Estudios sobre el arte cristiano-indígena del siglo XVI

Pablo Escalante Gonzalbo*
pabloeg@unam.mx
 

Estandarte procesional de madera. Asta forrada con piel de jaguar. Guarniciones de plumas y adornos de oro. La cruz emerge entre las flores y el mono enrosca su cola en el travesaño. Obra realizada en 1531, representada pictóricamente en el Códice de Tepetlaóztoc, f. 19 v.
Dibujo de Pamela Zubillaga. Propiedad de Pablo Escalante Gonzalbo.
 

ESTAS REFLEXIONES SON un balance rápido de la atención que se ha prestado a la cuestión del arte indígena posterior a la Conquista desde la fundación de nuestro Instituto. Una de las cosas que saltan a la vista, al revisar trabajos de estos años, es que han cambiado mucho las nociones sobre nuestro objeto de estudio y nuestros métodos; también han cambiado los estilos literarios y la idea de lo que es un artículo de investigación. Y tantas otras cosas: los adjetivos que hoy tratamos de evitar en busca de cierta precisión y objetividad eran consustanciales a la Historia del Arte en las décadas de 1930, 1940 o 1950. No existía la noción de lo políticamente incorrecto: así que términos como finura y torpeza, lo bien hecho y el error, la belleza y la monstruosidad eran aceptables para explicar algunas obras y procesos.

También es cierto que la agudeza de la mirada, la intuición de cosas inexplicadas, la visión de campos de estudio que tardarían décadas en formalizarse les dan una fuerza muy llamativa a los viejos estudios.

La historia del reconocimiento del arte indígena colonial en el Instituto de Investigaciones Estéticas comienza con las preguntas e inquietudes de Federico Gómez de Orozco y culmina con los trabajos sobre arte litúrgico del siglo XVI de Elena Isabel Estrada de Gerlero. No somos los responsables exclusivos de ese campo de estudios; en El Colegio de México y en el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), y desde otras universidades, como la de Yale o la de California, se han hecho contribuciones decisivas.

 

La toma de conciencia del arte indígena colonial

Federico Gómez de Orozco tenía habilidad para allegarse cosas valiosísimas; diversos manuscritos, códices, testamentos, y algunos objetos litúrgicos e imágenes de gran antigüedad. Entre otros documentos, llegó a sus manos un códice de la localidad de San Antonio Techialoyan, del alto Lerma. En 1933, dos años antes de la fundación del Laboratorio de Arte (institución antecesora de Instituto de Investigaciones Estéticas), Gómez de Orozco publicó un trabajo sobre este códice, el primero conocido de su tipo. Tras esta publicación aparecerían manuscritos muy similares, que habían sido custodiados por diversas comunidades rurales de los alrededores del Valle de México: se les conoce con el nombre de Códices Techialoyan, por haber sido aquél el primero en difundirse. En 1948, en un artículo en los Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, Gómez de Orozco hizo un balance de este grupo de manuscritos. El título de su trabajo, “La pintura indoeuropea de los códices Techialoyan” es ya muy revelador: se trata de un arte en el cual los estudiosos han visto dos cosas, dos tradiciones que confluyen, la europea (española, cristiana) y la indígena.

Acertó Gómez de Orozco al establecer la estrecha semejanza de estos códices entre sí y al afirmar que debían pertenecer a una misma escuela o taller. Se equivocó, sin embargo, al atribuirles una antigüedad muy superior a la que tenían, pues pensó que tal conjunto debía corresponder con el trabajo realizado en la escuela de artes y oficios de San José de los Naturales. Pero en el error había otro acierto, señalar la importancia de esta escuela, que fue el punto de partida de la gran producción artística indígena en la Nueva España del siglo XVI.

Gómez de Orozco se ocupó también de estudiar otros códices, esos sí del siglo XVI, como los Primeros memoriales de Sahagún, el Códice florentino y la Historia de Durán. En 1939 publicó en Anales un artículo llamado “La decoración en los manuscritos hispanomexicanos primitivos”. Es decir, que entre una y otra publicaciones sobre los Techialoyan, estaba buscando un término que diese cuenta de esa doble identidad de las obras que estudiaba; aquí fue hispano-mexicano. El artículo es precursor de lo que muchos harían después, como el propio Donald Robertson en el 59. Gómez de Orozco explica el estilo de los códices del XVI como resultado de una transformación del lenguaje plástico de los códices mesoamericanos del Posclásico. Reparó en la firmeza de la línea de contorno propia de los códices prehispánicos, en el uso preferente del perfil, en el carácter plano de figuras a las que se aplicaban colores uniformes, en el esquematismo de algunas formas. Al analizar manuscritos como los de Sahagún, afirma que está presente “la vieja técnica jeroglífica”, pero se advierte una “nueva influencia”, “se inicia —dice Gómez de Orozco— una transformación”.

En el fondo, el problema tiene cierta sencillez, reconocerlo era sentar las bases para un campo de estudio. Lo que es llamativo es que, para otros historiadores del arte, reconocer, como tal, un proceso activo de transformación de las artes indígenas durante el siglo XVI haya sido tan difícil, y hayan preferido ver artistas inexpertos y confundidos intentando sólo copiar modelos europeos.

 

Ver y no ver

Es una impertinencia criticar a los estudiosos que nos precedieron por no haber visto, o no haberse dado cuenta de aquello que nosotros vemos o creemos ver. Quien estudia las obras del siglo XVI el día de hoy cuenta con un cúmulo de ejemplos de pintura mural y códices que hace 85 años eran desconocidos. Y hay una infinidad de estudios sobre los que nos situamos para realizar nuevas búsquedas.
 

Teponaztli de madera con motivos guerreros, utilizado para la danza en el atrio de la iglesia. Mediados del siglo XVI. Museo Etnográfico de Viena.
Dibujo de Pamela Zubillaga. Propiedad de Pablo Escalante Gonzalbo.
 

Dicho esto, creo que de todos modos es útil preguntarse si hay determinados condicionamientos ideológicos que motivan a una persona, por ejemplo, a un investigador, a ver ciertas cosas o a no verlas.  En el año de 1932, Manuel Toussaint descubrió, examinó y publico la noticia de una obra que hoy tenemos por una de las más importantes y extensas expresiones del arte indígena del siglo XVI: las pinturas que cubren los plementos de la bóveda del sotocoro de Tecamachalco. En ellas celebramos hoy componentes indígenas como el soporte, varios pigmentos, la paleta cromática, algunas concepciones de la figura humana y de otras formas, como el agua y el fuego, diversos estereotipos pictográficos. Pero esto es hoy, hoy vemos eso. Manuel Toussaint estaba convencido de que el autor de las pinturas era un artista flamenco.

Toussaint se dio a la tarea de revisar los Anales de Tecamachalco para completar su observación de las pinturas. Con ello iniciaba lo que hoy se consideraría esencial en el estudio del arte indígena del siglo XVI: el análisis de las fuentes locales y, muy especialmente, la documentación etnohistórica. En los Anales de Tecamachalco encontró el nombre de Juan Gerson y, por falta de familiaridad con el náhuatl, por cierta falta de rigor en el análisis del documento, pero sobre todo por esa inclinación que todos tenemos en ocasiones a encontrar lo que queremos encontrar, atribuyó a ese Juan Gerson la autoría de las pinturas. Y quizá le pareció que el nombre era factible para un valón de Flandes.

Tendrían que pasar más de treinta años para que un grupo de investigadores de otros institutos profundizaran en el asunto y demostraran que el apellido Gerson se lo habían puesto los franciscanos a la familia de los caciques de la localidad, que Juan Gerson era, entonces, un indio y no un flamenco. Además, confirmaron que el soporte de la pintura era amate, y localizaron una de las Biblias que sirvió como modelo a la composición de las escenas de Tecamachalco. Me refiero a Rosa Camelo, Jorge Gurría y Constantino Reyes Valerio. Demostrar la autoría indígena de estas pinturas fue una contribución muy importante de estos colegas y maestros. Aún quedaría por resolverse el problema de que la atribución de la pintura a una persona, de nombre Juan Gerson, era incorrecta y carecía de fundamento.

Me parece interesantísimo, y muy revelador de la grandeza y falibilidad de nuestro trabajo, que dos personas, mirando la misma obra, puedan ver la mano de un artista flamenco o la actuación de una cuadrilla de artistas indígenas. E insisto, más allá de las herramientas de cada época, no se puede ver aquello que no se espera o que no se quiere ver.

 

El curioso impertinente

Puede ser muy refrescante y de enorme utilidad cuando un personaje venido de otra disciplina, o del medio artístico o literario, se asoma de pronto a un tema de expertos y lanza sus propias preguntas, identifica problemas, observa ciertas cosas y aventura soluciones. Así fue como José Moreno Villa, pintor, poeta, crítico de la arquitectura, bibliotecario y otras cosas, se asomó al arte colonial mexicano. Los dos libros que dedicó al tema, La escultura colonial mexicana, de 1941, y Lo mexicano en las artes plásticas, de 1948, fueron ensayos en los que arrojaba ideas provisionales, con bastante modestia, como quien invita a otros más conocedores a explicar algo que le ha despertado la curiosidad. Podríamos reducir a eso la intervención de Moreno Villa en lo tocante al arte del siglo XVI:  sin el conocimiento ni el dispositivo académico de contemporáneos suyos como George Kubler o el propio Toussaint, Moreno Villa observó algunas diferencias significativas entre las obras novohispanas y las españolas de la misma época. Las mismas guirnaldas, los querubines o los acantos de similares programas decorativos eran muy distintos en las obras españolas y en las que empezaba a conocer en su exilio mexicano.

Inspirado por el uso del término mudéjar para el estudio del Renacimiento español, se le ocurrió nombrar tequitqui al arte realizado por los indígenas en la Nueva España. La propuesta de Moreno Villa no tenía en mente ningún posible contenido indígena en los programas; el término tequitqui se hizo para describir la singularidad formal de la escultura decorativa hecha por indígenas en los edificios del siglo XVI. Y como tal, es un acierto. Prueba de ello es lo duradero que ha sido en la historiografía.

 

No querer ver

En 1948, año en que apareció el segundo libro de Moreno Villa, se publicaron dos obras fundamentales para el estudio del arte colonial mexicano, Arquitectura mexicana del siglo XVI, de George Kubler, y Arte colonial en México, de Manuel Toussaint. Kubler hizo una contribución importante al estudio de la participación indígena en el arte del siglo XVI, en los capítulos dedicados a problemas demográficos y a trabajo, materiales y técnicas. Después, al describir los estilos de la escultura decorativa, señaló la presencia de obras con un carácter indígena, en las que, según él, “las formas son toscas y de un acabado imperfecto” […] “de carácter basto y plano”. Por otro lado, reconoce que dichas obras tienen una “rica y densa decoración foliada” y “gran vigor expresivo”. Kubler señala en su bibliografía la existencia de la obra de Moreno Villa, pero no la utiliza.

Toussaint conocía a Moreno Villa y lo menciona en su tratado de arte colonial, aunque con cierto desdén. Saluda con condescendencia la invención del término tequitqui, y dice: “Es justo y aceptable, pero siempre que su campo se limite a las verdaderas supervivencias y no interfiera el del arte llamado popular.” Ésa fue su alusión a un término que no utilizó ni entró a discutir.
 

Pila bautismal de barro en dos cuerpos. Los pictogramas indígenas del agua acompañan al monograma del nombre de Jesús. Década de 1540. Cañadas del partido de Tlayacapan.
Dibujo de Pamela Zubillaga. Propiedad de Pablo Escalante Gonzalbo.
 

Para referirse a las obras elaboradas por los indios en el siglo XVI, Toussaint prefirió el término cristiano-indígena. Y esto es interesante, pues una vez más, como lo hiciera Gómez de Orozco, el enunciado implica la yuxtaposición. Y cuanto más profundizamos en estas manifestaciones artísticas mejor comprendemos hasta qué punto la yuxtaposición fue uno de sus procedimientos fundamentales. Sin embargo, la descripción de Toussaint sobre esta expresión estilística nos entusiasma menos que su nombre: cuando describe la pintura cristiano-indígena, dice, “es cristiana porque sirve esencialmente para los fines religiosos; pero es indígena porque todavía se puede apreciar la ingenuidad de la mano aborigen y algunas veces la pobreza de los artistas neófitos”. Después de revisar algunos ejemplos de pintura mural del siglo XVI, afirma, “los indios realizan una pintura al fresco casi elemental, que no puede ser comparada, ni mucho menos, con el arte de los grandes muralistas del Renacimiento”. Enumera también algunos códices coloniales, elogia precisamente los ejemplos en los que aprecia mayor naturalismo y más cercanía con obras europeas, y omite muchos otros, pues, según dice, “carecen en absoluto de todo mérito artístico”. Toussaint estaba interesado en otra cosa, y sus contribuciones están en otra parte.

 

La aceptación

Pero aquella inquietud de Moreno Villa, que fue desdeñada por sus célebres contemporáneos, mereció el interés de dos grandes estudiosas de la arquitectura colonial mexicana. Elisa Vargaslugo, en su libro Las portadas religiosas de México, de 1969, rompe una lanza con entusiasmo por el término tequitqui, lo defiende como el estilo que permitió al indígena filtrar su asimilación del Renacimiento español, y hace un apunte que me parece de utilidad cuando dice que “el tequitqui preparó el camino a la exuberancia barroca”. También Martha Fernández, en su tesis de licenciatura (1976) y en otros trabajos posteriores, se inclinó por el uso del término tequitqui para caracterizar la singularidad de la ornamentación arquitectónica del XVI, e incluso los orígenes del barroco mexicano.

 

La disputa continúa

En 1978, en su libro Arte indocristiano, Constantino Reyes Valerio volvió a valorar la idea de Moreno Villa y la condujo más lejos, pues, además de las apreciaciones sobre la talla indígena en piedra, dio cuenta por primera vez de manera sistemática de la existencia de motivos y símbolos indígenas en el arte del siglo XVI. Su sólido recuento de casos no dejó lugar a dudas respecto a una presencia importante del repertorio indígena. Digo que no dejó lugar a dudas, y me tropiezo, sin embargo, con algunos pasajes de la obra de otro querido maestro, Jorge Alberto Manrique, quien con gran cortesía discrepó de cada uno de los trabajos que yo mismo he dedicado al tema.

Con la rotundidad que le era característica, afirmaba Manrique:
 

el neófito natural, ajeno a aquella tradición, y que era incapaz de hacer una correcta lectura del grabado cuando se le pedía trasladar al fresco o al relieve aquellos modelos, los copiaba literalmente, por una incapacidad cultural de comprenderlos en modo cabal. Se ha hablado mucho de una “influencia indígena” en el arte del siglo XVI, que acostumbramos llamar “tequitqui”: la realidad, a mi modo de ver, es que esas diferencias que encontramos entre el arte del siglo XVI y su coetáneo europeo, que individualizan tan claramente las obras novohispanas, no proceden de la dudosa y no verdaderamente documentable persistencia de lo azteca, sino más bien de una mala lectura de los modelos. Lo que, desde luego, no disminuye su excelencia artística.
 

Con esta cita, me pregunto, ¿habrá alguna práctica más útil para la generación de conocimiento que la discrepancia abierta entre los académicos?
 

Palia o cubre cáliz de plumaria con el tema del bastón de madera que golpea la roca y hace brotar agua, prefigura de la lanzada en el costado de Cristo. Década de 1540. Zona de Zempoala, Hidalgo.
Dibujo de Pamela Zubillaga. Propiedad de Pablo Escalante Gonzalbo.

 

Historia y vida

Un poco antes de 1980 empezó a publicarse la obra de Elena Isabel Estrada de Gerlero. Su proximidad con los trabajos de Gómez de Orozco, su relación cercana con Wigberto Jiménez Moreno y sus profundos conocimientos de patrística y de liturgia cristiana le permitieron enfocar todo el asunto del arte del siglo XVI de otra manera. Una de las enseñanzas fundamentales que se derivan de su enfoque es que el arte indígena del siglo XVI se produce como parte de un conjunto de hechos culturales y sociales, donde la liturgia es uno de los principales factores estructurantes. Y es un campo de estudio en el que no se puede dejar un cabo suelto, todo importa: arquitectura, literatura, sermones, música, plumas, esculturas, vestuario, ritos, códices, tratados, latín, náhuatl, tradiciones apócrifas o canónicas.

En cierta forma, lo que da riqueza a los trabajos de Estrada de Gerlero es la manera en que quedan imbricadas la historia y la vida.
 

*  *  *
 

Me han sugerido que incluya unas líneas sobre mi propio trabajo. En efecto, con el apoyo del Instituto, he dedicado buena parte de mi investigación al siglo XVI, particularmente a la transformación del arte y la cultura indígenas. Al estudiar los códices coloniales comprendí la liga temática, formal e iconográfica existente entre todas las obras del periodo (pintura, relieve, cerámica, plumaria, pintura de manuscritos, orfebrería), de modo que no pueden comprenderse plenamente por separado. Tuve la fortuna de discutir reiteradamente con Jorge Alberto Manrique la cuestión de los modelos europeos como fuente de los cambios en el arte indígena; y con Tita Gerlero aprendí a situar las obras en el rico contexto de la vida litúrgica.

El campo es mucho más amplio hoy de lo que era cuando yo me interesé en él, hace cuarenta años, y varias de las rutas para explorarlo se han abierto en el Instituto de Investigaciones Estéticas.

 

Obras citadas
(por orden cronológico)

Toussaint, Manuel (1932). “Pinturas coloniales en Tecamachalco”, en Revista de Revistas, año 23, núm. 1169, 9 de octubre.

Gómez de Orozco, Federico (1933). “Códice de San Antonio Techialoyan. Estudio histórico paleográfico”, en Anales del Museo Nacional de México, núm. 8, p. 311-332.

–––––– (1939). “La decoración en los manuscritos hispano mexicanos primitivos”, en Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, vol. 1, núm. 3.

–––––– (1942). “¿El exvoto de don Hernando Cortés?”, en Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, vol. 2, núm. 8.

Moreno Villa, José (1941). La escultura colonial mexicana, México, El Colegio de México.

–––––– (1948). Lo mexicano en las artes plásticas, México, El Colegio de México.

Gómez de Orozco, Federico (1948). “La pintura indoeuropea de los Códices Techialoyan”, en Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, vol. 4, núm. 16.

Kubler, George (1948). Mexican Architecture of the Sixteenth Century, New Haven, Yale University Press.

Toussaint, Manuel (1948). Arte colonial en México, México, Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.

Camelo, Rosa, Jorge Gurría Lacroix y Constantino Reyes Valerio (1964). Juan Gerson, tlacuilo de Tecamachalco, México, INAH,.

Vargaslugo, Elisa (1969). Las portadas religiosas de México, México, Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.

Fernández, Martha (1976). “Historia del concepto de arte tequitqui”, tesis de Licenciatura en Historia, UNAM.

Reyes Valerio, Constantino (1978). Arte indocristiano. Escultura del siglo XVI en México, México, INAH.

Alberto Manrique, Jorge (1982). “La estampa como fuente del arte en la Nueva España”, en Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, vol. XIII, núm. 50, t. 1.

Estrada de Gerlero, Elena Isabel (2011). Muros, sargas y papeles. Imagen de lo sagrado y lo profano en el arte novohispano del siglo XVI, México, Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM (Trabajos reunidos de 1976 a 2011).

Escalante Gonzalbo, Pablo (1997). “El patrocinio del arte indocristiano”, en Patrocinio, colección y circulación de las artes, México, UNAM, pp. 215-235.

–––––– (2010). Los códices mesoamericanos antes y después de la conquista. Historia de un lenguaje pictográfico. México: Fondo de Cultura Económica,.

–––––– (2018). “La cruz, el sacrificio y la ornamentación cristiano-indígena. Luces sobre un taller de alfarería de mediados del siglo XVI en el Valle de México”, en Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, vol. XL, núm. 113, otoño, pp. 83-116 (ISSN 0185-1276).

–––––– (2021). “Religiosidad mesoamericana y cristianismo en el siglo XVI. Lenguajes visuales, lírica guerrera y liturgia”, en Korpus 21, I-1, pp. 61-79. I
 

Escudo de cerámica con motivos sacrificiales indígenas y la cruz cristiana. 1558. San Juan Teotihuacán.
Dibujo de Pamela Zubillaga. Propiedad de Pablo Escalante Gonzalbo.

 

*Investigador del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.

 

Inserción en Imágenes: 15 de marzo de 2022.

Imagen de portal: Base de pila bautismal de barro con monograma del nombre de Jesús. Detalle. Década de 1540. Cañadas del partido de Tlayacapan. Dibujo de Pamela Zubillaga. Propiedad de Pablo Escalante Gonzalbo.

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