Los zapatos gastados del bufón: Homenaje a Héctor Ortega (1939-2020)

Enrique Saavedra*
ensazu_teatro@yahoo.com.mx
 

Héctor Ortega, 2015. Foto: Wikimedia Commons.
 

SOBRE LA ESCENA YACE un agonizante Jean Baptiste Poquelin, mejor conocido como Moliére, el máximo comediógrafo del teatro universal. Se dice que murió sobre el escenario, mientras representaba su obra El enfermo imaginario; la dramaturga Sabina Berman desmiente la leyenda y aclara que murió en su casa, en cama, tras degustar un caldo de pollo y responder a la pregunta de si podían retirarle ya el plato: “S’il vous plait.” Tras decir esas palabras, Moliére baila al ritmo de la música renacentista, ve aparecer a las mujeres de su vida y finalmente ve cruzar en un monociclo al Ángel de la Risa. Cae el telón y el público del Teatro Julio Castillo aplaude, grita y celebra como pocas veces ha ocurrido en este recinto. Es la puesta en escena de Moliére, de Berman, dirigida por Antonio Serrano, 1998. Al final toda la compañía y el protagonista, Héctor Ortega, reciben la ovación que constata que no hay un actor más indicado en nuestro país para encarnar al inmortal dramaturgo.

Nacido en la Ciudad de México en 1939, Héctor Ortega estudiaba la carrera de Arquitectura en la UNAM cuando un día en el café de la Facultad encontró abandonado el libreto de una obra de teatro. Intrigado, decidió devolverlo a su dueño: “Yo había visto gente ensayando en el Teatro Antonio Caso y lo fui a devolver. Mi compañero en Arquitectura Juan José Gurrola, vecino en mi colonia, me preguntó que si no quería quedarme a trabajar en el montaje. Le respondí que no, que estaba ocupado levantando pesas. Con todo, allí me quedé para toda la vida.”

En una entrevista realizada en 2009, haciendo un recuento de su trayectoria teatral, Ortega recordó esos primeros años en la Universidad, a mitad de la década de 1950: “Los que estábamos entusiasmados en dedicarnos a algo artístico, íbamos a dar todos a la Facultad de Arquitectura. Era lo más cercano, lo que menos escandalizaba a los papás. ‘Bueno, va a ser arquitecto, menos mal: esos hacen casas y ganan dinero’.” No sabían. Casi toda la gente que estaba allí quería dedicarse al arte, en especial al teatro. Héctor tuvo como compañeros en esa puesta en escena a Benjamín Villanueva, Alberto Dallal y Mauricio Herrera, entre otros.

Ortega fue partícipe de una tradición persistente hasta nuestros días: el teatro universitario. El actor conformó el elenco de montajes hoy emblemáticos como La piel de nuestros dientes, de Thornton Wilder, y La hermosa gente, de William Saroyan, además de El alfarero y La apassionata, de Héctor Azar, dirigidos por Juan José Gurrola.

Fue tal el impacto del grupo, que decidió formarse como actor. “Estuve hasta el tercer año [en Arquitectura] y de ahí en adelante ya me dediqué, no de una manera tan decidida, pero empecé a estudiar con Alejandro Jodorowsky. Yo digo que mis maestros fueron un póker de ases, todos empiezan con A: Carlos Ancira, Alejandro Jodorowsky, el bailarín Guillermo Arriaga y Juan José Arreola: con ellos me familiaricé con el análisis de textos y con la historia del teatro.”

Héctor Ortega. Foto: cortesía del Archivo fotográfico del Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información Teatral  Rodolfo Usigli (CITRU).
 

Mediante estos guías Ortega entró de lleno más fácilmente en autores tan complejos como Samuel Beckett, en 1960: “La primera obra comercial que hice fue Fin de partida. Era universitaria, es decir, experimental pero ya nos pabagan a los actores. Interpreté a Nag, un personaje que permanecía metido en un bote de basura, el padre de Ham y, creo, abuelo de Clov.” Por su actuación Ortega fue reconocido por una agrupación de críticos como la Revelación Teatral del Año. Sin embargo, para el actor, el mayor premio fue haber compartido el escenario con sus maestros Jodorowsky y Ancira y haber sido, en la ficción, esposo de la legendaria actriz Amparo Villegas: “Siempre acepté que era mi abuela teatral: una mujer que a sus sesenta y tantos años era una apasionada del teatro de vanguardia, de los últimos gritos de la moda del teatro universal. Verla en el escenario era una experiencia sorprendente.”

La mancuerna creativa con Jodorowsky rindió buenos frutos durante la década de los sesenta. Al absurdo de Beckett le siguió el absurdo de Fernando Arrabal con Fando y Lis y más tarde el de Ionesco con El rey se muere, obra que contó con la escenografía de Leonora Carrington. De esta artista, Jodoroswki dirigió y Ortega actuó el drama Penélope. Ambos colaboraron estrechamente durante una de las temporadas más efervescentes del teatro mexicano, con estrenos consolidados, entre aplausos genuinos y críticas severas: una época irrepetible con títulos como La sonata de los espectros, de August  Strindberg, Las sillas, de Ionesco, La ronda, de Arthur Schnitzler, La mujer transparente, de Alicia Urreta, La señora en su balcón, de Elena Garro, y Cruce de vías, de Carlos Solórzano.

“Hicimos una cosa de Jean Tardieu que se llamaba ¿Crimen, suicidio?, muy original porque en aquel tiempo no se estilaba el transformismo: yo hacía tres personajes: entraba como un personaje, luego me cambiaba y aparecía como el otro y después entraba con un elefante (era la fotografía de un elefante); todo lo que había en el escenario era ligero, como de cartón.”

Sobre El rey se muere, montada en 1968, Ortega recuerda: “Yo había visto a algunos actores alemanes haciendo El rey se muere y era muy pobre la propuesta, totalmente realista: un señor que de verdad se está muriendo, un viejito que se está muriendo, y para Jodorowsky era una nación que se estaba muriendo, un país que se estaba muriendo, el mundo que se está muriendo.” En su crítica del montaje Luis Reyes de la Maza elogió el trabajo del protagonista, Ignacio López Tarso, y el de su compañero de escena: “¿Y ese médico que es a la vez verdugo, bacteriólogo y astrólogo? No tiene más nombre que Héctor Ortega y es, también, un excelente juglar.”

Aunque la película de Fando y Lis es uno de los hitos del Jodorowsky cineasta, para Ortega el montaje teatral fue superior: “Fue una obra muy importante, yo creo que más importante que la película. Yo no quiero compararme ni mucho menos pero Jodorowsky me ha dicho que es una pena que no haya hecho a Fando. No sé por qué no me invitó; pensó que necesitaba un tipo más galán, como Sergio Klainer. Quería a actores más bonitos que Beatriz Sheridan o yo.” Y Héctor nos regala una confesión sobre aquella época: “Yo estaba enamorado de Beatriz Sheridan, enamorado de verdad, yo me hubiera casado con ella, pero las cosas cambian. Era encantadora, de un enormísimo talento. Que haya trabajado en Televisa no significa nada; yo también he hecho cosas importantes en Televisa.”

Al mismo tiempo que se desarrollaba la vanguardia teatral propuesta por Jodorowsky, en la escena mexicana ocurrían otros eventos como el final del movimiento Poesía en Voz Alta y el surgimiento –y caída– del proyecto de los Teatros del Seguro Social. Héctor Ortega estuvo presente en ambas experiencias. En Poesía en Voz Alta colaboró en la obra Asesinato en la catedral, de T. S. Elliot, dirigida, en su debut como director teatral, por José Luis Ibañez, quien llegaría a ser una de las figuras más importantes del teatro y de la academia hasta su fallecimiento en agosto de 2020.

Ahí, en 1959, Ortega pudo atestiguar el talento de Ibañez y caminar entre los telares y portar los vestuarios diseñados por otro artista fundamental: Juan Soriano. Para el director era importante privilegiar la palabra, por lo que decidió: todos los actores de ese montaje “traíamos los rostros pintados de blanco para no comunicar ninguna emoción. Era lo contrario de Gurrola porque con él importaban más la situación y las emociones. Con Jodorowsky tuvimos también una propuesta completamente distinta: llegamos más allá de lo dramático, de lo emocional.”

Sus conocimientos en pantomima le permitieron a Ortega ser invitado por Ignacio Retes para interpretar al coro en la tragedia Romeo y Julieta, de Shakespeare, y posteriormente por Salvador Novo para encarnar al Minotauro en la pieza Teseo, de Emilio Carballido, ambas enmarcadas en la programación de los Teatros del Seguro Social, un extraordinario y breve proyecto iniciado en 1960 para poner el teatro al alcance de todos los públicos. En la tragedia de Shakespeare, recuerda Héctor, enfrentó la censura de aquel tiempo: “Retes tenía una visión revolucionaria, quería que los actores estuviéramos vestidos con ropa moderna pero en el público estaban las esposas de los funcionarios culturales y se escandalizaron muchísimo, pedían que nos la quitaran. Decidimos que sólo mi personaje, que era el coro, estuviera vestido de calle, pero siguió el escándalo: me tuve que quitar el blazer y ponerme vestuario clásico.”

Sobre la experiencia en Teseo, evoca:
 

Como alumno de Jodorowsky, yo era maestro de pantomima; además estábamos haciendo un teatro que era muy lanzado y ellos [los responsables del montaje] querían representar al Minotauro en un tono realista. ¡De ninguna manera!, tenía que moverse de una manera muy exagerada, era un hombre que a la vez era un toro y hablaba como toro. Entonces dieron conmigo y empecé a hacer ese otro tipo de obras, que no eran de vanguardia, pero que resultaban experiencias igualmente válidas.
 

Héctor Ortega. Foto: cortesía del Archivo fotográfico del CITRU.
 

En esos años, a principios de los sesenta, Ignacio Retes lo dirigió en Madre Valor de Bertold Brecht –en donde interpretó a uno de los hijos de la legendaria María Tereza Montoya–, Los físicos, de Friedrich Durrenmatt, y El hilo rojo, de Henry Denker. También participó en el clásico griego Las aves, de Aristófanes, bajo la dirección del alemán Peter Kleinschmidt, y de igual manera tuvo la oportunidad de encarnar al mismísimo príncipe de Dinamarca en un Hamlet dirigido por Marco Antonio Montero con la Compañía de la Universidad Veracruzana presentado al aire libre, en Xalapa. Sin embargo, para Ortega, esos años los recuerda sobre todo por el trabajo con su maestro Alejandro Jodorowsky que, en su opinión, “es un hombre que marca la trayectoria de todo el mundo, un hombre muy fructífero, muy brillante, muy creativo y muy dador. Él vino a abrir brecha, con un teatro que la gente no conocía. Nos dimos a la batalla de difundirlo y ahora él es una estrella, un hombre muy popular y muy conocido.”

Y añade, en contrapunto: “En aquel tiempo era un hombre de lo más neurótico; era muy enojón y muy difícil de tratar. Pero era un hombre de teatro, estaba tan lleno de cosas que uno soportaba con tal de estar trabajando con él, porque era un hombre que estaba legando a México un género, una manera de hacer teatro absolutamente nueva. Eso ha cambiado, radicalmente. Ahora es un hombre muy dadivoso, muy generoso; ahora es como un abuelito.”

Fue tal su mancuerna, que en 1966 Alejandro Jodorowsky dirigió el primer texto dramático de Héctor Ortega, ¡Silencio! ¡Locos trabajando!, el cual mereció el premio a la mejor obra inédita en el Concurso de Verano del INBA. Tras verla, la escritora María Luisa la China Mendoza escribió entusiasmada sobre el nuevo dramaturgo: “Rubio y chiquito, gran actor, gran mimo, gran hombre de teatro así de chiquito y flaquito y el más grande de todos en la ternura expresada, en la carencia escénica no careciendo de nada... Por eso es buen actor, porque puede, en el foro, ser el más débil, siendo el más fuerte.”
 

II
 

Fue en los años siguientes que Héctor Ortega constató ser, como lo dijo la China Mendoza, el más fuerte, gracias a la obra que lo colocó en el Olimpo de los grandes actores mexicanos. En 1983 se metió en la piel de el Loco, el protagonista de la obra más celebrada del dramaturgo y comediante italiano Darío Fo, La muerte accidental de un anarquista, bajo la dirección de José Luis Cruz, en el Teatro Santa Catarina de la UNAM. Para entender cómo llegó a Ortega esa obra hay que remontarse a un espectáculo anterior, escrito, dirigido y actuado por él en 1982, a partir de una visión cómico-política de la obra literaria de Franz Kafka: El cómico proceso de José K, que contó con escenografía de su amigo José Luis Cuevas y que en 1994 fue publicada por la Universidad Autónoma de Baja California.
 

A mí me apasionó buscar el lado humorístico de Kafka, como lo apuntaba en sus ensayos Milan Kundera; me encontré un ensayo de Gilles Deleuze que dice que todo lo que hizo Kafka fue cómico y político. En esa obra me vio José Luis Cruz y me vio una señora a la que yo no conocía; ella se acercó al final de una función y me dijo: “Yo tengo una obra que le va a usted de maravilla; se llama La muerte accidental de un anarquista, pero no se la puedo dar porque no tengo tiempo de traducirla.” No recuerdo si la tenía en inglés o en italiano. Le dije: “Hay una manera muy fácil: consiga una grabadora y léala y vaya traduciéndola. Y así fue. Volvió al teatro y me dio un cassette con el texto grabado. A mí la magia me persigue: me encuentro un libreto tirado y me vuelvo actor; esta señora me da una grabación y es la obra más importante de mi vida.”
 

Si bien fue importante el proceso de ensayos y construcción de la obra, para el actor lo más importante era la retroalimentación del espectador:
 

Yo creo que todos los personajes crecen, pero evidentemente el contacto con el público y la respuesta los va modificando; uno va improvisando cosas nuevas y conforme va reaccionando la gente, uno va aprendiendo de ese personaje y enriqueciéndolo. Trabajamos de una manera muy libre y ése fue uno de los grandes éxitos de la obra. El director me dio una gran libertad; en realidad, casi podría decir que las últimas tres, cuatro obras de teatro que he hecho los directores me han dado una gran libertad, me dejan como perro suelto, entonces me divierto muchísimo.
 

¿Qué se permite y qué no un actor como Héctor Ortega ante esa libertad?

“Es muy difícil decirlo. ¿Qué sí me permito? Improvisación, claro, y luego de la improvisación, selecciono, escojo; no hago lo mismo que hice ayer; aprendo, me permito una serie de libertades, veo qué funciona, qué no; con lo que funciona, me quedo, lo otro lo deshecho. Es un poco el mecanismo de la improvisación.”

La muerte accidental de un anarquista es uno de los grandes hitos del teatro universitario de los años ochenta –y en sí, de toda su historia–, junto con otras obras de la época como De la vida de las marionetas, de Ingmar Bergman, dirigida por Ludwik Margules, o Donna Giovanni, de Jesusa Rodríguez, con el grupo Sombras Blancas. Tras cumplir cien funciones auspiciadas por la UNAM, continuó en otros teatros de la Ciudad de México para luego emprender una exitosa gira nacional e internacional.

Recordar la obra de Fo es recordar el clima político que permeaba América Latina en los años ochenta. En Argentina, dice,
 

cuando el Loco se encuentra con los jueces, los empieza a agredir, les hace señas pornográficas, [empieza] a insultarlos, a golpearlos. Cada que hacía yo una de estas cosas, los estudiantes universitarios de allá decían ¡olé, olé! En Colombia lo hicimos en un teatro muy grande y la gente no se reía, yo pensé que no había público, pero no: se quedaban callados porque estaban atentos; al final de la obra nos aventaron ramos de claveles, sombreros, bufandas: un éxito verdaderamente bárbaro.
 

Y recuerda cómo, en uno de esos países, su trabajo fue reconocido por sus compañeros actores. “Cuando llegamos al galerón en el que estaban cenando otros actores de América Latina y del mundo, se pararon y nos empezaron a aplaudir. Nos aplaudieron durante quince minutos. Nos quedamos sorprendidos. El que como actor te celebren los actores es una verdadera fiesta.”
 

Héctor Azar, Héctor Ortega y Mauricio Herrera. Foto: cortesía del Archivo fotográfico del CITRU.
 

Al mismo tiempo, el actor participó en programas televisivos como telenovelas y programas humorísticos, lo que permitió que un público más amplio lo ubicara y disfrutara de sus peculiares creaciones. Así, seriales famosos como Colorina, El privilegio de amar, Amigos por siempre, La verdad oculta y Alegrijes y rebujos se beneficiaron de su experiencia y dominio del humor, algo que lo distinguía del resto de sus compañeros de reparto. La mención de estos trabajos no es gratuita; Héctor Ortega fue uno de los actores que padeció los estigmas que conlleva el desarrollo de la profesión actoral en nuestro país.

“Algunos directores de teatro quieren que uno empiece inmediatamente dando su versión del personaje; eso no es posible, pero entonces se enojan y me dicen: ‘no, las telenovelas te han echado a perder’. Y yo respondo: ‘es la primera vez que me estoy enterando de qué trata esto, dentro de un mes vamos a hablar, vamos a discutir y a ver qué pasa’.” Por otro lado, entendía que en el ámbito televisivo, si bien era respetado, su ideología de izquierda no le permitía tener relevancia a la hora de los reconocimientos.
 

Cuando hice en televisión el mismo papel que había hecho antes mi maestro Carlos Ancira, en una entrega de premios una periodista me preguntó: ¿qué se siente ser el Mejor Actor del año?, y yo le respondí que no tenía idea porque no me habían dado nada. Me dijo que sabía de buena fuente que yo lo había ganado, pero premiaron a otros compañeros.

[…]

Yo no dudo que mi posición política, que haber integrado un movimiento como el Sindicato de Actores Independientes, sean cosas que lo catalogan a uno y que hacen que cierta clase de gente lo desplace o lo repudie.
 

En efecto, el actor fue uno de los principales miembros del SAI, el cual fue fundado por el actor Enrique Lizalde a finales de los setenta como oposición a los malos manejos que privaban en la Asociación Nacional de Actores: “Estuve allí siete años, porque soy un hombre que cree en la democracia, porque en lo contrario, que es la dictadura, no creo, no quiero saber nada de ello. Toda mi vida, todos mis movimientos, toda mi historia política, toda mi historia artística están destinados a hablar a favor de la democracia.”

Y es que, para Héctor Ortega,
 

toda actividad es política. Yo presumo, exagero y digo que a mí me pasa lo mismo que a Jean Genet: a mí no me interesa el arte, a mí me interesa la política. Exagero, me gusta exagerar, es como dice Gógol: sin exagerar no se puede decir un discurso. Y yo exagero, me gusta presumir de político, también presumo de artista. Tengo un hijo que es escultor, entonces es un artista. Me conmueve tener un hijo artista. Yo también estoy orgulloso de ser un artista. Yo no soy un actor, no. Yo soy un artista. Pretendo ser un artista,
 

declara el padre del escultor Damián Ortega.
 

III
 

No hubo área del teatro que le fuera ajena a Héctor Ortega. Como director, en 1967 hizo el montaje de una comedia musical poco conocida, pero de calidad espléndida: Paren el mundo, me quiero bajar, de Anthony Newley y Leslie Bricusse, aquí protagonizada por Alfonso Arau y Virma González. Más tarde dirigió su propio montaje de Asesinato en la catedral, de T. S. Eliot, al igual que El Mercader de Venecia, de Shakespeare. En los años ochenta dirigió la versión teatral del popular programa televisivo Ensalada de locos, con Manuel El Loco Valdés, Héctor Lechuga y Alejandro Suárez. Ya en los noventa dirigió al comediante Eugenio Derbez en Ninette y un señor de Murcia, de Miguel Muhura, bajo la producción de Manolo Fábregas. También adaptó y dirigió la obra Pedro el afortunado, de Strindberg, la cual presentó en plazas públicas de la Ciudad de México, interpretada por Héctor Bonilla, Ausencio Cruz y Roberto Sosa.

Por todo esto, no fue difícil para la dramaturga Sabina Berman, el director Antonio Serrano y el productor Enrique Singer elegir a Héctor Ortega como el protagonista del ambicioso montaje Molière, en una memorable puesta en escena.
 

Sabina hizo una obra como si fuera de Camús, de grandes dimensiones internacionales, de gran literatura dramática de todos los tiempos: es una gran, gran obra. Me dieron el honor de ser el maestro Molière y fue un placer, como un pastel de bodas. Claro que hay muchas cosas que influyeron: he hecho varias obras de Moliére para la televisión, he hecho comedia, he hecho teatro clásico de la época, porque trabajo con el humor, porque soy escritor… todo eso se juntó.
 

La genialidad de la obra radicaba en mostrar al público la esencia trágica del comediógrafo Moliére en contrapunto con la esencia cómica del autor trágico Jean Racine. Para interpretar a esta contrafigura fue invitado el actor, cantante y cuentacuentos Mario Iván Martínez. La dupla que conformó con Héctor Ortega fue tan sólida, que se repitió pocos años después, cuando ambos estelarizaron otra comedia que resultó uno de los éxitos más grandes y longevos del teatro en la UNAM.

1822, el año que fuimos imperio es una farsa política de Flavio González Mello dirigida por Antonio Castro que buscaba reflejar las disputas políticas durante la transición a causa de la debacle del régimen priista y el triunfo del Partido Acción Nacional en las elecciones presidenciales de México en 2000. Para ello el dramaturgo recurrió a dos figuras opuestas: el emperador Agustín de Iturbide (Mario Iván Martínez) y uno de sus más férreos críticos, el filósofo político fray Servando Teresa de Mier (Héctor Ortega), ambos protagonistas en la caída del Imperio y la instauración de la República. Lo que podría pensarse como una clase de historia teatralizada se convirtió en uno de los festines más celebrados del teatro del nuevo milenio, gracias a la conexión que lograron González Mello, Castro, Ortega y Martínez, además de un reparto destacado que incluyó a, entre otros, Emilio Ebergenyi, Martín Altomaro y Hernán del Riego.

Si bien el montaje dejó completamente satisfecho a Ortega, lo que más recordaba era el sorprendente éxito de la obra y la relación con sus compañeros de escena:
 

El Huevo de Colón, que yo escribí, tuvo un gran éxito en el mismo teatro, fue un éxito loco. Pero efectivamente, 1822 es la obra que más éxito ha tenido en la historia del teatro universitario. Hacerla era una fiesta: a veces yo hago teatro no por lo que hacemos en el escenario, sino por el hecho de irme a reunir con mis compañeros actores, jugar con ellos, hacernos bromas, saludarnos, querernos. Eso a mí me estimula muchísimo, me llena de vitalidad, de alegría de vivir.
 

Tras dos años de representaciones en el Teatro Juan Ruiz de Alarcón y en otros foros universitarios y capitalinos, 1822 cerró el telón en 2004, siendo ésa la última participación teatral de Héctor Ortega. En 2011, el director Antonio Serrano lo invitó a sumarse al reparto de Cock, una comedia del inglés Mike Bartlett que se presentó en el Teatro de los Insurgentes protagonizada por Diego Luna y José María Yázpik. Empero, a mitad del proceso de ensayos se anunció la salida del actor.
 

En la entrevista realizada en 2009, Ortega manifestó su deseo de hacer un alto en la profesión teatral.

¿El teatro seguirá siendo el principal medio de expresión de Héctor Ortega?

“Yo creo que a mi edad ya no, porque uno está viejo, ya no camina igual, ya no respira igual, ya no brinca igual, ya no tiene la potencia de la comunicación que tenía más joven, no tiene la memoria. Yo prefiero irme encontrando mi propia manera de expresarme, grabar un poquito, dejarme descansar, dejarme editar, dejarme respirar y seguir adelante.”

Héctor Ortega estuvo vigente para un amplio sector del público hasta 2018, cuando participó en su última telenovela. En el tintero se quedó el proyecto de interpretar a un personaje canónico de las letras universales: “Tengo muchas ganas de hacer, en video, porque como ya no puedo estar en el escenario todo el tiempo, mejor hacemos videos, quisiera hacer el Bartleby de Herman Melville, que es uno de mis sueños dorados. Le pondría ‘Cartas sin destino’, con la traducción de Borges.” Tampoco logró asir el proyecto de interpretar el Galileo Galilei, de Bertold Brecht.

¿Le gustaría interpretar al Rey Lear, o a su Bufón?

–Haría los dos. Yo creo que son el mismo: uno es el hombre adulto maduro, el que sufre, el que padece la estupidez, y el otro el que está cuestionándolo.

–¿Se considera un bufón?

Ojalá fuera. Para mí es un honor ser bufón, claro que sí. Porque el bufón es un hombre sabio, inteligente, que está al lado y se burla todo el tiempo del poder y lo cuestiona. Esos son los bufones, los que están al lado del rey y están sentaditos diciéndole todas las tonterías que comete.

Héctor Ortega, figura indispensable de las artes escénicas de nuestro país, falleció el miércoles 3 de junio de 2020 a los 81 años de edad y poco más de 60 años de actividad artística, anclada principalmente, y a pesar de la distancia de los últimos años, al teatro. Y es que, en realidad, jamás dejó de estar en escena: “Empezar a hacer teatro en el grupo de Arquitectura fue muy significativo y definitivo. Dicen que el que se gasta allí su primer par de zapatos se queda en el escenario toda la vida. Yo llevo más de media vida gastando mis zapatos.” I
 

Héctor Ortega en 1822, el año que fuimos imperio. Foto: José Jorge Carreón. Cortesía del Archivo fotográfico del CITRU.

 

*Periodista y crítico teatral. Licenciado en Ciencias de la Comunicación, UNAM.

 

Inserción en Imágenes: 27 de diciembre de 2020.

Imagen de portal: Héctor Ortega en 1822, el año que fuimos imperio. Foto: José Jorge Carreón, 2002. Cortesía del Archivo fotográfico del Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información Teatral  Rodolfo Usigli (CITRU).

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