La Ruptura: 1935-1955

Manuel Felguérez*
galerialopezquiroga@gmail.com

 

Presentación

 

Los artistas creadores crean grupos y escuelas de acuerdo con las circunstancias culturales de un país o incluso de un continente. Cuando comparten varios creadores una actitud común con respecto a escuelas, grupos y generaciones anteriores, en ocasiones (y en circunstancias culturales específicas) crean movimientos peculiares que “los públicos”, los críticos y aun los historiadores del arte se ven inclinados a reconocer como movimiento, escuela o generación. En México surgió en los años cincuenta del siglo XX un grupo de creadores que, en contraste con la ya famosa, lograda y reconocida “Escuela Mexicana de Pintura”, echó a andar una energética actitud creativa que extendía y contrastaba con el arte de “los grandes muralistas” que indiscutiblemente dominaron el panorama estético y cultural de México e incluso de América Latina. Surgieron entonces personalidades artísticas como José Luis Cuevas, Manuel Felguérez, Enrique Echeverría, Pedro Coronel, Héctor Xavier y otros que mediante una originalidad a toda prueba incorporaron al arte mexicano nuevas formas, técnicas, actitudes, relaciones artísticas, intensidades creativas que no sólo rompieron con “lo establecido” sino también abrieron el panorama formal de una manera inigualable. A los miembros de esta generación comenzaron a llamarles “de la Ruptura”, toda vez que fueron satanizados por “los grandes” y lograron ampliar las formas de percepción de un público joven y amplio que se integró en apoyo de esta nueva creatividad. Aunque no todos los artistas de “la Ruptura” reconocieron pertenecer a este grupo de creadores, de todas formas vigorizaron en México esa nueva forma de concebir, crear, difundir, establecer formas de arte innovadoras y excepcionales. En 1988, el Museo de Arte Alvar y Carmen T. de Carrillo Gil organizó una notable exposición que se denominó precisamente Ruptura, 1952-1965. Reproducimos el texto que para esa muestra preparó Manuel Felguérez porque describe con precisión y conocimiento de causa el surgimiento y asentamiento definitivo de los nuevos artistas plásticos mexicanos. El texto de Felguérez da fe con claridad de ciertos aspectos de los antecedentes y la génesis de ese notable movimiento que adquirió el nombre genérico de La Ruptura.

AD

 

Manuel Felguérez, Mural de hierro, 1961. Foto: Galería López Quiroga.
 

NO PRETENDO HACER un estudio exhaustivo de los acontecimientos sino narrar sólo aquellos hechos que en lo personal me conciernen, sea por el interés que en mí provocaron o por haber participado personalmente en ellos.

Para evitar caer en una tediosa enumeración de nombres, mencionaré sólo aquellos pintores o escultores indispensables para la comprensión de este texto.

Mi incorporación al mundo artístico fue en 1948, año en el que como estudiante estuve un tiempo en la escuela de San Carlos y como público comencé a asistir a las exposiciones que se presentaban en Bellas Artes o en las pocas galerías que existían en aquel entonces. Después salí fuera del país a estudiar algunos años. Desde 1954 en que presenté mi primera exposición individual, he participado activamente de la vida cultural en México, formando parte de la generación que le tocó en suerte romper formal e ideológicamente con el predominio dogmático y oficialista de la llamada Escuela Mexicana.

Para organizar el presente trabajo, puesto que básicamente se trata de una cronología, recurriré al esquema de las décadas. Sin embargo, quiero hacer notar que, en el caso del arte plástico nacional, estas décadas, por alguna razón –posiblemente el fin de la segunda Guerra Mundial–, tenemos que contarlas de una manera atípica: 1936 a 1945, 1946 a 1955, etcétera. Así, la Guerra Civil española, que comienza en 1936, sumada a la segunda Guerra Mundial, que termina en 1945, forman una unidad de tiempo que determinó en mucho la transformación del arte nacional. El acontecimiento más importante en este sentido fue la llegada a México primero de los refugiados españoles y posteriormente de emigrantes procedentes de varios países europeos en guerra.

Escritores que ejercieron la crítica de arte, pintores que fueron maestros, para todos ellos debe haber sido difícil ganarse la vida con su profesión. Existían pocas editoriales y los tirajes de libros eran muy reducidos; también eran escasas las galerías y muy pobre el mercado nacional de obras de arte.

La guerra tuvo también otras consecuencias: se hizo difícil que vinieran exposiciones del extranjero. Hubo dos excepciones, la surrealista organizada por Paalen en 1940 y la de Picasso presentada por Fernando Gamboa en 1944. También se interrumpió la llegada de libros y revistas de arte. Sin embargo, el prestigio del arte moderno producido en Europa seguía firme. Se consideraba que en los Estados Unidos no había artistas plásticos de gran calidad y que el resto de América producía un arte que, en sus mejores casos, era subsidiario de la Escuela Mexicana. Se tenía orgullo de la producción artística nacional; todo lo anterior, verdad en parte, ocasionó que algunos norteamericanos volvieran la vista a México y propiciaran éxitos de artistas plásticos nacionales, consumiendo sus obras, abriéndoles sus museos o encargándoles la realización de murales en su país. Sin embargo, el gran mercado de los Estados Unidos siguió poniendo sus ojos en Europa y supo aprovechar las circunstancias para adquirir y llenar sus colecciones con obras de los grandes maestros del arte moderno.

De los “ismos” que se sucedieron en la Europa de la preguerra, el último, el que aún estaba vivo, era el surrealismo. Sus seguidores, aparte de sus convicciones estéticas, compartían una ética en franca oposición a los nacionalismos y otros valores similares a los que culpaban de haber ocasionado la guerra.

Ante el estallido de ésta, deciden abandonar sus respectivos países y viajar a América. La mayoría va a Nueva York pero algunos deciden venir a México (país prestigiado por su supuesto surrealismo natural), unos de paso y otros para quedarse. El germen que ellos sembraron en este continente fue definitivo para el futuro del arte.
 

Manuel Fuelguérez, El gran miedo a la montaña, 1960. Foto: Galería López Quiroga.

 

Manuel Fuelguérez, sin título 12, 1961. Foto: Galería López Quiroga.

 

Manuel Fuelguérez, Órbita cercana, 1965. Foto: Galería López Quiroga.
 

El surrealismo, en cuanto a su presencia objetual, tuvo dos direcciones: el automatismo y el ahora llamado arte fantástico. Fue la primera de estas opciones, la que encabezan Gorki y Mata que residen en Nueva York, la que origina la “pintura de acción”. En México fructifica la segunda opción. Es importante para comprender este fenómeno recordar la amistad personal de Breton con Diego Rivera, así como el manifiesto que ellos lanzan junto con Trotsky.

El régimen de Lázaro Cárdenas se caracteriza por las profundas reformas sociales realizadas, al igual que por la política internacional que México sostuvo durante estos años difíciles. Para lograr lo anterior el gobierno tuvo que apoyar sus actos en un fuerte nacionalismo, así como en su franca postura socializante. Estos factores fueron bien comprendidos por los artistas plásticos del momento, quienes, entre otras cosas, logran múltiples beneficios que les otorga el Estado. Así que en los años cuarenta la Escuela Mexicana se encuentra en plena forma; algunos pintores son nombrados productores de arte a sueldo, otros simplemente maestros en las escuelas de arte. Para decorar los edificios públicos se encarga más que nunca la realización de murales estilo realista socialista. Tiempo después, por la evolución política del país, se borra lo de socialista para quedarse sólo con el término de “realistas”, que más tarde convertirían en bandera. Es el tiempo de las agrupaciones de artistas en ligas, sindicatos o talleres, y la mayoría de los miembros de estas organizaciones fueron verdaderos misioneros culturales. Militantes que convertían a las escuelas de arte en especie de “seminarios” en los que recibían niños salidos de primaria y a quienes “catequizaban” inculcándoles una ideología dogmática.

“La pintura mexicana, la que nosotros hacemos, es la mejor del mundo, quien pinte otra cosa es un burgués”, etcétera. Por supuesto que había excepciones y verdaderos maestros. Baste mencionar a Carlos Orozco Romero.

La incultura que en el campo de la estética era consustancial a los funcionarios culturales que manejaban los presupuestos facilitó la prolongación del panorama descrito que, como veremos, llega hasta mediados de los años cincuenta.

Simultáneamente existían otros muchos artistas, a los que podríamos llamar disidentes, y que en la práctica habían sido excluidos del panorama nacional: Rufino Tamayo, Carlos Mérida, Agustín Lazo y algunos más. Otros aceptados pero se les consideraba artistas menores, como, por ejemplo, Frida Kahlo, Fito Best, María Izquierdo, Alfonso Michel o Germán Cueto, para mencionar unos cuantos.

Si sumamos a la lista de los “disidentes” la de los “artistas menores” podemos ver que entre ellos se encuentra la mayoría de los más valiosos artistas plásticos nacionales de su momento.

Los artistas oficiales se amparaban en la bandera de la Escuela Mexicana. Si nos referimos a ésta en su aspecto puramente formal, difícilmente encontraríamos una definición que nos aclarara el término “escuela”; sin embargo, esa invención puramente verbal tuvo la virtud de convertirse en un ideal que caracterizó, para bien o para mal, el arte mexicano durante poco más de veinte años.
 

Manuel Fuelguérez, Septiembre en España, 1967. Foto: Galería López Quiroga.
 

A partir de 1946 se presentan nuevas perspectivas. Los pintores llegados de Europa, ya definitivamente radicados en la Ciudad de México, se encuentran figurando en el panorama artístico local, reaparecen las publicaciones extranjeras sobre arte, los periódicos publican con regularidad secciones de crítica sobre las artes plásticas y comienzan a abrirse nuevas galerías. El Palacio de Bellas Artes se convierte en el lugar consagratorio donde se presentan las exposiciones más importantes. Entre éstas por supuesto la de Orozco, la de Rivera y la de Siqueiros.

En 1949 muere Orozco, quien conservó siempre una inagotable voluntad de búsqueda como lo demostró en el mural pintado al final de su vida en el auditorio de la Escuela Nacional de Maestros.

El fin de la guerra permite de nuevo viajar a Europa. Para los jóvenes artistas mexicanos resulta indispensable la peregrinación a los lugares originales del arte de occidente. Algunos decidimos residir temporalmente en Roma o en París. El hacer amistad con artistas de otras naciones y confrontar con ellos experiencias y teorías, así como la visita constante a museos y catedrales, en fin, el estar en contacto cotidiano con el gran arte de todos los tiempos, hizo que todos los que pasamos por esta experiencia transformáramos sin excepción nuestra propia manera de concebir el arte.

Mencionaré a Juan Soriano, Pedro Coronel, Lilia Carrillo y yo mismo. Este camino lo siguieron después Francisco Corzas, Fernando García Ponce, Rodolfo Nieto, Francisco Toledo y muchos más.

Todos regresamos a México pero es indudable que Juan Soriano es el ejemplo más claro de lo anteriormente señalado, pues Soriano al irse era pintor conocido en el medio, gozaba de todo un prestigio y tenía un estilo propio y definido.

Era posiblemente el pintor joven más destacado de la Escuela Mexicana. Baste recordar el espléndido retrato de María Asúnsolo. Durante su viaje conoce Grecia y vive en Roma. Esto hace cambiar su manera de pintar y muy pronto aparecen en sus obras nuevos conceptos formales, colorísticos y temáticos. Como en todo artista, la obra de Soriano deja ver las influencias que determinan su trasformación. El arte y la mitología clásica y algunos pintores modernos.

En todos los demás pintores que he mencionado, por ser más jóvenes, por estar aún en edad de aprender, por ser desconocidos como artistas, el cambio no fue percibido, pero es indudable que todos sufrimos el mismo proceso. Resulta fácil apreciar la influencia de Picasso y Modigliani en Pedro Coronel, la de Vieira da Silva y Zao Wou-Ki en Lilia Carrillo o la de Zadkine o Arp en mi escultura.

El arte es un fenómeno en constante cambio. Viaje o no, el artista recibe diariamente influencias y estímulos, busca nuevas posibilidades para su obra.

Aquí el surrealismo, en su variante de arte fantástico, invadió el medio. Además de la permanente producción que en esa dirección realizaban Frida Kahlo, Leonora Carrington, Remedios Varo, Alice Rahon, Katy y José Horna y Gunther Gerzso, otros muchos pintores, entre los más representativos de la Escuela Mexicana, lo practicaron, si no en toda su obra sí en alguno de sus cuadros. Así, la serie de Rábanos de Diego Rivera, Nuestra imagen y El diablo en la Catedral de Siqueiros, El baño de San Juan de Julio Castellanos, las caras cuarteadas de Fito Best, las “alegorías” de Chávez Morado, de Guerrero Galván, de Anguiano, las esculturas policromadas de Ortiz Monasterio, entre otros, son algunos ejemplos que se pueden sumar a esa tendencia y demuestran que por lo menos en algún momento se olvidaron de su “realismo”. En esa misma línea merece mención aparte Manuel González Serrano, pintor cuya obra es poco conocida a pesar de su gran calidad. Este pintor logró expresar un originalísimo paisaje mexicano cargado de implicaciones metafísicas.
 

Manuel Fuelguérez, ensamble de piezas de motor, 1970. Foto: Galería López Quiroga.
 

En cuanto a las galerías, recuerdo desde siempre la Galería de Arte Mexicano. Siempre ahí, en el mismo lugar en que se encuentra ahora, en la calle de Milán, junto a la casa de Chucho Reyes. En esta galería se presentaban los artistas más famosos, como Rivera y Siqueiros (Tamayo ya se había distanciado), pero también los jóvenes, como Chávez Morado o Guillermo Meza.

Otra galería era La Caracalla, de un pintor de ese nombre, situada en la placita que se forma en la esquina de Dolores e Independencia. Su especialidad era exponer a los artistas de Jalisco: González Camarena, Juan Soriano, Orozco Romero, Raúl Anguiano y otros.

La galería Misrachi, en los altos de la librería central, en donde se combinaba la distribución de libros de arte con exposiciones colectivas de pintura. Su gran aparador, frente al Palacio de Bellas Artes, era una vista obligada, siempre había un cuadro importante, frecuentemente un Atl o un Siqueiros. Ya para entonces comenzaba a gestarse lo que sería más tarde la Zona Rosa. Por ahí la galería Tusó combinaba el negocio de marcos de dibujo y grabados. También estaba la galería Havre y la galería de Lola Álvarez Bravo, que abrió en un moderno local de la calle de Amberes, donde vi una exposición que me impresionó mucho, de otra artista ya olvidada, Machila Armida. Ella hacía lo que ahora se llama “arte objeto”, cajas llenas de imaginación y fantasía. Esta galería la recuerdo con especial cariño por ser ahí donde tuve la oportunidad de exponer por primera vez una escultura y venderla en el año de 1952.

Hubo otras galerías de las que apenas me acuerdo, quizá porque duraron poco tiempo, como un gran espacio cerca del Monumento a la Revolución, donde vi una muestra de Diego Rivera. Otra galería muy grande al principio de Reforma, frente a lo que fueron las Galerías Excélsior. Algunos institutos culturales extranjeros tenían también salas para exponer. De éstos el más importante era el Instituto Francés de América Latina, el IFAL, que era bastante visitado por ser ahí mismo donde funcionaba el primer cine club en que Jomi García Ascot presentaba películas. Pero posiblemente las galerías más importantes fueron el Salón de la Plástica Mexicana, la galería Prisse y la galería Proteo.

El Salón de la Plástica se había inaugurado en 1949, en un moderno local de la calle de Puebla. Tanto su primera directora, Susana Gamboa, como su sucesora Carmen Barreda, tuvieron la capacidad necesaria para prestigiar dicha institución. Presentaron exposiciones trascendentes en su momento como la de Rufino Tamayo, en que vimos por primera vez Las musas dormidas. También en 1955 pudimos ver la exposición de Soriano, recién regresado de Italia, con cuadros como Adán y Eva y Apolo y las Musas.

La galería Prisse fue organizada por un grupo de pintores en cooperativa. En 1952 rentaron una casa en la calle de Londres. Vlady instaló ahí su estudio y en la planta baja la sala de exposición. Fueron Vlady, Echeverría, Héctor Xavier, Gironella y Bartolí. Cuevas fue invitado por ellos para su primera exposición. También fueron los primeros en autonombrarse “pintores independientes” y el primer grupo que como tal inició la pelea contra el “monopolio” de la Escuela Mexicana.

La Prisse duró poco tiempo pero al desaparecer nace otra importante galería bajo la dirección de Alberto Gironella (quien siempre ha mantenido su vocación de formar galerías, a su iniciativa se deben más de diez), la galería Proteo, en la calle de Génova. Desde su inicio pretende abrir sus puertas a todas las tendencias, mezclando a artista jóvenes y viejos, a nacionales y extranjeros, a tradicionalistas y vanguardistas. El panorama presentado en la colectiva de inauguración da una clara idea de lo dicho: Diego Rivera, Rodríguez Lozano, Gustavo Montoya, Cordelia Urueta pero también Felipe Orlando, Enrique Echeverría, Gironella, Pedro y Rafael Coronel y otros. Al año siguiente y ya bajo la dirección de Lucien Parizeau, la galería Proteo inaugura el Primer Salón de Arte Libre en 1955, importantísimo acontecimiento en que además de los ya mencionados participaron Rufino Tamayo y Matías Goeritz y que con otros muchos demostraron la existencia de las más variadas tendencias. En cuanto al arte público posiblemente el acontecimiento más importante fue la edificación de El Eco, donde Matías Goertiz, además de la originalidad de su creación, pretendía fundar el Museo de Arte Experimental, alcanzando a hacer un gran mural de Henry Moore y otro pequeño de Carlos Mérida. El Eco fue inaugurado en 1953 y desgraciadamente nunca llegó a ver el fin para el que había sido creado.

Otro acontecer igualmente significativo e igualmente frustrado fue cuando Carlos Mérida cubrió con diseños en cerámica el edificio de Recursos Hidráulicos en el Paseo de la Reforma, obra del arquitecto Pani. Esa extraordinaria obra que inauguraba otro concepto del muralismo, fue mandada destruir aun antes de acabarse, por no “gustarle” a algún alto funcionario. Mérida pronto iniciaría otras obras ejemplares con los relieves en concreto en el multifamiliar Juárez.
 

Manuel Fuelguérez, sin título, 1974. Foto: Galería López Quiroga.
 

Por supuesto, hay que mencionar los dos murales que realiza Rufino Tamayo en el vestíbulo de Bellas Artes y cuya importancia, además de su propio contenido estético, estuvo en el hecho de ser un encargo oficial para ser colocados en el lugar más significativo del país, artísticamente hablando.

Sobre lo acontecido en las artes plásticas en el periodo reseñado, existen cientos de artículos, ensayos y libros referentes a la Escuela Mexicana. No sucede lo mismo respecto a los artistas “independientes”. A últimas fechas han aparecido algunos libros y artículos útiles para completar la historia del arte mexicano de esta época. Autores como Teresa del Conde, Jorge Alberto Manrique, Rita Eder, Ida Rodríguez Prampolini y Luis Mario Schneider son de lectura indispensable para comprender cuáles fueron los factores que suscitaron el cambio hacia lo que ahora es el arte contemporáneo en México. El arte es un fenómeno evolutivo; a pesar de su pretendida cualidad de ser creación, es una creación a partir de un antecedente, de una retórica. Encontrar de dónde procede la obra de un artista, del que sea, nos llevaría paso a paso hasta la prehistoria. Así que el hecho de comenzar este análisis a partir de 1935 es por supuesto un acto arbitrario.
 

Manuel Fuelguérez, Panorama 1. Foto: Galería López Quiroga.
 

Como ya hemos visto, a mediados de los años cincuenta, los artista que iniciaron el nuevo arte mexicano aún vigente, existían ya en cantidad y calidad equiparables a los de la Escuela Mexicana, e incluso si nos referimos a la actividad cultural desarrollada en exposiciones, conferencias, declaraciones y realizaciones su actividad era muy superior a la de estos últimos, quienes a su vez habían acaparado en gran medida el apoyo oficial, monumentos y murales, aunque ya para entonces su movimiento se encontraba en decadencia, víctima del mito de los “tres grande”. No importa quién ni cuándo se empleó por primera vez la frase de los tres grandes, pero desde luego que fue posterior a 1945, pues la expresión nos llegó a través de la prensa referida a los tres grandes señores vencedores de la Guerra: Stalin, Churchill y Roosevelt. El que se oficializaran (oficialización que aún subsiste) los tres grandes, significó automáticamente que todos los demás pintores y muralistas eran “chicos”. Fue así como la aceptación de los chicos a serlo, los minimizó ante el gobierno, ante el público y lo que es peor ante ellos mismos.

Si combinamos el sentimiento de inferioridad que llevó a ver a Orozco, Rivera y Siqueiros superiores sobre todos los demás artistas, con la famosa frase de Siqueiros de que “no hay más ruta que la nuestra”, tendremos la causa de la decadencia y posterior extinción de la Escuela Mexicana. Cientos de metros cuadrados duros en los que se pintaban siempre los mismos temas con las mismas técnicas sin lograr superar a Orozco ni a Rivera. Miles de hojas de papel impresas por el Taller de Gráfica Popular y sólo un grande del grabado: Leopoldo Méndez.

Cierto que en el arte no hay mejor ni peor. Se trata de una actividad humana, de realizar una obra plástica que es o no es arte. Ante la dificultad de reconocer lo anterior, ellos se aferraron a la idea de parecerlo por sentirse los únicos y genuinos representantes de la tradición mexicana. No se dieron cuenta de que la tradición a la que se referían había nacido apenas tres o cuatro décadas antes.

Era en el mural precisamente donde había que demostrar el compromiso aunque se pudieran permitir ciertas libertades en el caballete; sobre todo cuando se aceptaban encargos de retratos; lo mismo pasaba cuando se hacía paisaje, desde el de las escuelas al aire libre hasta los sofisticados del Dr. Atl.

En la gráfica se combinaba el paisaje campesino con el mensaje social; se prefería el grabado en madera o linóleo con una técnica de origen centroeuropeo. Escuela Mexicana fueron el expresionismo de Orozco y Siqueiros, al igual que el primitivismo de Rivera. Así visto, todo en conjunto, sería difícil definir, dentro de la gran gama de la producción artística de los años veinte, treinta y cuarenta, en qué consisitó “la Escuela Mexicana”; sin embargo, existió y se mantuvo dentro de los parámetros mucho más amplios de lo que sus propios seguidores reconocían. Como toda concepción del arte, se trató de una convención adoptada por un grupo dentro de nuestra sociedad.

En contraste, a los artistas nuevos, a los que habían llegado y a los jóvenes se nos acusaba de seguidores de modas por el pecado de buscar, como todo el arte moderno, en una tradición más antigua y universal, la de la historia del arte.

Fue posiblemente esa circunstancia la que determinó que el nuevo arte naciera marcado por el signo de la pluralidad. Sus fuentes, infinitamente más ricas y variadas. Otra característica que marcó este nuevo arte mexicano fue sin duda el individualismo. Reacción natural al antecedente de agrupaciones fracasadas que se habían mostrado firmes durante muchos años en su unidad de criterios formales e ideológicos. Los pintores, escultores y grabadores buscaban dentro de órdenes temáticos y soluciones plásticas similares, cargados de un nacionalismo populista. En teoría querían hacer un arte fácil de entender para el pueblo y con un mensaje político-social. En 1955 el arte mexicano era otro y sin embargo las autoridades culturales no se habían dado cuenta. La Escuela Mexicana seguía actuando con prepotencia y contaba para ello con todo el apoyo oficial; es más, era el “arte oficial”.

Desde el principio advertí que presentaría una visión subjetiva de los acontecimientos. Ahora, al repasar estas líneas, me doy cuenta de haber hecho un enfoque tal vez demasiado esquemático e incluso caricaturesco. Lo reconozco y el conocimiento de esa época se ha enriquecido con la distancia. Tal vez lo que he dicho no sea más que un intento de comunicar los hechos no como fueron sino como los veíamos nosotros mientras acontecían.
 

Manuel Fuelguérez, sin título 24-12, 2012. Foto: Galería López Quiroga.
 

En 1956 los campos artísticos se habían polarizado. Los artistas con obra de tendencia populista-nacionalista se autonominaban “realistas” y para ellos todos los que no pertenecían a su corriente eran “abstractos”, término al que conferían un significado peyorativo. La verdad, como ya hemos visto, era otra. La aparición de nuevos medios de difusión como la televisión, los suplementos culturales en los periódicos, las revistas culturales y sobre todo muchas nuevas galerías de arte habían hecho nacer un nuevo público. Ante esto los pintores de la Escuela Mexicana se dieron cuenta de que su importancia disminuía viendo nacer un mercado que los ignoraba y una crítica que no se ocupaba de ellos, galerías que no se interesaban en su obra e invitaciones a exponer en el extranjero de las que eran excluidos. Este fenómeno les era incomprensible por lo que buscaron alguna explicación. O es que en realidad eran malos artistas, lo cual no podían aceptar, o se trataba de una conjura imperialista, de una bien orquestada penetración cultural. Esta segunda explicación los tranquilizó por algún tiempo y fueron muchos los voceros que se encargaron de difundir esta versión. El hecho de ser guardianes de las más rancias tradiciones mexicanas los puso en pie de guerra. Defendían el arte nacional y para ello tenían el apoyo del gobierno y de las más altas instituciones culturales del país. Contaban con voces de gran capacidad polémica como las de los pintores Siqueiros y Juan O’Gorman, o las de los críticos Antonio Rodríguez y Raquel Tibol. También militaban en sus filas muchos artistas de escasa cultura, quienes eran los que más se esforzaban en difundir las gastadas consignas. Pero la gran figura del arte mexicano seguía siendo Diego Rivera, era el gran “gurú”, el jefe que marcaba el camino. Todos lo respetaban, todos lo admiraban. Se amparaban en medio de la batalla, le pidieron que hablara y Diego Rivera habló, dijo que el mejor pintor del momento era Rufino Tamayo y que el camino a seguir estaba en Juan Soriano. Fue grande la conmoción que causó esta declaración y algunos pensaron que se trataba de una de esas bromas a las que era tan afecto el gran pintor. Pero para la mayoría fue una decepción, el principio del fin o el fin de los principios.

Los “realistas” se habían apropiado de México (el cual era sólo de ellos), como también lo hicieron de la “izquierda”, únicamente ellos eran progresistas y por lo tanto los “abstractos” resultábamos un grupo de vendidos al imperialismo yanqui.

Pero en verdad ¿existía en México el arte abstracto? Es en el año de 1956 cuando el arte abstracto nace como corriente en nuestro país. Es precisamente este acontecimiento uno de los factores que hacen importante ese año y que permite considerarlo como el inicio de una nueva situación cultural. Sin embargo su arranque sería lento, al grado de que cinco años después no existíamos más de cinco o seis artistas a los que podría aplicarse de una manera ortodoxa ese término.
 

Manuel Fuelguérez, sin título 24-14, 2014. Foto: Galería López Quiroga.

 

Manuel Fuelguérez, sin título 22-16, 2016.Foto: Galería López Quiroga.
 

Otros acontecimientos complementan el cambio del 56; la creación del grupo Poesía en Voz Alta, que vendría a cambiar para siempre los parámetros de la manera de hacer teatro. Por el carácter interdisciplinario de este medio pudieron participar en él tanto dramaturgos y actores como músicos y pintores, todos con plena conciencia de iniciar un movimiento de vanguardia en nuestro medio.

Es también el momento de la iniciación de la carrera de Artes Plásticas dirigida por Mathías Goeritz en la Universidad Iberoamericana y de la importante Galería de Antonio Souza, la primera que tuvo un carácter internacional.

Ambos acontecimientos muestran como principio común contar para sus actividades con una estricta selección de artistas que significaba a la vez calidad y espíritu de transformación.

Fue así, de una manera natural, que el movimiento cultural independiente que hasta ese momento había luchado sólo por su derecho de existir, toma conciencia de su valor y pasa a la ofensiva al agruparse por sus criterios estéticos. A través de la acción misma nace una amistad firme entre artistas de las más variadas disciplinas y se inicia esta revolución cultural: “somos mejores y además actuales”. Liquidado el problema con la Escuela Mexicana el futuro era nuestro.

Demostrar lo anterior no fue fácil. Durante toda una década continuaron las polémicas; las agresiones verbales y aun físicas se dieron con frecuencia. Cuando logramos la simpatía y colaboración de algún funcionario, como fue el caso de Miguel Salas Anzures, éste fue cesado. También nosotros logramos hacer renunciar a alguno. Contamos con aliados en la prensa, así como con los más valiosos escritores jóvenes. Entre éstos, Juan García Ponce, quien por amor a la pintura y su capacidad de asociar conceptos plásticos y literarios apoyó desde su inicio nuestro movimiento. Su aportación crítica y polémica resultaría de una importancia definitiva en los futuros acontecimientos.

Octavio Paz se convirtió en la figura aglutinante en los esfuerzos de modernización, renovación y pluralización del arte mexicano.

 

Noviembre de 1987. I
 

Manuel Fuelguérez, La máquina estética 8, 1976. Foto: Galería López Quiroga.

 

*Artista plástico.

 

Inserción en Imágenes: 13.10.17.

Imagen de portal: Manuel Fuelguérez, escultura. Foto: Galería López Quiroga.

Temas similares en Archivo de artículos.