equivale a la lengua gobernada por la inteligencia. Por eso se decía que la elocuencia bajaba de los dioses, tal como señala el emblema clxxxi de Alciato, cuando Hermes le muestra a Odiseo el uso de la yerba molly y lo instruye para que los encantos de Circe no puedan transformarlo en cerdo o hacerlo víctima de la lujuria. Por eso, junto a los Emblemas de Alciato, Gracián ponderó también con ahínco la novela de Apuleyo donde se mencionan las rosas del silencio que daban los antiguos a los comensales antes del convite para que la ingestión excesiva del vino no les soltara la lengua (Agudeza..., Discurso lvi).

Este silencio no es tampoco la mentada “contención barroca”. ¿Qué contención puede haber en los signos que, aglutinados, se vuelven monstruos rebosantes de sentido, listos para transformarse en objetos o capaces de varias lecturas simultáneas? Es una economía verbal cuyos enunciados parecen comprimidos en la expresión y, sin embargo, se derraman en el contenido. Es la obra de la agudeza y el arte del ingenio. Ingeniería verbal que gracias a “un acto del entendimiento que exprime la correspondencia que se halla entre los objetos”, logra un resplandor semántico que exulta, no los sentidos corporales del buen lector, sino su intelecto. De este modo, volteando el dicho popular, Gracián reclama nuevos lectores: “para pocas palabras se requiere un buen entendedor”, diría al comenzar el realce viii de El Discreto.

El encomio del silencio proviene de todas las tradiciones que nutrieron a la Europa renacentista. Lo mismo de la Biblia que del extremo Oriente, lo mismo de la antigüedad clásica que de la Edad Media. Unas y otras están de acuerdo en que el verdadero lenguaje de Dios es el silencio, en que nulli tacuisse nocet, nocet esse locutum (“a nadie le perjudica el haber callado, pero sí el haber hablado”) como dice la frase del pseudo Porcio Catón que luego repitió Valerio Máximo, autor favorito de Gracián; todas coinciden: “en el hombre necio, el silencio hace las veces de sabiduría” o, de otra forma, “incluso el necio, si calla, pasará por sabio”, o en la versión culta de Boecio, “si te hubieras callado, seguirías siendo un filósofo”. Pedro Calderón de la Barca, estricto contemporáneo de Baltasar Gracián y hombre de su tiempo, imbuido también de estas ideas, las condensó perfectamente en una famosa octava de su Discurso sobre la inscripción Psalle et Sile grabada en la verja del coro de la iglesia de Toledo:
 

Es el silencio un reservado archivo,
Donde la discreción tiene su asiento;
Moderación del ánimo, que altivo
Se arrastrara sin él del pensamiento;
Mañoso ardid del menos discursivo,
Y del más discursivo entendimiento:
Pues a nadie pesó de haber callado,
Y a muchos les pesó de haber hablado.
 

               

Retrato de Pedro Caderón de la Barca, 1791. Aparece en el libro Retratos de españoles ilustres publicado por la Real Imprenta de Madrid. Derecha: comienzo de El mágico prodigioso (manuscrito autógrafo), de Calderón de la Barca, 1637.

Aunque al final de la Agudeza y arte de ingenio (Madrid, 1642), Gracián se negará a condenar los defectos de cualquier otro estilo que no sea lacónico o por lo menos ático “yerro sería –dice en el Discurso xli– condenar cualquiera, porque cada uno tiene su perfección y su ocasión”, es obvio que entre la abundancia de autores citados hay una notable preferencia por los conceptistas. Esta postura literaria arranca con la manifiesta admiración que el aragonés siente por su paisano Marcial, al grado que no sólo es el autor más mencionado de la Agudeza... sino que en la segunda edición Gracián agregará las versiones castellanas de los epigramas hechas por su amigo el canónigo Manuel de Salinas. El gusto por la literatura sentenciosa (Séneca a la cabeza) lo lleva a citar profusamente los trabajos del “Cordobés agudo”, Juan Rufo. Autor de curiosos apotegmas como aquel en que habiendo encontrado a su mujer con el amante, el engañado marido no pudo matarlos por no tener ninguna arma a la mano, entonces Rufo dice “¿no que era cornudo?” O aquel otro en que unos criminales quisieron silenciar a un testigo y le dieron siete puñaladas, a pesar de ello, el herido sobrevivió y logró delatarlos, sus heridas fueron incluso la prueba de la culpa; así, Rufo dijo “que por cerrarle la boca le habían abierto siete”. En otro se refiere a una dama muy hermosa que daba dulces a un niño y cada vez que le ponía un dulce en la boca le pedía que cerrara los ojos. El niño recibía el dulce mirándola fijamente y sin cerrar los ojos. Cuando ésta le reclamó, Rufo le dijo, el niño “no quiere perder el cielo por una golosina”. Es bien conocido aquel apotegma en que critica la soberbia del poeta sevillano Fernando de Herrera a quien la gente llamaba “el Divino”, Rufo decía “¿por qué lo llamáis divino si ni siquiera es humano?”
 

Diego Velázquez, Luis de Góngora y Argote, 1622, óleo/tela, Museo de Bellas Artes de Boston, Estados Unidos.

A pesar de las numerosas alusiones a Juan Rufo, el autor español que se lleva los laureles de las menciones es otro cordobés más famoso, Luis de Góngora. Se ha dicho incluso que la Agudeza... es una bella antología gongorina. No pierde la ocasión Gracián para citarlo con cualquier pretexto y expresar que su poesía es blasón de la lengua castellana. Sin embargo, compensa su entusiasmo poniendo numerosos ejemplos de un autor cuya poética de la llaneza mereció los desdenes de Góngora (“Patos de la aguachirle castellana...”), Lope de Vega. Sin tanta alharaca pero con los elogios que también merece, Lope le sigue a Góngora en el número de menciones. Otro de los autores que conforman el canon es Luis Carrillo y Sotomayor, el cisne de la erudición poética. Con ello, la balanza se vuelve a ir hacia el lado culterano. De no haber sido por la temprana muerte de este poeta, tal vez no hablaríamos hoy de gongorismo sino de carrillismo, a pesar de que tenía veinte años menos que el cordobés. Sus alusiones siguen a Lope y superan ligeramente a Quevedo, quien no podía faltar en la lista del padre Gracián. A pesar de ello, si hay un buen número de alusiones a Garcilaso y algunas a fray Luis de León, las menciones de Villamediana, Paravicino y otros “hijos de Góngora” hacen caer la balanza del lado de los cultos. La conformación de esta galería está al margen de las preferencias localistas de Baltasar Gracián puesto que los escritores aragoneses, entre los que sobresalen los hermanos Argensola, están muy por debajo de las expectativas patrióticas y por debajo de Góngora y Lope, aunque no de Carrillo y Quevedo. Sus amigos, como Salinas, Lastanosa, Hurtado de Mendoza y el erudito Uztarroz, conforman un renglón aparte, al igual que los reyes de España, sus hermanos carnales y sus compañeros de religión. Y así como no cedió a las tentaciones patrióticas ni a los cumplidos de la corte que fueran innecesarios, tampoco se dejó reprimir por la opinión general. Para introducir un soneto funerario que el conde de Villamediana le dedicó al marqués de Siete Iglesias, don Rodrigo Calderón, dijo “entre la vida y la muerte de un monstruo de fortuna, otro que lo fue en todo, cantó bien esta disonancia”. Luego viene el poema del que destacan los versos “Viviendo pareció digno de muerte; muriendo pareció digno de vida [...] Si glorias le conducen a la pena, penas le restituyen a la gloria”. Rodrigo Calderón había sido el privado del corruptísimo duque de Lerma y junto con su protector había alcanzado una inmensa fortuna aunque también el odio de todo el pueblo. Sin embargo, al ser enjuiciado en 1621 por uno solo de sus delitos (el asesinato de un cortesano irrelevante), enfrentó la muerte con una dignidad que conmovió a los españoles al grado de inmortalizarlo en refranes y canciones. Cuando Villamediana escribió los versos citados, “Viviendo pareció digno de muerte; muriendo pareció digno de vida [...] Si glorias le conducen a la pena, penas le restituyen a la gloria”, Gracián también se los aplica al conde, un grande de España por cuya maledicencia había sido asesinado en la Plaza Mayor de Madrid a manos de los esbirros del conde-duque de Olivares y probablemente por órdenes del joven rey Felipe IV. Sobre su muerte se hizo un silencio total, se decía que Villamediana no sólo se había excedido de la lengua contra el Patriarca de las Indias (don Diego de Guzmán), contra el alcalde de Madrid (Diego de Vergel), contra la actriz Jusepa Vaca y su cornudo marido, contra el honor de la reina Isabel y contra todo cuanto se pudiera satirizar, sino que además era dueño a trasmano de numerosas mancebías y casas de juego y además era un sodomita irredento.
 

Juan van der Hammen o taller de Velázquez a partir de un original de Velázquez, Retrato de Francisco de Quevedo, mediados del siglo XVII.

Tampoco se autocensuró Gracián por defender los intereses de la Compañía. Alabó con sincera admiración las virtudes artísticas y humanas de don Juan de Palafox y Mendoza cuando la polémica entre el venerable obispo de la Puebla de los Ángeles y los jesuitas mexicanos se encontraba en su punto más álgido. Los intereses del aragonés estaban más puestos en el arte que en las cosas materiales y mundanas que movían a los hombres.

Sin embargo está muy claro que con este canon Gracián se adhería a la opinión que imperaba en la república de las letras. Si tomamos como parámetro dos de las antologías más famosas del siglo xvii, las Flores de poetas ilustres que publicó Pedro de Espinosa en 1605 y lo completamos con las Poesías varias de grandes ingenios españoles que sacó José Alfay en 1654, veremos que la Agudeza... no contradecía en nada el gusto literario del siglo xvii, y sí apuntaba, en cambio, con la enumeración y clasificación de los recursos de agudeza, las causas técnicas que consagraban a los grandes poetas. Era como un epítome o un tratado de retórica que ilustraba con fragmentos poéticos, anécdotas, chistes y refranes todos los géneros que puede tener la agudeza. Agregaba con ello a su libro las virtudes amenizantes de la Floresta (1574), el best-seller de Melchor de Santa Cruz, de donde tomó Gracián muchos de los contenidos con que sazonó su obra.

Hoy en día la visión de la Agudeza... ha cambiado. Se le ve como la más ecléctica de sus obras. Como una poética inconsistente porque reúne a culteranos y conceptistas y no desdeña ninguno de los estilos. Pero no se le debe juzgar por lo que dice, sino por lo que calla. Es la conformación de su prosa, el ejemplo de sus propias palabras, lo que da el estilo favorito de Gracián. Y no deja de ser admirable en una época en que se hablaba tanto. Como diría el Góngora de la Primera Soledad: “muda la admiración, habla callando” (verso 197), su silencio confirmaría la máxima de El Discreto: “La discreción en el hablar importa más que la elocuencia”.

Aun cuando la Agudeza... no se escribió en verso, su filiación está más cerca de obras como el Compendio apologético en alabanza de la poesía (1604) de Bernardo de Balbuena, escrito también en prosa, el Discurso en loor de la poesía (1608) de la peruana Clarinda, el Panegírico por la poesía (1627) de Fernando de Vera o El viaje al parnaso (1614) de Cervantes, todos ellos son una muestra del gusto que tenían sus autores por los catálogos de poetas. Pero el verdadero estilo de estos autores que alabaron a todos (amigos o enemigos) se encuentra, como en el caso de Gracián, en las palabras con que facturaron sus catálogos. Para recordar otra “arte poética” de mayor alcurnia, Castillejo habló mal de los poetas italianizantes pero no dejó de escribir buena parte de sus sátiras en versos toscanos y fue por la forma de escribir que supimos cuál era su verdadera inclinación poética. “Dime cómo escribes y te diré quién eres”, podría ser la divisa con que abordemos la Agudeza... porque es verdad que incorpora todos los estilos, como quería Petrarca cuando hablaba de la imitación de los antiguos, no la imitación servil, sino aquella que tomaba como las abejas de todas las flores el mejor néctar para hacer una miel propia, pero también es cierto que la miel de Gracián lleva el néctar de Séneca y la lección de que la “palabra bella, pero vacía u ociosa y sin correspondencia de buenas obras, no presta servicio alguno a los fines para los que el hombre fue creado”,[1] por eso el estilo lacónico y hasta el silencio como contestación a la parlería barroca. Con Calderón y Gracián la batalla de Erasmo estaba ganada, el barroco liquidado, el neoclasicismo entraba en camino, los Austrias se extinguían sin descendencia, el imperio español se desmembraba, el desengaño estaba ante los ojos de los españoles y los españoles americanos, el siglo xvii avanzaba inexorable y, para lo que sigue, como diría el propio Gracián, “al buen entendedor pocas palabras”.
 

                    

Portada de los Emblemas de Andrea Alciato, 1531, y portada de la edición prínceps de Arte de ingenio. Tratado de la agudeza de Baltasar Gracián, Madrid, Juan Sánchez, 1642.

 

*Investigador del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.

 

Inserción en Imágenes: 17.10.14.

Imagen de portal: portada de la Agudeza y arte de ingenio, de Baltasar Gracián, edición de Amberes, 1669.

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[1] Aurora Egido, “De la lengua de Erasmo al estilo de Gracián”, en La rosa del silencio, Madrid, Alianza Editorial, 1996, p. 31.