Dos acercamientos a José Trigo de Fernando del Paso

Arnulfo Herrera*
arnulfoh8@yahoo.com.mx
 

No es difícil explicar las causas que han marginado a una de las mayores novelas que dejó la literatura mexicana del siglo XX, José Trigo de Fernando del Paso. Por el momento sólo nos concretaremos a mencionar la más obvia, aunque sea la menos grave: la ausencia de lectores para una novela tan compleja; hablamos de “lectores” en sentido técnico y detallamos en seguida el concepto porque, incluso entre la gente de letras, no siempre se tiene conciencia de los cambios que han sufrido los hábitos y el desempeño de la lectura en los últimos cuarenta años.

La novela fue publicada por primera vez en 1966, la época en que el llamado boom latinoamericano se encontraba en pleno apogeo. Esto quiere decir que las novelas tenían un público consumidor muy amplio, entre el que se encontraba un sector exigente y sumamente crítico, pero carente de perspectiva temporal; un defecto que nos llevó a entusiasmarnos por escritores y obras que hoy no valen nada o, por el contrario, a denostar los trabajos de autores cuya literatura estaba por encima del nivel medio, pero no se podía justipreciar en aquellos años. Pensemos en la sobrevaloración de las dos novelas de Vicente Leñero Estudio Q (1965) y El garabato (1967); aun cuando se trata de un buen escritor, seguramente sobrestimamos sus textos debido al espejismo del Premio Biblioteca Breve que Leñero obtuvo en 1963 con Los albañiles. Las irrupción de los adolescentes al mundo mexicano, y especialmente a la narrativa, produjo lo que se conoció con el mal aceptado nombre de “la literatura de la onda”, esto redundó también en una sobrevaloración para las dos obras de José Agustín que siguieron a La tumba (1964) su opera prima, la novela De perfil (1966) y los relatos de Inventando que sueño (1968); abúlico, irreverente, de escritura ágil, ingeniosa, rica y enormemente sincera, había sorprendido a los lectores con un pequeño texto inicial, tan precoz como novedoso, que tiene un merecido buen lugar en la literatura mexicana: La tumba (1964); no estaban mal sus dos libros siguientes, sólo que no tenían la dimensión artística que entonces se les concedió; además, se encontraban situados en medio de obras tan inútiles como El río de la misericordia (1967) de Mauricio González de la Garza, La mafia (1967) de Luis Guillermo Piazza (el impulsor de la editorial Novaro)[1] o, peor todavía, Mexicanos en el espacio (1968) de Carlos Olvera, cuyo oportunismo temático recayó en una fantasía más folklórica que de ciencia ficción.[2] Todo esto sea dicho sin animadversiones en contra del valedor Tomás Mojarro quien publicó en 1966 Mala fortuna; mucho menos contra Emilio Carballido, que sacó en ese mismo año Las visitaciones del diablo, o contra Carlos Fuentes que publicó Zona sagrada y, un año después, la tan ambiciosa como fracasada novela Cambio de piel. De esta época datan también la entrañable Morirás lejos de José Emilio Pacheco (1967), la incompleta y radical obra del malogrado Parménides García Saldaña[3] Pasto verde (1968), la fragmentada novela de Orlando Ortiz, En caso de duda (1968), y una no mala pero decepcionante novela de Manuel Farill, escritor del que se esperaba más de lo que al cabo dio, Los hijos del polvo (1968). Estas últimas obras salieron como respuesta a la convocatoria que hiciera la editorial Diógenes para un certamen local. Las convocatorias mexicanas eran una pobre imitación del premio Biblioteca Breve de Seix-Barral y del oficialísimo Premio Casa de las Américas, de Cuba, y sin embargo, pese a su evidente parodia involuntaria, llegaron a conseguir una gran resonancia en México porque fueron el vehículo que los nuevos escritores utilizaron para alcanzar la publicación de sus primeras obras.
 

Del Paso

Fernando del Paso. Foto: Gustavo Benítez (Presidencia de la República, México), 2004.

Como quiera que sea y tomando en cuenta el sentimiento de despegue que dominaba la literatura mexicana –parecía que estábamos a punto de alcanzar la gloria universal conquistada por los muralistas en la tercera década del siglo XX o que llegaríamos a las alturas de la novela rusa en el cambio de siglos–, no destacaba entre todas estas obras y una docena más que se publicaron entonces –donde por supuesto figuraban los textos de José Revueltas– la gran novela de la literatura mexicana que estábamos aguardando. No nos habíamos dado cuenta de que ya teníamos entre nosotros las grandes novelas de la literatura nacional y que Juan Rulfo, Carlos Fuentes, Juan José Arreola, Salvador Elizondo, José Revueltas, Jorge Ibargüengoitia ya habían escrito o estaban por escribir lo que el destino, las musas o los hados les habían deparado y con eso debíamos tener suficiente, porque ni Vicente Leñero, ni José Agustín, ni Gustavo Sainz, ni Juan García Ponce, ni Sergio Galindo, ni tantos otros, de los que se esperaba más, lograron entregar la novela extraordinaria que prometía el ambiente cultural de nuestro país. En cambio, estaban trabajando escritores como Sergio Pitol (para aquellos años sólo había publicado No hay tal lugar, 1967), quien tres décadas después alcanzaría dimensiones de gran autor. Para darnos una idea de la carencia de perspectivas, en esta época Agustín Yáñez era el secretario de Educación Pública de Díaz Ordaz y todavía pensaba –y nosotros con él– que su próxima novela sería superior a cuanto había escrito, incluyendo el extraordinario preludio Al filo del agua que se publicó veinte años atrás, en 1947, y permaneció siempre como eso, un preludio, porque, al igual que reza el dicho de su título, “al filo del agua”, se quedó en la entrada de un mundo lleno de expectativas, sin haber conseguido jamás la esperada secuela de obras maestras que prometía su talento.
 

Ante este panorama, no es difícil establecer las dimensiones de una novela como José Trigo y la enorme competencia que reclamaba de sus lectores. El riquísimo concurso de novelistas buenos, implicaba la existencia de lectores altamente capacitados. Pero ninguna obra había planteado antes este nivel de exigencia, ni solicitado la confluencia de tantas habilidades para lograr su decodificación. Cierto que Pedro Páramo (1955) y La región más transparente (1958) no eran de lectura fácil, pero las dificultades que planteaban resultaron absolutamente manejables. Sentaron escuela porque a mediados de los sesenta, en menos de diez años, casi todas las novelas mexicanas –y las latinoamericanas en general– utilizaban la narración fragmentada, la ruptura temporal lógica de la narración, el narrador invisible, los diálogos directos, los monólogos de todo tipo, el lenguaje poético que facilita la introducción del neologismo abarcador, la aglutinación de voces, los calambures, la onomatopeya, el palíndromo, el trabalenguas y la metáfora audaz, así como las técnicas de montaje cinematográfico. La novela de Fernando del Paso había llevado todos los recursos a sus máximas posibilidades; hasta agotarlos prácticamente. El texto se había fraguado desde el Centro Mexicano de Escritores y, en sus siete años de producción, pudo convertirse en una saga de expectativas legendarias para quienes habían oído hablar de su elaboración.[4] Su complejidad parecía inscribirse en esas tendencias artísticas del siglo XX que, aplastando al público receptor, requirieron la intermediación de la crítica para volverlas asequibles a los lectores comunes. Se necesitaron críticos muy especializados, alguien como Henri Levin o Stuart Gilbert, quienes dedicaron su esfuerzo y muchas páginas a explicar el periplo iniciático del joven profesor Stephen Dedalus, las intervenciones del Odiseo varado y aburguesado Leopold Bloom, y el monólogo de su esposa, Molly, la Penélope infiel. O, incluso, se necesitó que fueran capaces de explicar una travesía más compleja aún, que allanaran las dificultades lingüísticas y oníricas de una pieza similar al Finnegans Wake (1939). Para un escritor mexicano que si bien no podía tildársele de bisoño, pero que al fin y al cabo era un autor primerizo, se trataba de una pretensión descomedida, de un requerimiento desmesurado para el que los lectores del Valle del Anáhuac no estábamos preparados todavía o un poco menos que eso: no deseábamos estarlo para cualquier novelista que no hubiese obtenido la consagración de un premio internacional importante (aun cuando ganó un buen reconocimiento en el país: le dieron el premio Xavier Villaurrutia en ese mismo año de 1966). Por supuesto que Fernando del Paso no merecía un exégeta, dado que no había conseguido aún el sitio de los ungidos por la Madre Patria o por las poderosas industrias editoriales de España o Argentina o por los ultrainfluyentes mecanismos culturales de Cuba. Además, en México sólo existía la crítica improvisada de los periodistas y la crítica que los mismos escritores hacían; la crítica académica que se ocupaba de la nueva novela de entonces conformaba apenas un sector muy reducido, atravesaba por un periodo de aprendizaje, tenía espacios limitados de difusión, público escaso y se comportaba de manera esnobista. Al final, Fernando del Paso se quedó sin los lectores que necesitaba, superó en buena medida la capacidad de los receptores y ése es el motivo por el cual una obra “menor” en la producción del novelista como Noticias del Imperio (1988) encabeza hoy los gustos del público, mientras que José Trigo o Palinuro de México se mantienen borrosas en la mitología de lo inalcanzable y se alejan más cada día de la competencia lectora.

 

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Tren en una estación de México, entre 1880 y 1897. Foto: William Henry Jackson. Colección fotográfica de Detroit Publishing Company, Biblioteca del Congreso, Washington, DC, EUA.

Para los que no pueden saber que hace muchos años en México dominaba un lenguaje lleno de metáforas ferrocarrileras, y que el mundo de los trenes estaba vivo porque su existencia data de la era porfirista, porque se viajaba en ellos y todavía en los años sesenta se transportaban cotidianamente toda clase de mercancías, sería bueno contarles que, si existen pérdidas lamentables en nuestro país, ésta es una de ellas. Y no por nostalgia, que la hay (¿cómo no iba a haberla?). Personalmente, muchos mexicanos podemos decir que, en nuestras noches de insomnio, todavía escuchamos a lo lejos la fricción acompasada de las ruedas metálicas, el rítmico golpeteo de los carros por los durmientes, el chirriar de algún eje que se frena, el silbido asordinado por la distancia de la locomotora, y sentimos las ganas de ir trepados en alguno de los vagones como pasajeros o como polizones. Es difícil saber si estos sonidos son reales, si corresponden a un tren sobreviviente que atraviesa los patios de Pantaco o de Tlalnepantla o fueron emitidos por uno de los fantasmas que perduran de nuestra niñez. Lo cierto es que cuando evocamos la épica de los vagones con que Francisco Villa tomó Ciudad Juárez, o la imagen del tren que eludía con su paso lento pero constante la artillería del cañonero norteamericano apostado en las costas, al sur de Culiacán, o los detalles exagerados de un accidente en el corrido de “La maquinita” (revivido hace pocos años por Juan Manuel Serrat), nos conmovemos menos que cuando imaginamos al presidente Miguel Alemán trazando los planes estratégicos que a mediano plazo le darían muerte al universo ferroviario mexicano. La indignación no cede ante los pretextos de siempre: la imposibilidad de modernizar los ferrocarriles y ampliar su cobertura con dinero del Estado, la imposibilidad de enfrentar a un sindicato poderosísimo que estaba infiltrado por comunistas intransigentes, la imposibilidad de desmembrar la corrupción de la empresa (Nacionales de México), fueron sólo algunas de las muchas imposibilidades que determinaron el abandono paulatino y la incuria final. El golpe narrado en la novela de Fernando del Paso fue, evidentemente, obra del secretario de Gobernación: métodos tradicionales de aniquilamiento, porros y asesinos a sueldo, confusión de esbirros y sindicalistas, líderes asentados y emergentes, corporativismo despolitizador o neutralizador y células rebeldes, mano conocida por implacable y determinante, era la de Díaz Ordaz, acostumbrado a sacarle las castañas del fuego a un desobligado presidente, Fito López Mateos.[5] Todo ocurrió en
 

estos rumbos de Nonoalco a los diecinueve grados veintiséis minutos de latitud Norte y noventa y nueve grados ocho minutos de longitud Este por donde caminó José Trigo, por aquí por estos campamentos y por allá, más allá del puente y de la National Iron Steel Works Corporation.[6]

  […]

el mismo polvo de balasto que rodea a todas las vías que un día hubo en los patios de servicio de Nonoalco, Tlatilco, Aduana de Santiago y Peralvillo: veintinueve kilómetros de rieles de cincuenta y seis a setenta y cinco libras... y el polvo de hollín de las fábricas La Luz, La Esperanza y Sidral Mundet que hay o que había a todo lo largo de la calle de la Crisantema, desde el puente Nonoalco hasta el Campamento Oeste.[7]
 

En este rumbo sucedieron muchas historias. Desde los años cincuenta se filmaron gran cantidad de películas cuya trama ocurrió aquí. Los personajes que hicieron Manolo Fábregas y Marga López (Del brazo y por la calle, Juan Bustillo Oro, 1955), Antonio Badú, Luis Beristáin y Leticia Palma (Vagabunda, Miguel Morayta, 1950). Silvia Pinal, Jorge Martínez de Hoyos y Raúl Ramírez conviven con Gladis, la prostituta que inicia La región más transparente de Carlos Fuentes en el puente de Nonoalco. Sólo que Del Paso no toma Nonoalco, lleno de cabarets de mala muerte y cantinas hediondas, sino recobra una calle trasera semidesierta, Crisantema, por donde pasan las vías del tren, para situar un mundo sórdido de pobreza y abandono, el punto de partida y de llegada que le permite extender un manojo de historias que si bien son locales e individuales, también esbozan la historia de la Ciudad de México y la de México todo:
 

Cómo llegar al Campamento Oeste [...] pasarán ustedes por las espaldas de las fábricas y si no alzan los ojos para ver los nombres de las torres o en las chimeneas no le hace porque ya verán cómo las reconocerán por el olor porque las que huelen a aceite de coco son fábricas de jabón[8] y las que huelen a orines son fábricas de cerveza[9] o quién sabe si de verdad no huelen y es imaginación nada más [...] caminan a todo largo de la Crisantema hasta llegar a Río del Consulado […][10] y al llegar al crucero de Pino nos dijeron: no la calle que sigue es Naranjo, y en Naranjo nos dijeron: sí Crisantema sale a Río del Consulado, pero faltan Sabino, Fresno, Cedro y otras más.[11]

  […]

El Campamento Oeste, frontero al templo de San Salvador de las Flores, es un campamento ferrocarrilero.[12] En estos campamentos viven los peones de vía, que se pasan la mitad de la vida colocando durmientes y calzando rieles para construir los caminos. Cuando están terminados, pasan la otra mitad de la vida corrigiendo los desalineamientos y las desnivelaciones. Una locomotora especial lleva de un lugar a otro todos los vagones donde viven, y a cada lugar les llega el correo y también sus ropas y sus alimentos, llevados por los carros-tienda que todo el año y todos los años recorren las trece divisiones y cinco subdivisiones del sistema a todo lo largo de la vía. Estos carros hacen de cinco a once recorridos quincenales, según la importancia de la división. Pero sucede que algunos furgones no vuelven a caminar nunca. Un día se quedan en un punto de la vía, y esperan. Esperan muchos años, tantos que parecen hundirse en la tierra. Han quedado fuera de servicio y fuera de las vías útiles. Alrededor de ellos crece una ciudad olvidada, crece la yerba, crecen los niños. Y pasado algún tiempo, nadie se acuerda de cuando eran viajeros que iban de un lado a otro construyendo caminos. Una de estas ciudades olvidadas era el Campamento Oeste, donde vivió José Trigo.[13]
 

José Trigo llegó a la Ciudad Perdida como Jasón ante Pelías, en Iolcos, sin un zapato. Él lo perdió al bajarse del tren, Jasón al cruzar un río, salvando a una anciana que en realidad era Juno. José Trigo no encarnaba a un héroe destinado a recuperar el vellocino de oro y las cenizas de Frixo para acallar sus manes, sin embargo su presencia en aquellos desolados parajes tenía algo de esperanzador. Pero no le sirvió a la desamparada Eduwiges, ni a ninguno de los habitantes de los campamentos. En cambio, se hizo mensajero de la muerte, llevando ataúdes desde la carpintería donde obtuvo un mísero empleo, y acabó huyendo por haberse hecho testigo involuntario de la muerte de Luciano, el Santos Luzardo de Nonoalco-Tlatelolco y de los ferrocarrileros honrados, a quien mató la invisible doña Bárbara a través de Manuel Ángel. Los residuos del México bronco que manipulaba el Estado para conservar el orden, preservar la unidad nacional, disolver huelgas que atentaban contra el Estado de derecho, reprimir conspiraciones obreras y estudiantiles, mantener la invaluable paz social.
 

Parece mentira que en un sitio donde se desarrollan los humildísimos dramas de “los olvidados” de la República, en un enclave de miseria, pudieran decidirse cosas trascendentes para el destino del país. Pero es así, pese a que los personajes no hacen otra cosa que
 

vagar por estos llanos de Nonoalco donde cada veinticuatro horas se reciben y se despachan mil cuatrocientos carros, y lo vieron vivir con la mujer, tres días sin hablarle y siete meses sin tocarla, en alguno de esos carros olvidados, en la Ciudad del Oeste, donde hay setenta y ocho furgones y vagones y jaulas abandonadas donde viven y comen y duermen más de cien ferrocarrileros que trabajan de día alineando los rieles y de noche cuentan historias de viejas huelgas ferrocarrileras y leyendas de la Revolución y los trenes.[14]
 

En este mundo que no logró albergar al inmigrante José Trigo y terminó por transformarse de campamento de ferrocarrileros en ciudad perdida ocurrieron escenas inolvidables para la memoria de cualquier lector: el hombre con saco viejo de largas faldas y enormes zapatos que camina por la calle con un niño muerto en un pequeño ataúd blanco, seguido de una mujer resignada que corta flores silvestres, el padre desobligado de la criatura muerta que los mira sin mirarlos y es a la vez el traidor a quien retrata una puta con el lente de su vagina húmeda en un burdel miserable mientras prepara la muerte del compañero que lidera el movimiento ferrocarrilero en el Campamento Este, la niña que perdieron sus padres en un aguacero y recibió de unos ancianos que la recogieron un nombre prestado y soñó con la esperanza que dan los trenes a quienes los miran pasar y se topó con la cruenta realidad de un hombre que le hizo dos hijos y la abandonó, los niños desarrapados que juegan con objetos que pintaron en el piso, los peones que caminan agachados buscando entre el balasto manchado de aceite negro las imperfecciones de las vías, los olores penetrantes y grasosos de las fábricas, la insoportable pestilencia de los desdichados asentamientos, de los desahuciados que nunca se incorporaron al milagro mexicano, la anciana omnisapiente que hacía las veces de madre, su opacado marido que tenía todos los nombres del santoral y cada día mudaba su apelativo, y el inútil hijo de ambos, el muévedo albino que por las noches espiaba a los cónyuges entre los resquicios de los vagones, pero lo más importante es que aquí se representa para la nación mexicana lo que se conoce como la “pérdida del reino”. El pequeño drama de los ferrocarrileros es la parte más externa de algo mucho más profundo. En la alta política se tomó una decisión de trascendencia histórica. En la coyuntura de cambiar su destino, México o quienes gobernaban México, optaron por la topoctomía. La lección fue clara: el mundo que no pudo fundirse con José Trigo, el pasaje de la Crisantema, paralelo a Nonoalco y Alhelí, que atraviesa el Río del Consulado y conecta los campamentos ferrocarrileros, es el símbolo de un país que prefirió cortarse un brazo antes que curarse la herida, porque no quiso gastar en un hospital. Para este mundo de condenados que habitaba los campamentos ferrocarrileros y los terrenos aledaños no había esperanza alguna, su suerte estaba echada desde el principio y su desaparición, como la de los trenes nacionales, se volvió sólo cuestión de tiempo.
 

Vagón de ferrocarril, Museo de los Ferrocarrileros, Villa de Guadalupe, Ciudad de México. Foto: France N. Roseau.

 

*Investigador del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.

 

Inserción en Imágenes: 20.03.14

Imagen de portal: José Trigo, edición conmemorativa por los cuarenta años de la primera publicación de la novela.

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[1] Murió el 17 de agosto de 2007, naturalizado mexicano en la década de los cincuentas; había nacido en Córdoba, Argentina, en 1921. Fue el creador del Premio Novela México, a través del cual se reconoció a varios escritores mexicanos, españoles y latinoamericanos. Publicó la censurada novela de Juan Marsé (Si te dicen que caí, 1974), consagró a Fernando del Paso (Palinuro de México, 1975), dio a conocer a José Agustín con la reedición de La tumba en 1966 y fue el que descubrió a Armando Ramírez con la publicación de Chin Chin el teporocho (1971). En sus actividades de escritor, dejó libros como El tuerto de oro (Era, 1963), La mafia (Joaquín Mortiz, 1968), El horror inútil (Planeta, 1968), Fábulas (Sur, 1969), Temporada de excusas (Grijalbo, 1982) y Los cómplices (Diana, 1983).

[2] Aunque en México existía una Comisión Nacional del Espacio Exterior (CNEE) que estuvo activa entre 1962 y 1977, nadie en su sano juicio la tomó en serio. Lo cierto es que, entre diciembre de 1968 (con la misión del Apolo VIII) y julio de 1969 (con el Apolo XI), se desató un verdadero furor por los progresos de la NASA para poner un hombre en la Luna. Por fin, el 20 de julio de 1969, Neil Armstrong descendió en el Mar de Tranquilidad con las consecuencias que todos recordamos. Junto a estos avances, el género de la ciencia ficción originó gran cantidad de obras. En esta época los norteamericanos, los soviéticos (que contaban con una tecnología espacial muy desarrollada), los franceses, los ingleses y los cubanos (que actuaban por imitación de los soviéticos) tenían en el mercado una producción digna de notarse. Algunas literaturas, como la francesa y la inglesa, poseían una antigüedad respetable y un caudal de verdaderos clásicos en el género. El caso del mexicano Olvera fue aislado: publicó en la editorial Diógenes las aventuras del teniente Raúl Nope en el siglo XXII (el año 2151). En aquel momento se le vio como una curiosa novedad y se le concedió llegar a finalista en el certamen convocado por la editorial. El conservadurismo de la ficción mexicana hizo que los temas tradicionales estuvieran presentes: la Virgen de Guadalupe, el tequila (o “elixir del pecado”), la fobia por los gringos, la nave que se llama Potrero del llano, etcétera.

[3] El certamen fue ganado por Orlando Ortiz. Pasto verde quedó como un hito; como la obra de un escritor dionisiaco que rebasaba todas las fronteras establecidas. Parménides García Saldaña (1944-1982) dejó una obra corta, pero muy intensa: En la ruta de la onda (Diógenes, 1974), Mediodía (Joaquín Mortiz, 1975), además de El rey criollo (1970), un muy buen libro de once relatos basados en epígrafes de los Rolling Stones, algo que en aquellos años estaba muy bien visto, pues los Rolling tenían dificultades hasta en la radiodifusión. Tal vez el influjo del hipismo, de las drogas entonces de moda, de Jack Kerouack, de los poetas malditos y de mucha literatura underground, junto a un temperamento suicida, fértil a los malos influjos, hicieron de Parménides García Saldaña un fenómeno excepcional que al cabo resultó en que se le considerara el mejor escritor de la onda.

[4] Gustavo Sainz contaba en aquellos años (y siguió contándolo mucho tiempo después) que, en la escritura de José Trigo, Fernando del Paso había acumulado tal cantidad de cuartillas escritas que, apiladas, formaban un altero más grande que su hijo de diez años.

[5] El nombre de Adolfo se aplicaba cotidianamente al presidente Ruiz Cortines (1952-1958), serio y poco aficionado a la parafernalia política que sus predecesores no escatimaron. Esto le confirió a su gobierno el tono menor de un bajo perfil que a veces se califica como mediocre y otras veces se mira como una virtud de su carácter, necesaria para la historia de México. El sucesor de Adolfo Ruiz Cortines fue Adolfo López Mateos, que estuvo marcado por el diminutivo Fito, debido a que con él se reflejaba mucho más que el cambio de generación política; maliciosamente se aludía al carácter despreocupado de un presidente que tenía puestos los ojos en muchas actividades ajenas a la Presidencia.

[6] Fernando del Paso, José Trigo, México, Siglo XXI Editores, 1966, p. 9.

[7] Ibid., p. 7.

[8] Entre otras, estaba la fábrica de jabón Castillo. En la parte que daba a Nonoalco (desde 1975 la calle se llamó Jesús Flores Magón) tenía un torreón almenado para simular el castillo. Era una construcción de ladrillo rojo.

[9] También estaba ahí la cervecería Cuauhtémoc.

[10] El nombre de la calle era, en efecto, Río del Consulado y corría desde la avenida Ignacio Zaragoza (en la salida por la carretera de Puebla) y boulevard Puerto Aéreo hacia el Distrito Federal. Sin embargo, en un tramo que comprendía desde el Hospital de La Raza hasta el entronque con la avenida Jardín, se llamaba Calzada de las Jacarandas. Luego recuperaba su nombre de Río del Consulado para volver a cambiarlo a partir de Nonoalco-Calzada de los Gallos y hasta Ribera de San Cosme-Calzada México-Tacuba; ahí se llamaba y se llama todavía Instituto Técnico Industrial (en esta zona se encuentran las instalaciones del Instituto Politécnico Nacional que se conocen como Casco de Santo Tomás). Yendo más hacia el sur, la avenida adquiere el nombre de Melchor Ocampo. Toda esta larguísima calle era un ancho río de desagüe (negro y maloliente) que corría rumbo al norte y luego al oriente; fue encausado y cubierto en la década de los cincuentas. Después se convirtió en una hermosa calzada de anchos camellones tapizados con pasto muy bien cuidado. Años más tarde, en 1969, el gobierno de la República construyó el Circuito Interior. Por eso hoy se han perdido los antiguos nombres de este corredor.

[11] Del Paso, op. cit., pp. 12-13.

[12] Es el lado donde está la colonia Nueva Santa María, muy cerca de la calzada Camarones. Fernando del Paso recuerda que el cruce se llamaba “el paso de las mujeres bellas”.

[13] Del Paso, op. cit., p. 15.

[14] Ibid., pp. 7-8.
 

Antigua vía del ferrocarril México-Cuernavaca en la calle Crisantema de la colonia Atlampa, Ciudad de México, 2011. Foto: Iván Martínez/Wikimedia Commons.