Escenarios de luz y sal: fotografías de Rafael Doniz

Alberto Dallal*
dallal@unam.mx

 

SALINEROS. RETRATO VIVO de un oficio olvidado, textos de Blanca Solares, Sebastián van Doesburg y Víctor Muñoz, fotografías de Rafael Doniz, México, Fundación Alfredo Harp Helú Oaxaca, AC, 2015.
 

Rafael Doniz, del libro Salineros. Retrato vivo de un oficio olvidado, portada y p. 132.
 

I

En uno de los textos más bellos y sugerentes que se han escrito sobre la fotografía, La cámara lúcida,[1] Roland Barthes enumera los elementos que participan en el fenómeno fotográfico. Llama Operator al fotógrafo, el hacedor de las fotos; Spectator al que mira, analiza, recibe, goza la imagen fotografiada, y acaba por llamar, “de buen grado”, dice él, Spectrum a la imagen plasmada en el material de impresión. Nos explica por qué le agrada especialmente este último término, Spectrum: “porque esta palabra mantiene a través de su raíz una relación con ‘espectáculo’ y le añade ese algo terrible que hay en toda fotografía: el retorno de lo muerto”.

En efecto, lo que ha ocurrido en la realidad y ha sido captado en una fotografía, una vez lograda, transmitida e impresa la imagen, nos señala el pasado; lo que nos muestra la fotografía, lo que yace en ella, no obstante nuestros deseos, nuestra avidez de consideración o reconocimiento, ya no existe, pues ese instante en que la foto fue tomada, ese conjunto de circunstancias, esos seres que estaban vivos y permanecen así en la imagen, ese fotógrafo y esos protagonistas, ese fotógrafo y esas circunstancias específicas, ya no son los mismos: pertenecen al pasado, ahora un mundo complejo aprisionado por la foto; la foto es una prisión del pasado. Una especie de deleitoso y sorprendente callejón sin salida: un sello, un documento, la realidad en prisión definitiva.

Como bien podemos colegir, entonces, toda foto es una narración y un espectáculo. Benditos sean Barthes y el arte fotográfico que nos permiten aquí, ahora, reconocer en un libro, Salineros. Retrato vivo de un oficio olvidado, concentradas escenas de un espectáculo estupendo y único que organizó un alquimista de la imagen que responde al nombre de Rafael Doniz.
 

II

Del recuerdo en torno a la obra de Doniz brota una característica notable y ésta aparece sin esfuerzo: limpieza en la luz y en los contrastes. En efecto, las fotos de Doniz, sus “espectáculos”, son, ante todo, escenas limpias. Las áreas de los grises se hallan diferenciadas de las de los negros y las de los blancos. Y en el color también le “ocurren” estos contrastes: áreas y rasgos que se suceden en y con los rostros, animales que sobreviven en las plantas o en las manos de un “presentador”, árboles, flores, tierra, personas, cielos, nubes, objetos grises o negros: Spectrum siempre muy claro en un sitio que Doniz ha privilegiado en la foto, en cada foto. Revisé, a veces de memoria, las muchas fotos que conozco de Doniz, y siempre los contornos de los cuerpos, los rostros, las llanuras, los objetos están marcados por una claridad de ubicación, podríamos decir, por una certeza al “apresar” el objetivo, al “mostrarlo”. He visto y recordado sus fotos de actores, de árboles y plantas, de indígenas, de pueblos y construcciones, de parajes y de paisajes: un mundo convertido en escenas limpias, en limpieza que reluce en esas fotos, en un ofrecimiento sin ambages, en una sinceridad siempre percibible y localizable. Siempre: una direccionalidad.
 

Rafael Doniz, del libro Salineros…, pp. 38 y 39.
 

III

Pero ¿qué elemento surge o se expone entonces en todas y cada una de las fotos de Doniz para reunir, para aglutinar el conjunto del paisaje, del personaje, de la escena, del objeto, del escenario? ¿Cuál es el elemento rector de cada Spectrum? Me propuse descubrirlo o siquiera acercarme a él observando con nuevos ojos las imágenes de esas salinas humanizadas, los limpios relatos que sobresalen y se hacen exclusivos en cada foto del libro Salineros. Por fin sabría yo del mecanismo único, certero, sincero que aplica o experimenta Doniz al suscitar, sufrir, resolver, inducir, producir el clic previo a cada una de sus fotos: es un estado de ánimo, una manera de ser, una sensación. Como los niños ante el mundo, ante el paisaje, ante el personaje de su observación o escrutinio, ante su “aventura” con la vida, Doniz no mueve un dedo, el dedo sobre el botón, el obturador, si no localiza, selecciona con anterioridad un elemento que lo sorprenda. Es un detalle, una pieza mínima, una mirada, una parte del cuerpo o del paisaje, un objeto, una planta, una piedra que va a “arreglarle”, a “ordenarle” al fotógrafo todos los demás elementos de la composición, de la escena, del escenario: un elemento que hace clic antes que él en el interior, en el punto central de sus sensaciones. Bendito y feliz descubrimiento para el analista, para el observador de las fotos de Doniz: bendito yo, en este caso.
 

Rafael Doniz, del libro Salineros…, p. 110.

 

Rafael Doniz, del libro Salineros…, p. 111.
 

Miremos, observemos, analicemos cada una de las fotos sorprendentes, claras y limpias, del libro Salineros. Retrato vivo de un oficio olvidado. Todas nos hablan de un paisaje social en parajes distintos, en dos regiones salineras. Pero en cada una rastreamos y sin saberlo localizamos con el fotógrafo, mediante el fotógrafo, ese elemento vivificador, revelador, ese elemento único tras cuya ubicación Doniz ha “compuesto”, ha “dado lugar” al paisaje completo, al pleno escenario: es un elemento localizable que ha “desatado” la composición y que nos hace reconocer a Doniz como un fotógrafo que, como los niños, como los seres puros o ingenuos, se sorprende ante el mundo, ante la realidad. Cierta actitud, una cualidad “virtuosa” (nos hallamos frente a la creación artística) que humaniza, aviva, define cada una de sus fotos. Pero también un procedimiento, una técnica que sostiene el todo de cada una de sus impecables fotografías: un elemento que nos impele a dialogar, con la vista, con cada una de las fotografías de Doniz.
 

IV

Y, sí, Doniz siempre anda indagando cosas a lo largo y lo ancho del universo. Lo hace nerviosa pero amigablemente porque se pertrecha con su cámara y se echa a caminar por todo México, husmeando formas de vida, de trabajo y también de muerte. Sus incursiones en la realidad son, más que nerviosas, muy entusiastas y juveniles: busca y registra, de los espacios y de las situaciones, no lo que ya lleva en la mente sino aquello que, desde el mundo, le grita imperiosamente que lo tome en cuenta: personas, animales, objetos, sensaciones, vaho, paisaje, nubes, vestimentas, situaciones. Son los elementos y fenómenos que él, por así decirlo, acomoda en cada fotografía.

Sus selecciones vitales, como si se movieran al ritmo de la rotación del planeta, aparecen nítidas en las fotos: líneas y contornos bien marcados, siempre como si fueran, siempre, fronteras entre una realidad real, evidente, y una realidad que se esparce por la foto a partir de un punto de arranque, secreto o imperceptible: un elemento que propicia, produce, arregla la estructura completa de la imagen.

En las fotos de este Retrato vivo de los salineros y de los paisajes y parajes que contienen y revelan su oficio olvidado, Rafael Doniz repite sus hazañas indagatorias, analíticas: composiciones multiespaciales enmarcadas en masas vastas pero firmes de materia diversa: materiales, telas, cuerpos y rostros. Juegos de blancos y negros y grises, claroscuros, y de esta forma logrados acondicionamientos geométricos.

En este viaje a las salinas, en estas fotos (ofrecimientos técnicamente impecables de Doniz) me he sumido en nuevas observaciones e indagaciones en torno a su trabajo, y con interés, digamos, “gramatical”, y asimismo “con curiosidad renovada”, he descubierto el secreto y regocijante procedimiento propio del fotógrafo: Doniz observa, mide, asimila con la vista los límites, por así decirlo, los marcos de su foto, selecciona los contornos, escoge las líneas de sus encuadres, de sus “mediciones visuales”, e incluso analiza de antemano los resultados de su composición.

Sin embargo, descubro que no lleva a cabo, no realiza la foto, no oprime el obturador si no ha descubierto, dentro de los límites de ese objetivo o paisaje o recuadro general, un elemento que lo sorprenda, que lo obsesione, que lo induzca: un elemento que acabe, cabalmente, por componer la foto. Y me he dado cuenta de que ese elemento debe ser regocijante, animoso, suscitador, notable, como cuando los niños acaban por hacerse del significado de una expresión, de un diptongo o de una nueva palabra. El aprendizaje de un proceso para efectuar una nueva acción, una inesperada exclamación.
 

Rafael Doniz, del libro Salineros…, pp. 130 y 131.
 

En este sentido, Doniz es siempre, en su trabajo, un observador fresco, diríamos, “infantil” de cualquier parte o lapso de la realidad que le atañe. Para él, el mundo es siempre algo nuevo, un espacio que atrae; pero, como es fotógrafo por vocación y trabajo, el de cada foto es, para él, un espacio que se define, se hace objetivo (en ambos sentidos del término: como realidad y como concreción, como punto de mira) si y sólo si contiene un elemento que aglutine, que reúna, que haga compactos a todos los demás elementos de la foto, es decir, de ese escenario que ya se ofrece ante su vista.

Como si siempre fuera un joven aventurero o un viajero precoz, Doniz sólo se siente atraído por elementos suscitadores, inesperados o insospechados, por detalles o puntos del espacio que le causen sorpresa. Descubrí esta enorme, vital curiosidad de Doniz en esas dos sombras sobre el suelo de la foto de la portada del acucioso y revelador libro que da motivo a mis reflexiones: sin las sombras del salinero y del cesto sobre el suelo, la composición, aun limpia, se esparciría por el espacio de la superficie de la página, “deslavada”, sin límites ni fronteras, es decir, sin elementos o mensajes asimilables.

Asimismo, en las fotos de las páginas 110 y 111 sobrevienen ciertas aparecidas y genitalizadas vertientes oscuras, pequeños arroyos negros que acaban por convertirse en la razón de ser de ambas fotos porque los ojos impresionados y precoces de Doniz los descubrieron como centros, como apogeos de texturas y claroscuros, como puntos-líneas que humanizan la materia inerte.

También podemos considerar como un feliz descubrimiento de la mirada de Doniz una cruz y su reflejo en el agua que hacen solemne, colosal y hasta intrépido el paisaje de las páginas 130 y 131, convirtiendo el espacio de trabajo, bajo el sol, en un altar a la intemperie.

Y así sucesivamente. La plena lectura de estas fotos del susceptible Doniz, de este Doniz que se sorprende ante la realidad, no puede llevarse a cabo y fructificar si no asimilamos con la vista, aun sin darnos cuenta, los elementos sorpresa que acaban por aglutinar, engullirse, acomodar a los demás elementos de cada composición.
 

Rafael Doniz, Retrato de Guillermina Bravo.
 

Ante estas circunstancias “reveladoras” de mis indagaciones, busqué fotos del Doniz retratista, observador del rostro y el cuerpo humano y sus acciones; hallé nuevamente al impresionable infante: en el retrato de la siempre grave Guillermina Bravo, los elementos de la cara y de la actitud misma de la coreógrafa se “organizan” ante un detalle que fascina al fotógrafo como si fuera una travesura: el suéter que lleva puesto el adusto personaje está roto, el tejido se deshilacha en cierto punto de la vestimenta. Será entonces, para el fresco observador que es Doniz, el punto de “arranque” de la composición, casi casi la revelación básica de la foto. Y así sucesivamente: en varias de sus fotos de actores como Claudio Obregón y otros en plena acción: en cada caso, Doniz “compone” acertada, plenamente la foto mediante la impresión que le causa un sólo elemento, un elemento aglutinador, a veces un juego o detalle propiciado por la luz, a veces un inesperado movimiento que “organizará” plenamente la “escena” completa.
 

Rafael Doniz, del libro Salineros…, pp. 112 y 113.
 

En las páginas 112 y 113 de Salineros, Doniz se acoge tanto a la posición del cuerpo como a la mirada del salinero-escultor y las combina con la luz de la vela para completar ese inesperado acto de devoción dentro de una cueva-escondite en el vasto escenario de las salinas. Asimismo, detecta y selecciona el sorprendente momento en que el pie del salinero se “mimetiza” con la materia salina, como si el ser humano brotara de la consistencia de esa materia, literalmente, de “la sal de la tierra”. Y en otras páginas será sólo el brillo de los planos escalonados y piramidales de un escarpado y monumental cerro la razón de ser de las fotos centradas en ese agreste montículo.

De la misma manera, mediante la acuciosa selección de los elementos que lo impresionan, Doniz nos ofrece pisadas humanas petrificadas en el suelo de las salinas, piedras que semejan o disfrazan moluscos, venas de una mano de trabajador posada sobre una pala, montículos que absorben cuerpos humanos, nubes que parecen copias o reflejos de las salinas: todos ellos elementos detectados por la mirada de Doniz que habrán de establecer el juego o sistema o (sí: así se llama) la composición de cada fotografía. Se elabora, de esta manera, un libro completo para ofrecer un conjunto de fotos reveladoras que son, a la vez, vivos homenajes a los actores y los escenarios de ese “oficio olvidado” de los trabajadores salineros.
 

Rafael Doniz, del libro Salineros…, p. 30.
 

En la página 30 la sombra que produce el sol sobre las estrías de la salina y sobre un canal que las atraviesa nos remite a los huesos del esqueleto de un gigante que se va desistiendo de recibir la luz para transformarse en monumento.

Y en la 38 y la 39 se nos aparece la enorme cabeza del cocodrilo en que se ha convertido la montaña que se deshace en variados arroyos por los que se despeña la sal: lo sabemos por dos gigantescos y amenazantes ojos oscuros que parecen contemplar el pasado geológico de la región.

En la página 44, en cambio, una cueva se convierte en flecha que señala la dura e irreemplazable consistencia de las eras y los siglos que han ido conformando la faz del planeta.
 

Rafael Doniz, del libro Salineros…, p. 44.
 

Las fotos que corresponden a las páginas 118 y 119 podría ser una composición alegórica completa: ondas de limpia espuma, bellas y rítmicas estrías concéntricas que nos vuelven a hablar de la blancura impecable de las salinas, de su masa de no color perfecto, a no ser por los utensilios de trabajo que arremeten contra este mundo armónico y aparentemente intocado desde la parte superior de una de estas fotos.
 

Rafael Doniz, del libro Salineros…, p. 118.

 

Rafael Doniz, del libro Salineros…, p. 119.
 

Donde comencé mi viaje inquisitorial y analítico fue en la foto de las páginas 46 y 47. Creí que Doniz había hallado y nos descubría la cabeza de un cóndor recostado en las peñas y en el tiempo, en el deslizamiento de un río de años geológicos al que los seres humanos, los salineros, han dominado, por decirlo así, domesticado al paso de los años. Fue un punto de arranque solamente. Porque intuí que el niño curioso y vital que Doniz lleva dentro, había detectado o había colocado a propósito, como travesura vital, una lágrima blanca, una piedra en el ojo del monstruo, un elemento que “arreglaba” el conjunto de la foto, su composición, y le otorgaba un sentido trascendente que es el que verbalizo a continuación: sobre las ruinas seculares y epistolares de la Tierra, durante siglos, el trabajo de la especie humana, como el de los salineros, ha ido cambiando el destino del planeta. I
 

Rafael Doniz, del libro Salineros…, pp. 46 y 47.

 

*Investigador del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM. Coordina la revista electrónica Imágenes.

 

Inserción en Imágenes: 29.07.16.

Imagen de portal: Rafael Doniz, del libro Salineros. Retrato vivo de un oficio olvidado, pp. 46 y 47.

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[1] Roland Barthes, La cámara lúcida. Notas sobre la fotografía, España, Paidós, 5a impr., 2015.